Sangrado semanal

La pasa

Tienes 15 minutos para comerte esta pasa, me dijeron. Evita llevártela directamente a la boca: Observa su textura, su olor, los pequeños detalles de su forma. Tócala. Quizás puedas también mordisquearla antes de masticarla por completo y engullirla. ¿15 minutos para una pasa? Vale, vamos allá. La cojo y la toco con ojos nuevos. Miro y remiro su color. Descubro sus pliegues, la trama de su piel externa. La aprieto levemente con los dedos, veo como cambia, cómo se mueve su interior de un lado a otro. La huelo, la acerco, la miro y la remiro. ¿Cuánto tiempo quedará? ¿Cuánto habrá transcurrido? Decido darle un pequeño pellizco con las uñas. Veo aparecer la pulpa, como una grieta abierta. Es apenas perceptible para un ojo acostumbrado a mirar con la escala «estándar» de las cosas, pero yo ya llevo un tiempo indeterminado con mi mundo convertido en una pasa. Decidido. Voy a hincarle el diente. Y en ese momento me dicen que los 15 minutos han transcurrido y que se acabaron la pasa y el ejercicio.

Se me quedó una gran cara de tonta. De coitus interruptus. Me quedé a las puertas de la gran experiencia. Tan cuidosa, tan sutil, tan extremadamente correcta y medida quise que fuera la práctica, que me gasté todo el tiempo en los preliminares. Y me quedé sin recompensa. No hubo tiempo para sentir cómo se comportaría aquella dulce pasa en la boca. Me perdí la explosión de sabor. Y su recorrido por las distintas áreas de la boca: paladar, encías, carrillos, punta de la lengua… Vale. Aquello era una pasa. Una mini pasa para ser exactos, pero yo pensé en la vida. En concreto pensé en el tiempo que invertimos en la preparación para ser lo que queremos ser en esta vida. Y en hasta qué punto no estaremos refrenando el momento de comernos esa vida a bocaos e ir a por todas, por creer que aún hay algo que madurar, preparar, mejorar. Por creer que aún hay pasa que olisquear y, sobre todo, que aún queda tiempo que gastar.

El otro día nos plantearon otro ejercicio durante una sesión de entrenamiento: Debíamos pasar de una posición tumbada a una posición erguida. Fácil en un principio, ¿verdad? Para ello disponíamos de 12 minutos. ¿Les suena? O mejor dicho. Debíamos conseguir que aquella transición durase 12 minutos. 12 minutos para pasar de una posición inicial a una posición final a la que había que ir directamente. Sin rodeos y sin reloj. La mente, el cuerpo y la consciencia entraron entonces en otra dimensión. Otra medida del tiempo y del espacio donde los instantes se volvieron densos y donde empezamos a percatarnos de todos los pensamientos que caben en menos de un minuto y de los pequeños y sutiles movimientos que nuestro cuerpo hace «por dentro» para que no perdamos el equilibrio en ningún momento y podamos llegar sanos y salvos hasta la postura final. 12 minutos para ir directamente de un lado a otro. ¿Adivinan cuántos llegaron antes de que el tiempo se cumpliese? Pues si, la mayoría. Claro que ellos, no se habían intentado comer una pasa con semejante dedicación unos meses antes…

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