Críticas de espectáculos

Las grandes ciudades bajo la luna/Eugenio Barba/Odin Teatret

La poesía como un alma inaugurando una forma

odinbeatrizEl espectáculo del Odín Theatret, dirigido por Eugenio Barba, «Las grandes ciudades bajo la luna», que se presentó en Buenos Aires (Teatro 25 de Mayo), propone una reflexión sobre los horrores de la guerra y, una vez más, hacia su obsesión sobre la muerte. La muerte, esa eterna compañera, que viaja a nuestro lado hacia cualquier rincón del planeta.

A la manera de un musical, con canciones que apelan al recuerdo de lo ocurrido en las guerras que asolaron al mundo durante siglos, pero especialmente en el XX en Europa y parte del XXI en Oriente y, también renueva los temores de un nuevo amanecer bélico.

La orquesta, espera al público sentada sobre el escenario a manera de personajes que integran un retablo, o coro griego. Sentados y en actitud de expectación, como si un acontecimiento fortuito fuera a romper ese clima de espera. Como si un fantasma venido de otros mundos fuera a atrapar a esos seres que aguardan poder ejecutar sus instrumentos, que van desde el acordeón a la percusión y de la trompeta al bajo. Su maravillosa destreza corporal fomenta la ilusión en el espectador de que, lo que realizan, es fácil, ligero y conquistable en pocas lecciones.

Los músicos comienzan su show y, van ambientando al espectador con el tango «Por una cabeza» y melodías que recuerdan aquellas antiguas orquestas que amenizaban las placenteras tardes de los parques europeos. Entre tema y tema los actores juegan, cada uno, un rol especifico en este concierto. Nadie es protagonista. El protagonista es el grupo. Pero cada uno brilla por la interacción del otro, de su par, que lo observa y a la vez es observado, y todos son mirados por un público absorto.

Julia Varley, realiza un contrapunto de voz y violín con Elena Floris, y ambas logran conciliar una sola voz en la escena. Luego con gran histrionismo desdobla el tiempo mediante grandes agujas imaginarias, cuyo significado es doble, por una parte representa a Cloto (Κλωθώ, la ‘hilandera’) una de las Moiras que hilaba la hebra de la vida, su equivalente romana era Nona, originalmente invocada en el noveno mes de gestación. Una gestación en este siglo XXI de poderes que asechan en las sombras para intervenir a favor de sus intereses. Y por otra parte de Julia Varley penden hilos cuyos extremos sujetan ovillos o bombas que amenazan con una guerra nuclear y recuerdan a su vez a Hiroshima y Nagasaki.

Iben Nagel Rasmussen, con un recorte de un espectáculo anterior «Cenizas de Brecht» magistralmente rescata a Katrin, la hija muda de «Madre coraje», que sin pensar en ella y sino en los otros, en la gente de su pueblo, avisa como puede la llegada de los alemanes. Su vestuario es un sincretismo de Latinoamérica: sombrero colombiano, tijeras de una danza peruana, falda del altiplano. Como si estos pueblos también fueran partícipes de permanentes invasiones.

Desde su desesperado silencio, Katin, pone en movimiento las fuerzas energéticas de salvación que se expanden no sólo en ese supuesto campo de batalla sobre el escenario, sino hacia el público que a la vez son testigos mudos de esa feroz invasión. Y cuyo efecto especular es sufrir con ella, en silencio, las crueldades del enemigo.

Katrin es violada y asesinada. Ya en el piso un soldado le coloca una pecera entre las piernas. El pez navega en su pequeño lago sin que nada altere su ritmo. El pez desde la antigüedad representa la antinomia dual relacionada con la muerte y con el nacimiento, y también es símbolo del cristianismo, de la salvación y la paz.

Roberta Carrieri despliega con elegancia, sensualidad su juego con una rosa roja, que curiosamente es por excelencia el símbolo del secreto guardado, de la sexualidad, del amor, y del misterio. Es una de las escasas flores que se encierra en su propio corazón y cuando abre su corola, es que se acerca la hora de la muerte. Con ella trae también cenizas, ese reflejo de los muertos que contiene en sí mismo el dolor y la resurrección.

Una poesía de Jens Bjørneboe, a quien le rinde homenaje, está sobre un atril, y habla de la soledad del hombre frente a la muerte, luego las luces transforman las letras en su rostro y la rosa y las cenizas en manos de Roberta se deshacen en un simbólico abrazo. Un murmullo invade el espacio son nombres que van surgiendo: Hiroshima, Alepo, China, Alabama, Varsovia, París, Buenos Aires, ciudades que bajo la luz de la luna son fantasmas de la historia. No obstante el viento o la escoba dispersa todo hacia el inevitable olvido.

Donald Kitt es el soldado desconocido, es el que participa en todas las guerras y al que colocan flores en un monumento que tiene una lámpara votiva. Es el que pone el cuerpo, y su pequeña historia de individuo. Es el que le escribe a su madre, para sentir que existe un refugio para sus miedos. Es el que muere, en cualquier lugar del mundo, como representación de todos los que mueren en otros lugares de ese mismo mundo. Es el que representa esa soledad del anonimato cuyo espacio no está en ninguna parte, pero sus huesos desparramados en todas.

En un orden plegado «Las grandes ciudades bajo la luna», instala la idea de la guerra y la muerte y en un orden desplegado lo que acontece con ella violaciones, tumbas anónimas, cenizas y flores. La muerte y la guerra como personajes borrosos, sobrevuelan el espectáculo, son presencia y ausencia, y es imposible mitigar la angustia que provocan, porque siempre serán un motivo de oculto que arrastran al hombre en su corriente, generación tras generación.

Sobre el escenario, existe el tiempo de dos generaciones, la de aquellos que crearon el Odín y la de los jóvenes que aportan su sangre nueva a la tradición. Luis Alonso y Carolina Pizarro encarnan la esperanza, porque su juventud anticipa otro futuro, sobretodo por el hijo que danza con ellos. El vientre de Carolina es un desafío a la muerte, un bebé siempre es otra cara de la luna que provoca una inversión de perspectiva, fugaz y más cautivadora, y que lleva hacia un ser que se gesta frente a los ojos del espectador.

En medio de esos juegos de amor, guerra y muerte, en «Las grandes ciudades bajo la luna», la poesía como un alma inaugurando una forma, invade el escenario y es mediante Tage Larsen y a través de los sonidos de su saxofón, que se consuma. Tage Larsen dirige su música hacia la luna. Hacia esa muda mirada que del más allá rige los sueños del hombre.

Beatriz Iacoviello

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