Desde la faltriquera

Las termitas y los clásicos

Otra vez el todo Madrid, sociedad que no acostumbra a pisar el teatro y que incluso aplaude a Montoro por mantener el 21% de IVA, no quiso perderse la inauguración del teatro de la Comedia. Calderón y su alcalde de Zalamea importaba poco, lo interesante era estar ahí, salir en la foto y jugar las bazas para el 20D, cada uno las suyas. Hola y otras revistas del corazón ya escribirán la crónica del acto, y los diarios ya habrán publicado las críticas cuando estas líneas vean la luz. Sin embargo ante tanto oropel social, importaba el regreso de la CNTC a su sede, después de los más de doce años de restauración y exilio en el teatro Pavón a causa de las termitas en la casa madre.

Estos bichitos funcionaron en los años de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX como símbolo de la degradación intelectual que carcome el pensamiento, no de forma frontal sino de manera lenta e insidiosa, pero igualmente destructiva. Los edificios se caen, el pensamiento se superficializa primero y se vacía después. Y estos bichitos, ironías del destino, surgen en los teatros nacionales durante gobiernos populares, como imagen perversa del desinterés de este partido con la cultura, aunque en honor a la verdad gobiernos del mismo signo han rehabilitado el María Guerrero y la Comedia, y han tenido la fortuna de reinaugurarlos.

Las termitas que carcomen los clásicos, existen también entre los puristas profesores universitarios y de ellos habla el crítico alemán Jhering en Charla sobre los clásicos, una conversación radiofónica con Brecht, recogida en Escritos sobre el teatro. Allí dice Brecht: «La obsesión posesiva por los clásicos impidió que se sacara provecho de los valores de los dramaturgos clásicos», a lo que responde el crítico: «Esta arrogancia fue alimentada por universidades, (…) los clásicos fueron protegidos como parques naturales, reservas literarias nacionales. Se prohibía todo contacto, se evitaba toda modificación, se castigaba todo trasplante».

Los clásicos en consecuencia debían respetarse y transmitirse inmaculados; reproduciendo la forma sin intervenirla, el contenido sin contemporaneizar y con una escenificación que estorbe lo menos posible. El resultado de este ejercicio de denegación, definida por Pavis como «la puesta en escena que quiere permanecer invisible, que trata de confiar sólo en unos actores que digan bien el verso», aboca a un texto sagrado, intangible, susceptible sólo de ser ilustrado, evitando «el metadiscurso de una reflexión de conjunto sobre la pieza y su época». Esta tesis que permanece en algunos ambientes universitarios españoles conduce a propuestas escénicas arqueológicas y museísticas, que interesan sólo por la forma capaz de transmitir unas ideas que no se potencian dramáticamente mediante la escenificación. La reserva literaria preserva, el aburrimiento y distanciamiento de los clásicos, verdadero patrimonio artístico, se subraya. Los filólogos puristas, que haberlos haylos, equivalen a los musicólogos que asisten a las representaciones operísticas con los ojos cerrados, para que la puesta en escena no distorsione la acústica.

La tercera clase de termitas se anida en algunos ambientes de la profesión, desde actores y directores hasta críticos. Los Calderón, Tirso y Lope y un etcétera son aborrecibles especímenes contrarreformistas que deben ser expurgados, salvando una docena de obras que, para su desgracia, se han incluido en el canon. Los motivos resultan apriorísticos o producto de la ignorancia: Un contrareformista -dicen- por principio, no puede producir arte y sus libros deben terminar en la hoguera aventada por los nuevos defensores de un pretendido dogma teatral. Peor es la ignorancia, pues estos nuevos inquisidores no han leído en profundidad ni los textos, ni los contextos históricos o biográficos, y siguen con unos clichés de la época franquista, donde sí hubo apropiación indebida por parte del régimen de estos autores.

Al final conservacionismo o la nueva inquisición producen el mismo efecto que las termitas, el alejamiento de los espectadores, la laminación de una época dorada de la que en otros países y con los suyos se enorgullecen, y el ocultamiento del rico patrimonio cultural que necesita, sin duda, una limpieza, porque «el humo del incienso decimonónico los ensució», como afirmaba Brecht de Schiller o Goethe. Esa limpieza de nuestros clásicos debería impulsarse desde las administraciones y por curiosidad intelectual, pero ¿cómo hacer si atacan las termitas?

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