Críticas de espectáculos

Lisístrata/Centro Dramático de Badajoz/62 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Una guerra de las mujeres (Lisístrata) enredada

Ya se sabe que «Lisístrata», comedia de Aristófanes, ha tenido múltiples versiones en la cultura universal. En el teatro romano emeritense, en 1980, la estrenó la compañía del Centro Dramático de Badajoz, en versión libre de Martínez Mediero, siendo la protagonista Victoria Vera. Fue un hito del teatro extremeño, que acertó en la transición democrática con esta sátira ingeniosa y trascendental de la concepción social y política del mundo griego transpuesto a la realidad ibérica, donde el grito de la heroína tenía sentido para un cambio de las relaciones entre mujeres y hombres. El espectáculo –que después se exhibió en la primera cadena de TVE- brilló artísticamente por su espectacularidad, humor e imponente interpretación hecha a viva voz. Tuvo un gran éxito de crítica y llenos diarios de público (durante sus 10 funciones), semejantes a los de «Hécuba» de Eurípides, de 2013, montada por José Carlos Plaza. Después, la comedia se hizo en cuatro ocasiones más: en 1990, según una idea de Juan P. Aguilar con un montaje ramplón; en 2003, con la versión pseudovanguardista de Carles Santos que fue abucheada; en 2007, con una producción comercial de Paco Marsó, que resultó un burdo remedo de la de 1980; y en 2010, con la creación divertida de una Lisístrata lesbiana, de Lavelli y Paco León, que dividió la opinión del público.

En esta edición, la puesta en escena ha sido de José Carlos Plaza, queriendo rendir un homenaje a su maestro Miguel Narros, con una inédita versión flamenca, que con el título de «La guerra de las mujeres» tenía el desaparecido director guardado en un cajón. Versión que ha estrenado con la compañía Faraute y Macande en coproducción con el Festival.

Se sabe también, de la historia del Festival, que Narros (junto al coreógrafo José Granero) y Salvador Távora han sido los directores teatrales que mejor han resumido y acomodado los contenidos dramáticos de los textos grecolatinos al modo de espectáculos estructurados con ese alfabeto de expresiones mediterráneas que nos reconcilia con las raíces culturales del flamenco. Lo demostraron en el Teatro Romano, con magníficos montajes – «Fedra» o «Las Bacantes»- que casan oportunamente con ese arte. Aunque con estas propuestas también ha habido otras producciones escasas de arte en la dirección escénica, que sólo se quedaron en el disfrute del baile y la música. Una referencia fue «Prometeo» de Antonio Canales, en el 2000.

El guión de Narros es una síntesis fiel en términos argumentales al de la comedia clásica: Lisístrata, remoto antecedente de la «sufragista» moderna, que contrasta por su empaque y dignidad entre la cohorte de desvergonzadas verduleras que la secundan, logra por primera vez en la historia que la voz de la mujer sea oída y acatada por los hombres, en un momento en que los odios y las pasiones han enturbiado hasta el desvarío su razón, y lo consigue, sin estridencias, sin perder su femineidad y pretendiendo solamente volver a llevar en el hogar la vida tranquila y recatada de la paz.

El experimental montaje de Plaza, sin embargo, fraguado con –indiscutibles- figuras del cante, baile y música está bastante enredado en las actuaciones (que están fuera del propio ámbito de los artistas) y en otros elementos estéticos de la comedia. El espíritu de la sátira acerba, farsa desatada no logra fundirse bien con los elementos rectores –melodías, ritmos, armonías- de la estética musical del género flamenco. La coreografía destaca sin más en los momentos eróticos de danza contemporánea adaptada, interpretados por Aida Gómez y en la escena guerrera de los soldados. La escenografía, situada en la parte central del monumento, es un pegote metálico a lo Ágata R. de la Prada, adornado con ridículas lucecitas más propias de una feria que de una fiesta Aristófanes. La música de flamenco-fusión suena bien pero las canciones, con letras bastante forzadas, no aportan un buen desarrollo melódico, no brillan en las voces de los cantantes (en la variedad de palos del flamenco).

En la interpretación, los actores sólo parecen estar cómodos cuando componen el tradicional tablado (que es donde desemboca estéticamente el espectáculo). Como cómicos resultan sosos, declamando ripios con rancia «prosodia» de colegio. Antonio Canales no hace gracia ni travestido, pero queda «bien» zapateando una simple rumba (lo suyo). Y Estrella Morente (Lisístrata), que debuta como actriz, únicamente resalta -acompañada por el cuerpo de baile- en algunas soleares granadinas y al final, en un réquiem, donde saca a relucir su portentosa voz. Esa voz de la cultura de la sangre, heredada en el Sacromonte del cante y la música de las sagas flamencas de los Morentes y los Habichuelas.

En fin, una comedia musical-flamenca «a la americana» que prometía más de lo que ofreció. Pero que el público más amante del «famoseo» que del teatro aplaude mucho.

José Manuel Villafaina

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