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Lo humano y lo divino en Humanário de Rui Horta. GUIdance 18

El génesis de la humanidad reside en la tensión-unión con el otro, la otra. Hay un consenso tácito en que somos lo que somos y pensamos lo que pensamos en función de las relaciones, enormemente dinámicas, que estamos obligados a contraer. Desde la familia en la que nacemos, la escuela a la que acudimos, el trabajo que realizamos, las parejas que tenemos etc. etc. etc., nos hacemos personas en colaboración, en relación a otras personas y a otros entes animados e, incluso, inanimados. Así pues, me atrevería a afirmar que la ecuación irresoluble del “ser”, y del, a veces, polémico, concepto de la identidad, se dirime entre lo humano y lo divino.

El Festival Internacional de Dança Contemporânea de Guimarães 2018, GUIdance, destaca, en su programación, al veterano coreógrafo Rui Horta, del que presenta Vespa (2017). Un solo en el que nos muestra su compromiso artístico más allá de las fortalezas de un cuerpo joven, a la vez que se implica desde una perspectiva ecologista y cultural, para provocar un reflexión, desde la belleza y la emoción, respecto a la necesidad de cuestionarnos las tendencias globales en boga. A finales de abril de 2017 pude asistir al estreno de Vespa de Rui Horta, en el Centro Cultural Vilaflor de Guimarães (CCVF). Sobre esta pieza puede leerse, en esta misma sección de Artezblai, un artículo titulado “Rui Horta y la danza como manifiesto poético” (publicado el 20 de mayo de 2017).

Ahora, vuelvo a detenerme a pensar sobre otra obra de Rui Horta, titulada Humanário, que se acaba de estrenar en el GUIdance, el 3 de febrero de 2018, realizada en colaboración con 32 personas amadoras de las artes escénicas, de entre 18 y 40 años, y con la dirección musical de Tiago Simães.

Entre el elenco de 32 jóvenes hay estudiantes de teatro, de danza, de música, de arquitectura… Las edades, de 18 a 40 años, y las diversas fisonomías y habilidades artísticas, se conjuran para hacer aparecer ante el público un solo ente coral que despliega un magnetismo semejante al de un paisaje natural espléndido.

Entre los polos rítmicos de la dispersión y la concentración de las/os actuantes, en conjunción con diversos puntos lumínicos, y el juego con todas las posibles combinatorias de desplazamiento y ocupación del enorme escenario del Grande Auditorio del CCVF, se compone este Humanário.

El otro mecanismo rítmico que genera una intensidad atractiva es el de la acumulación, repetición, variación, de movimientos físicos y vocales. Los crescendos hasta la apoteosis, por ejemplo, las 32 personas tumbadas boca arriba, ocupando todo el linóleo, y golpeando con los puños el escenario; el grito o el ladrido de toda la heterogenia masa coral asomada al proscenio; la alternancia contrastante entre la tormenta de las 32 risas y carcajadas simultáneas, en una musicalización abrumadora, frente al lirismo de una joven que responde con los compases musicales interpretados en un violín; la oposición entre la fiereza brutal de los ladridos y esos cuerpos que se lanzan, en cuadrupedia, unos contra otros, frente a la lluvia de abrazos en los que se funden por pares y en grupo; la secuencia en la que, de manera alterna, como las olas del mar, van avanzando, en diferentes tandas, desde el fondo del escenario hasta el borde del proscenio, mientras se quitan el jersey, la camiseta, para mostrarnos la piel, cada cual con su diferente constitución física, al margen de los cánones de la moda imperante, en un ejercicio de afirmación poética y performativa de la diversidad, desde el propio cuerpo en si mismo, sin encubrimientos. Ahí el escenario emociona, en ese “gesto” de generosidad, de sencillez, despojado de la actitud exhibicionista y afincado en la actitud del descubrir(se) …

En este Humanário la comunidad brilla exuberante y, en vez de ahogar al individuo que la alimenta, potencia la diferencia de cada integrante. Así se crea una secuencia hermosísima en la que una joven pasea por entre el bosque humano, mientras toca un ukelele verde y canta la canción “Present Tense” de Radiohead, con un timbre de voz que más parece divino que humano. Así se crea otra secuencia en la que, por una parte, tenemos un conjunto enmarañado de cuerpos, en una banda del escenario, y, por otra parte, tenemos a una chica que realiza un solo dancístico precioso, en el que amalgama danzas urbanas y contemporáneas con una expresión justa en la que no existe ni un ápice de impostura.

 

Todo lo que acontece sobre el escenario está primorosamente partiturizado y, a la vez, trascendido por las personas que actúan, a base de una afirmación de la realidad de cada cual en escena. No hay poses, no se detecta falsedad, ni en los movimientos ni en las actitudes ni en las expresiones. A mí, en estos casos, me impresiona el sentido de verdad artística y de autenticidad que se percibe en el ambiente, sobre el escenario. Esa ausencia de pompa y de grandilocuencia, esa humanidad trascendida que se puede sentir cercana, esa sensación de piel, esa sensación de que la acción ocurre a flor de piel y, sin embargo, viene de lejos, de lo íntimo, de lo profundo, de lo divino.

Este sentido de verdad, más que de verosimilitud o de credibilidad, este sentido de autenticidad y proximidad, me impresiona con actrices, actores, profesionales y aún me impresiona más cuando se trata de personas que realizan la pieza en su tiempo libre, por amor al arte.

En la conversación que hubo después del estreno del espectáculo, un joven de 19 años nos confesaba que, al principio, estaba un poco perdido, porque, a petición de Rui Horta, cada integrante del elenco hacia aquello que más le gustaba hacer, mostraba aquello que sabía hacer. Sin embargo, comentaba este joven, no comenzó a encontrarle el sentido a las acciones que realizaban hasta que lo descubrió en la relación con las compañeras y compañeros, en la fuerza que emanaba de esa relación.

Entre los materiales personales, aportados por cada miembro del equipo, también se incluían fragmentos artísticos externos: un texto de Samuel Beckett o la canción “Present Tense” de Radiohead, por ejemplo, o canciones y versos de la tradición popular.

Al rematar el espectáculo, además de la admiración por todo lo que acababa de presenciar, pensé en la maravillosa imagen que Humanário ofrece de Portugal, de la juventud de Portugal. Pensé en cómo el arte nos hace hermosas personas. Pensé: ¡guau, qué juventud! ¡Saben moverse con armonía, bailar, cantar, tocar instrumentos, saben mirar, saben estar, saben escuchar…! El Gobierno portugués debería pagarles y llevar esta pieza de gira por las ciudades de toda Europa y más allá, no solo por la humanización que promueve observar el paisaje de Humanário, sino porque ofrece una imagen de Portugal envidiable. Después de ver a la juventud de Humanário uno sale reconciliado con el mundo y recupera la confianza en un futuro mejor.

Sin duda, Rui Horta consigue que la colectividad de estas 32 personas desborde lo común. Las 32 personas en relación, a través del desafío que supone esta dramaturgia polifónica y coreográfica, ultrapasan los límites de lo esperable, de lo plausible, de lo posible, y hacen surgir, como en una revelación, lo divino de lo humano.

Lo divino está en lo humano, cuando lo humano se intensifica en sus dotes creativas y en su capacidad empática y amorosa. Rui Horta teje una composición, en la que adivinamos su altísima capacidad para escuchar y captar las potencialidades de cada persona, así como para generar un ambiente simbiótico en el que esas potencialidades se puedan multiplicar en la conjunción, en la relación, en la colaboración. En ese terreno fértil lo humano florece y se dispara hacia lo divino, por obra y gracia de la sublimación artística. En Humanário, igual que en un terrario, podemos deleitarnos en la contemplación de lo humano y esto, al fin y al cabo, es algo necesario. Es necesario que el colectivo congregado en el encuentro teatral haga eco y se afine en ese mismo tono, el tono de lo humano. Así, al salir del teatro, de una manera difícil de explicar, salimos diferentes a como entramos.

 

 

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