Mirada de Zebra

Lo mucho de lo poco

Por lo que dicen algunos psicólogos, la opulencia nos hace más infelices. Estar rodeado de infinitas posibilidades materiales -algo que, por lo que dicen los economistas, es cada vez más difícil-, lejos de colmar nuestros deseos, los abruma hasta hacerlos casi desaparecer. Como si tener acceso a demasiado alimento mitigase nuestro apetito. Así somos de enrevesados. Ahora bien, y sin que sirva de consuelo, el nuestro es un enrevesamiento que sigue una lógica: si frente a una necesidad que debemos cubrir, encontramos un número de opciones que excede nuestra atención, no podremos sopesar nuestra elección con el detenimiento requerido, y ello nos llevará al stress primero y a la depresión después. Seguimos una lógica, pero no es fácil entendernos: si hay mucha sed y no hay bebida, nuestro deseo no se sacia; y si habiendo una sed ligera vemos mucha copa, nuestro deseo se colapsa. Enfermamos si no tenemos qué elegir y enfermamos también si hay demasiado donde elegir.

La conclusión de los expertos es que la exuberancia sin motivo, aquella que lo es sólo por pura ostentación, embota nuestros instintos y sentidos. Y en estas me ha dado por pensar que, si en la vida cotidiana la abundancia por la abundancia nos incita al desánimo, algo similar puede ocurrirle al espectador frente a una escena colmada de excesos. Puestos a dar cuerda al asunto, creo que ello se hace evidente al hablar sobre escenografía; particularmente cuando ésta funciona como decorado y no como espacio, cuando se confecciona pensando en la vista y no en la acción. Siempre he tenido la sensación de que ante a una escenografía grandilocuente, repleta de objetos y utensilios que permanecen sin accionarse, el ojo se pierde entre expectativas insatisfechas.

La expectativa de un objeto que ocupa un lugar encima del escenario no tiene que ver sólo con la estética, si resulta bello o no a primera vista, sino con su capacidad narrativa, con la particular existencia que vivirá sobre las tablas, y que es muy probable que nada tenga que ver con la existencia que tiene en la vida cotidiana. Por eso me suele resultar útil pensar en la escenografía como una dramaturgia de los objetos, entendiendo que lo mismo que un personaje, un objeto que sube a escena debe tener también una historia que contar. Los objetos escénicos, al tiempo que acogen la vida de los personajes, tienen también una vida propia que los mantiene en constante transformación. Antón Chéjov sintetizó esta idea de forma excepcional: «si en la primera escena aparece un rifle, alguien deberá dispararlo en la última».

Una lectura similar puede hacerse en el oficio de la interpretación. El actor o actriz que se desperdiga en múltiples alardes sin centrarse en ninguno, corre también el riesgo de defraudar las expectativas que genera. Menos es más, como dicen, y a veces lo excesivo es peor que nada. Tengo una anécdota de un gran amigo y actor que en este contexto viene como chismorreo al patio. Resulta que este actor del que os hablo decidió, con cierto recorrido ya a sus espaldas, estudiar clown con un maestro de gran prestigio. Su trayectoria había ido por otros derroteros, así que lo de la nariz roja era nuevo para él. No fue fácil: impulsivo e hiperactivo como es, le costaba encontrar la eficaz sencillez que tiene el buen payaso. Así pasó los cursos, saboreando esa amargura indescriptible de quien pretendiendo hacer reír solo obtiene miradas de mármol. Ponía toda la ilusión y todo el empeñó, pero era en vano. El maestro, con el tono de las bromas que dicen cosas serias le había apodado «el peor clown del mundo». Tal era la cosa, que en el espectáculo de fin de curso, a diferencia del resto de sus compañeros, él no iba a mostrar ninguna escena. El maestro sólo le permitió limpiar el escenario en el intervalo de dos escenas. Eso sí: con la nariz roja. Pero antes de salir a escena, el maestro le permitió una licencia: «cuando estés limpiando puedes parar un instante y mirar a los espectadores». Muy obediente él, así lo hizo: salió a limpiar, y en un momento dado paró y alzó la cabeza hacia las butacas. Para su sorpresa, los espectadores, conmovidos por la ternura de ese personaje fugaz, rompieron en carcajadas. «Hasta entonces no intuí lo poderosa que puede ser la sencillez en escena», me decía hace poco. En aquel leve gesto de cabeza entendió de golpe lo mucho que se puede obtener con muy poco.

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