Mirada de Zebra

Lo que se llama química quizá sean las neuronas

En esos clásicos documentales que dan sentido a la siesta, hemos visto infinidad de escenas donde la lucha entre miembros de la misma especie por un territorio o por el favor de una hembra, acaba con el más débil muerto o seriamente malherido. En el ritual de lucha de los mamíferos hay, sin embargo, una primera fase que pocas veces se muestra. Es la llamada ostentación de la amenaza, donde los contrincantes, sin apenas tocarse, se enfrentan en una suerte de danza donde despliegan todo su arsenal intimidador. Acabada la danza y antes de que empiece la encarnizada pelea, si uno de los individuos intuye que sus posibilidades de victoria son escasas, tiene la oportunidad de retirarse y salvar así sus huesos. Es una estrategia evolutiva muy inteligente, pues de esta manera muchos miembros de una especie no mueren inútilmente.

Se puede pensar que lo que se pone en juego en ese ritual danzado es simplemente la capacidad intimidatoria de cada individuo, pero hay otro elemento igual de relevante: la escucha. Tanto uno como otro deben saber leer los impulsos y los movimientos del oponente, y proyectar a partir de ellos la lucha que después tendrá lugar. De cómo sus cuerpos escuchen la fuerza, la agilidad, la determinación de su rival, dependerá la trascendental decisión de continuar o abandonar la pelea. Y para que esa decisión sea acertada, han tenido que desarrollar una gran capacidad de escucha, una manera inequívoca de entender el comportamiento del otro observando su manera de moverse. El ritual de la lucha sin contacto es pues un ejemplo que demuestra que la escucha, entendida no como aquello que se percibe a través del oído, sino como la capacidad de leer con inteligencia los impulsos y los movimientos del entorno, resulta crucial en la supervivencia de muchos animales. De forma más sofisticada, esa capacidad de escucha también está en los seres humanos.

Hace un tiempo, esta disertación se podía haber tildado de metafísica o hasta de demagogia mística, pero el descubrimiento de las archimencionadas neuronas espejo, sitúa la cuestión en un terreno real y tangible. Como tal vez recuerden, las neuronas espejo son unas neuronas que se activan en alguien que observa a otro individuo realizando una acción. De tal forma que si observamos a una persona cogiendo un vaso de agua y bebiendo, nuestras neuronas espejo se activan e imitan esa acción, aún cuando nuestro brazo permanezca quieto. La neuronas espejo son pues un mecanismo para reconocer las acciones de otros en nosotros, para entender otros cuerpos con nuestro cuerpo.

En teatro, la cuestión de las neuronas espejo ha sido aplicada fundamentalmente a la relación entre el actor y el espectador, y por esos derroteros ha llegado plantear una nueva perspectiva de lo que habitualmente se entiende por identificación. Pero, ¿y si aplicamos esa perspectiva a la relación que se establece entre los actores y las actrices? ¿Qué tipo de comunicación, qué tipo de escucha subyace entre las personas que comparten escenario?

Se dice que «hay química» cuando dos actores se entienden inmediatamente sin mediar palabra. Y aunque el término «química» nos remita a la ciencia, la expresión suena más a un tipo de alquimia desconocida o a hechizo inexplicable. No en vano, a los ojos del espectador resulta casi mágico cuando los actores logran establecer un diálogo sumergido entre los impulsos de uno y otro, cuando consiguen desvelar al unísono el sentido de una pausa no prevista o cuando sus acciones se coordinan sin querer y el toma y daca se convierte en una imparable espiral de sinergias.

Si recordamos los rituales de lucha de los mamíferos, esa secreta química parece en realidad una refinadísima técnica de escucha donde se pone en juego todo el cuerpo. En caso de preguntar sobre el tema a los neurocientíficos, seguramente nos remitirían a las neuronas espejo, y a la capacidad que desarrollan ciertos actores que trabajan juntos a la hora de comprender en carne propia lo que le sucede a la otra persona. Muy probablemente añadirían que eso que en teatro se llama «escucha» nada tiene que ver con el hecho poner pasivamente el oído, sino con incorporar secretamente las acciones del otro. Y concluirían que escuchar es una acción que nos involucra por completo.

Cuando repaso mi biografía como espectador, me resulta evidente que los mejores espectáculos que he visto han sido de compañías estables que, a lo largo de los años, han labrado un lenguaje colectivo propio. Pienso en ellas y me da la impresión de que su lenguaje no nace tanto de textos o movimientos particulares, sino de esa química especial que se pone en marcha al escucharse con el cuerpo. Es posible que su preciado lenguaje que vemos y escuchamos en escena, comenzase como un balbuceo en algún código secreto de la espina dorsal de sus actores.

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