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Los gestos del amor

Las palabras nombran realidades y, a veces, tienen la virtud de, al nombrar, analizarlas. En esa dimensión, las palabras, son instrumentos mágicos o científicos, según prefiramos, que nos ofrecen un diagnóstico de lo que consideramos real, de lo vivo, de lo pensado, de lo imaginado o soñado… En esa dimensión, las palabras, acomenten una acción que produce una «anagnórisis», un reconocimiento, un descubrimiento. Luz.

Hace tiempo, un joven director escénico gallego y exalumno del que enorgullecerse, llamado Tito Asorey, colgó en las redes sociales un fragmento prodigioso de un texto que, por aquel entonces, estaba leyendo. Unas palabras que hacían patente esa función mágica o científica, según prefiramos, que produce luz, que nos ayuda a vislumbrar o a encontrar un sentido, un camino.

No en vano, Tito Asorey, con su compañía IlMaquinario Teatro, realiza unas creaciones que renuevan y refrescan la vieja idea de la puesta en escena de un texto, como demostraron en O home almofada (2012) de Martin McDonagh y Perplexo (2014) de Marius von Mayenburg. Unas escenificaciones, las de IlMaquinario Teatro, con una indagación que trasciende lo dramático (interpretación de personajes y representación de una fábula con protagonista, antagonista, ayudantes, oponentes, objetivos, conflictos, etc.) para inquirir en una plástica escénica no redundante respecto a la palabra, sino complementaria en su adhesión u oposición y contraste, para trazar esos caminos que vuelven el texto un instrumento de gozoso conocimiento sobre lo humano.

El fragmento textual prodigioso, al que hacía referencia al principio, pertenece al libro titulado Penúltimos días, de Santiago Alba Rico y dice así:

«El gesto de una madre que arropa a un niño que no tiene frío, ¿no es literalmente un lujo? El gesto de mirar a los ojos el cuerpo en el que nos fundimos placenteramente, ¿no es literalmente un lujo? El gesto de grabar en un árbol el nombre del enamorado, el de hacerse una trenza, el de ceder el asiento a un anciano, el de añadir un adjetivo, el de perdonar a un enemigo, el de poner un mantel, el de incubar un pensamiento, el de caminar muy despacio, el de velar a un enfermo, el de contar un cuento, el de compadecer a un asesino, ¿no son todos ellos literalmente un lujo?.

El capitalismo nos prohíbe todos los lujos.

Nada de lujos. Solo lo estrictamente necesario: el derroche, el incendio, la destrucción, la muerte».

Además de las múltiples lecturas o interpretaciones que podemos hacer de todo texto potente (expresivo en potencia), a mi me gustaría circunscribirme, aquí, a todo ese repertorio de gestos en los que brota la flor humanísima del amor. Gestos del amor que dan sentido a los impulsos eróticos que engendran la vida y animan lo vivo.

Estas palabras de Santiago Alba Rico, de alguna manera, explican por qué el frenesí consumista y la codicia estropean el verdadero amor volviéndolo un capricho y un producto obsolescente.

Ese capitalismo que se basa en las ganancias económicas requiere márgenes de beneficio.

Para que haya mayores márgenes de beneficio es necesario explotar a la clase trabajadora, reducir sus ganancias o hacerle trabajar más tiempo y producir más.

Mientras, la clase trabajadora, en un círculo vicioso, necesita el dinero y, por tanto, se hace sumisa al sistema. Desaparece el tiempo libre. Cobran más importancia los objetos, la tecnología punta, la ropa… todo aquello que el mercado nos impone a base de modas masivas que condenan al diferente al ostracismo y a una especie de marginación.

La industria genera dependencias. ¿Cómo vivir hoy sin un Smartphone? ¡Imposible! Trabajaré las horas que sea, haré lo que sea, venderé mi tiempo vital para conseguir el dinero suficiente para poder poseer el último Iphone. Las coartadas y las justificaciones psicológicas son fáciles porque ya nos las han inoculado desde el mercado.

La industria ha dictado que debemos ser jóvenes, no tener arrugas, ni flaccidez en la piel, no estar calvos… las televisiones, los medios de comunicación lo han rubricado. Solución: ganar dinero como sea para comprar las cremas milagrosas de la industria cosmética, proceder a una operación quirúrgica de estética, hacerse unos implantes capilares… Lo que sea, porque si no caeremos en la depresión, estaremos «out». Y así podríamos seguir.

Pero en todo este frenesí consumista, laboral, económico y psicológico, ¿dónde quedan esos gestos del amor en los que se atesora lo humano?

Hoy, más que ciudadanas o ciudadanos, somos clientas y clientes, en ese estrés continuo por estar a la última en los llamados bienes de consumo, en ese estrés por hacer frente a las facturas, en ese estrés por gestionar todos los contratos, seguros, etc. etc. etc.

Cada vez queda menos espacio temporal, mental, emocional… para la persona, para los gestos del amor.

(A mí, por ejemplo, el teatro me gusta cuando es un auténtico acto de amor. Porque el amor es creativo, atento, sutil, sensual, atractivo, detallista… y también me hace pensar. No pide, solo da, ofrece.)

Afonso Becerra de Becerreá.

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