Aclárate la voz

Macbeth, Ur y yo (I)

Asisto al Teatro Arriaga de nuevo. Con más ganas aún que la vez anterior. «Macbeth», en versión de Ur Teatro y un reencuentro con una vieja compañía amiga.

No voy a decir que soy un experto en Shakespeare, ni mucho menos. No voy a decir que he visto infinidad de producciones sobre al autor inglés, no. Pero, en mi experiencia, ya se cuentan cuatro montajes en los que he intervenido como asesor y entrenador vocal sea durante el proceso de gestación como en la vida posterior del montaje. Producciones, de mayor o menor envergadura, siempre realizadas desde el mayor de los rigores y entusiasmos. Por otro lado, en mi retina baila el recuerdo de versiones teatrales y cinematográficas de sus obras. Conozco un poquito los «laberintos» de sus fraseos, en los que nosotros, habitantes del siglo XXI, nos podemos fácilmente perder, la belleza de imágenes y la dificultad que entraña pasar sus textos por la voz y el habla. La versión de Ur Teatro me tuvo atrapado. Por primera vez, pude ver el itinerario vital que realizan los personajes de esta tragedia y construir una comprensión global clara. Una labor de dirección diáfana y concreta. Y, ¿centrándonos en el aspecto vocal? Escuché un trabajo riguroso, medido hasta el detalle, cuidado. Para mí y, hablo siempre desde el marco de mi trayectoria y elecciones estéticas sonoras personales, me ofrecieron una labor estupenda en la ejecución de una partitura actoral difícil y exigente. El ritmo en la producción del texto, con las líneas de pensamiento establecidas con claridad permitían respirar al texto y que éste se extendiera para ser comprendido; la expresión de la intención a través de la voz no se perdía ni con los fraseos largos ni con el elaborado lenguaje del autor; el uso, que hacían los actores pero sobre todo por parte de José Tomé, de los distintos resonadores para dar matices y direcciones al texto; la coherencia expresiva en el apoyo corporal dado a la voz hacían que, aunque no pudiera repetir literalmente el texto dado por el actor yo tuviera una percepción diáfana de lo que estaba sucediendo no solo en el momento de la historia sino en los recovecos del personaje.

Y quiero detenerme un momento aquí. En más de una ocasión he tenido que escuchar a actores y, a veces, a directores, asombrarse por la fluidez rítmica y confundir, ésta, con velocidad. Y, siempre, se da dentro de la misma situación: el actor se pierde colgándose en cada palabra, el oyente se aburre porque ha perdido el sentido del discurso….. y todos nos quedamos colgados en la nebulosa flotante de la no dirección. La sensación se recrudece cuando estamos frente a monólogos más o menos largos. El texto tiene su peso, su espacio, pero no puede aplastar con su presencia al actor ni devorarse el tiempo de escena pensando que como es un texto elaborado, de quizás difícil comprensión hay que dejarle que se vaya más allá de sus límites. Graso error. Un texto bien escrito, te da el ritmo, te da la columna central de la estructura. Se necesita sentir su pulso, tocarlo. Música. No digo que sea poco, que conste. Luego el actor necesita masticarlo, tragarlo, elaborarlo y asimilarlo para, después, dejarlo ir dándole sentido y dirección.

Otra de las «trampas» es la retórica del texto – para mí, más una riqueza de imágenes y vocabulario – que nos puede llevar a dedicarnos a hacer barroquismos vocales para dar el supuesto énfasis que tales palabras supuestamente necesitan. Y, al final, nos perdemos en un sinfín de empalagos pasteleros con fuerte riesgo de caer en una sobredosis, supuestamente expresiva, y llevar a quién oye a una crisis de azúcar en sangre. Eso sí, el actor se desgasta a más no morir.

Nada de todo esto vi. Y, fue un placer. Un placer por partida doble. Primero, el placer de disfrutar de un trabajo actoral hecho, como diría Helena, por trabajadores de teatro, no por artistas. Un trabajo hecho por orfebres de la palabra en la voz y, esto es arte, en el que se ven las manos y el buen hacer de José Tomé. Y, segundo, un placer el volver quince años atrás. Aquel año en el que conocí Ur Teatro, y recordar lo aprendido y lo vivido. Pero, esto, en la próxima columna.

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