Críticas de espectáculos

Madre Coraje y sus hijos/Bertolt Brecht/Atalaya

 

Atalaya monta a Bertolt Brecht

Escrita en el exilio danés en 1938, en vísperas del comienzo de la Segunda Guerra Mundial en septiembre del año siguiente, la primera representación de Madre Coraje y sus hijos se lleva a cabo en la Schauspielhaus de Zurich, en 1941, siendo la gran actriz alemana Therese Giehse su protagonista. Habrá que esperar a 1949, una vez terminada la guerra, para que el propio Brecht la pueda dirigir en el Deutsches Theater del Berlín oriental, creando así el Berliner Ensemble y actuando esta vez Helene Weigel como actriz principal. La obra se volverá a montar un año después en el Kammerspiele de Munich, siendo de nuevo la Giehse, primera actriz de dicho teatro, su protagonista. Y aún realizará Brecht un tercer montaje en 1952.

Pero por encima del éxito alcanzado, tanto las reseñas recibidas de la versión de Zurich como su experiencia personal de lo ocurrido con sus propios montajes alemanes le fueron convenciendo de que el público no llegaba a comprender correctamente la intención de la obra. Para él, una representación de Madre Coraje debía evidenciar: «que durante las guerras, no son las pobres gentes quienes hacen los grandes negocios. Que la guerra, que no es más que la prolongación de los negocios mediante otros medios, acaba tanto con las virtudes humanas como con quienes las poseen. Y que ningún sacrificio es suficiente para combatir la guerra». Y sin embargo – sigue diciendo Brecht – a sus compatriotas, que acababan de pasar una guerra terrible, les ocurría como a la Coraje, que no habían comprendido nada de lo que la obra profetizaba: «Por sí sola, la desdicha es mala profesora. Sus alumnos aprenden lo que son el hambre y la sed, pero no precisamente el hambre de verdad ni la sed de saber. Sus sufrimientos no hacen del enfermo un terapeuta. Ni la mirada de cerca ni la de lejos son suficientes para convertir al testigo ocular en un experto». Y consecuentemente, los espectadores «no veían los crímenes de Coraje, su cooperación con los ejércitos, su voluntad de participar en las ganancias del comercio de la guerra; no veían más que su fracaso, sus sufrimientos». Y a pesar de que Brecht «endureció» varias veces su texto y la interpretación de la Weigel insistía en aquel aspecto, así siguen las cosas en nuestro tiempo: el público se vuelca con el personaje de Coraje, lamenta la muerte de sus hijos, se compadece de sus miserias y la admira sin considerar su ruindad, su participación en la masacre o su avaricia, que la lleva a sacrificar la vida de su hijo Caracuajo por ahorrarse un dinero en su rescate.

Es ésta una disparidad entre el fin último del espectáculo que buscaba el autor y el sentir y la sensibilidad de una audiencia demasiado indulgente que viene constituyendo las más de las veces una grieta insalvable en la comprensión e interpretación de la obra. Una brecha hermenéutica que amplían, por un lado, los propios directores de escena en su deseo de complacer al público y, por otro y con el mismo fin, esas grandes actrices – Amelia de la Torre, Mary Carrillo, Rosa María Sardá, Vicky Peña o Mercè Aranega por hablar sólo de nuestro país – que, imbuidas de la trascendencia de su papel, interpretan a la protagonista como si de una mártir se tratase. Ambas tendencias de interpretación y dirección resultan, muy al contrario del teatro épico que propugnaba Brecht, en el drama realista que prima en nuestra época, viéndose el espectador arrastrado como por un torrente por la trama al tiempo que se implica en las cuitas y trances por los que pasan los personajes y se pone a su lado o en su contra como le mueven su rencor o piedad. ¿En dónde queda entonces aquel distanciamiento que requería Brecht para pensar?

Por ello, tal vez el primer mérito del montaje que, bajo la dirección de Ricardo Iniesta, Atalaya, su compañía, está presentando estos días en la sala principal del Matadero, sea el de acabar de una vez con esta confusión. Su puesta en escena es decididamente épica, ortodoxa o como se quiera llamar, pero es la que el autor y director alemán habría querido para su propio tiempo, transparente y sin ambigüedad. Contribuyen a ello varios factores, pero no es el menor la adaptación. Iniesta ha reducido la duración de la obra a una hora y media, el tiempo standard de una función al uso, lo que le ha obligado a depurar el texto dejándolo reducido a su esencia, esto es, a una descripción somera de la fábula en la que, de manera casi prodigiosa, está todo y no falta nada (ello nos lleva a avanzar una hipótesis que muchos juzgarán irreverente si no totalmente blasfema: ¿hasta qué punto no es el humanismo del propio autor, su gusto por hacer sus personajes de carne y hueso arrebujándolos bajo un manto verbal y textual que les convierte en demasiado próximos a los espectadores, la causa del equívoco que le mantuvo en vilo con su Madre Coraje? ¿No lindaba esta obra, como su Galileo, más con la realidad que nos refleja que con la épica que nos hace ver?). Una vez disponible un texto aquilatado como el preparado por su director, Atalaya está en condiciones de ponerlo en orden y fragmentarlo de tal modo que cada episodio ocupe su debido puesto en la trama y no se confunda con los demás, máxime cuando cada uno comporta su lección y todos juntos marcan el objetivo de la obra – Eilif, el hijo mayor, es reclutado; Coraje se reencuentra con Eilif, que está haciendo carrera en el ejército; por perder el tiempo en regateos, Coraje pierde a Caracuajo, su hijo el honrado; Coraje canta la canción de «la gran capitulación»; Coraje recorre toda Europa; Coraje alcanza el apogeo en su carrera comercial; la paz amenaza con causar la ruina del comercio; Eilif es ajusticiado por hacer durante la paz lo que se le premiaba en la guerra; Coraje tiene que mendigar; Katerina es abatida por hacer de heroína; Coraje sigue a la tropa una vez más… Entre dos episodios, una cesura: de las alturas bajan unos micrófonos y son los actores quienes nos informan de la circunstancia y el lugar así como, también, de lo que va a pasar. Y cada fragmento se define por el movimiento y la acción, un escueto diálogo y, por lo general, una canción, cantada, eso sí a la perfección, en el idioma del lugar en que nos encontremos, bien sea en alemán, polaco, checoeslovaco o italiano.

Ahora sí que las cosas están claras. La función se nos va presentando como una sucesión de «flashes» que machaconamente, sin proceder a pausa alguna ni ofrecernos el menor respiro, nos traen el conflicto a primer plano hasta que nos sentimos inmersos totalmente en la Guerra de los Treinta Años. Así debió ocurrirle al público coetáneo de Brecht en Alemania, recién salido de una contienda igualmente brutal y arrasadora. Pero el montaje de Iniesta va más lejos. Por su estética y su interpretación nos está refiriendo a los movimientos escénicos más actuales, lo que le permite insistir, sin separarse de la interpretación de Brecht, en determinados aspectos que, por decirlo así, trasladan la obra hasta nuestros días. Uno de ellos, si no el principal, es el de la presencia de la muerte, que se manifiesta en ciertos pasajes del montaje, esencialmente en las transiciones, en los que la luz cenital que suele iluminar los episodios se ve sustituida por un claroscuro de corte expresionista que es más propio de las postrimerías que del vitalismo del autor. Es como si el espíritu de un Kantor resonase en escena. Y el segundo aspecto a resaltar, éste más propio de Heiner Müller («a mi espalda, las ruinas de Europa») es el propósito de la compañía de no dejar la historia en el Berlín de los años cincuenta sino prolongarla hasta nuestros días. Entonces dijo Brecht: «Sin duda, algo ha cambiado. La obra ya no es hoy una obra que haya llegado demasiado tarde, esto es, después de una guerra. Pero lo que es terrible es que una nueva guerra nos amenaza. Nadie habla de ella pero todos lo saben (…) Me gustaría conocer cuántos espectadores de Madre Coraje y sus hijos comprenden hoy en día la advertencia que se encierra en la pieza». Y los de Atalaya se preguntan también: «¿cuántos espectadores piensan así?» y hacen todo lo posible para que reflexionen en una Europa totalmente desmantelada en donde los banqueros tienen todos los mandos del poder y oprimen a la ciudadanía reduciéndola a la miseria, los políticos están a su servicio como buenos sayones y no piensan más que en las riquezas que puedan amasar y quienes huyen de las guerras que aquellos provocaron o bien son rechazados tratados como bestias o se convertirán en gastarbeiters. Brecht, Kantor, Müller… Esta Madre Coraje que hoy monta Atalaya no es sólo la que el autor alemán habría querido montar en su tiempo sino la que le hubiese gustado montar hoy.

Queda hablar de los efectos y la interpretación que, como de costumbre en este grupo, son impecables. Por de pronto, al conjunto de la música de Paul Dessau y las canciones, se le añade una tercera partitura que son los ruidos y las sonoridades producidas sobre la propia escena, acompasadas siempre con el juego de los actores. Y en cuanto al movimiento, la expresión corporal y la dicción de éstos, poco hay que decir sino que son perfectos. No hay más que contemplar cómo empieza la obra: mientras los rezagados ocupan sus localidades, toda la compañía invade el escenario moviéndose a su guisa con gestos sincopados, como si de un grupo de danza se tratara; de pronto, todos corren y se quedan pegados a una valla; al fin, forman un grupo y cantan una canción a voz en grito que enardecerá al respetable; el clima está logrado, la obra puede empezar. Siendo coral como lo es, se hace difícil hablar de la actuación por individualidades. Hay que citar, sin duda, a la protagonista, Carmen Gallardo quien, rehuyendo cualquier notoriedad, siempre actúa al mismo nivel que sus compañeros, o – justicia obliga- a Lidia Mauduit en su soberbio papel de Katerina. Pero la cerrada ovación que clausura la obra alcanza a todos por igual.

Cualquiera que no conociese la historia de Atalaya -38 años ya en escena – podría pensar que su director, Ricardo Iniesta, ha sido afortunado al conseguir reunir compañía tan sobresaliente. Pero los milagros del teatro son todos de guardarropía. Atalaya es el resultado de una formación y un trabajo físico permanentes, impartidos en muchas ocasiones por grandes maestros internacionales como Eugenio Barba, Genadi Bogdanov, Karuna Nair, Cristina Wistari, Ferruccio Merisi o Israel Galván… Por otra parte, su actividad no cesa y están continuamente en gira por el mundo. No es de extrañar, por tanto, que Atalaya se haya convertido al correr de los años en un conjunto de referencia, no solamente en nuestro país sino también en el extranjero. Sólo así se puede hacer una Madre Coraje como la que ahora podemos admirar en el Matadero.

David Ladra

Título: Madre Coraje (Mutter Courage und ihre Kinder) – Autor: Bertolt Brecht – Adaptación y Dirección: Ricardo Iniesta – Intérpretes: Carmen Gallardo (Madre Coraje), Lidia Mauduit (Katerina, la hija muda), Raúl Vera (Cabo, General, Alférez), Silvia Garzón (Ivette Poitier, Campesino joven), Manuel Asensio (Cocinero, Intendente, «Tuerto»), Jerónimo Arenal (Capellán, Campesino), Raúl Sirio Iniesta (Eilif, Soldado), María Sanz (Caracuajo, Campesina) – Música: Paul Dessau – Arreglos musicales: Luis Navarro – Coros y coreografías: Actores de Atalaya – Vestuario: Carmen de Giles – Espacio escénico y escenografía: Actores y director – Maquillaje y peluquería: Manolo Cortés – Vídeo y fotografía: Félix Vázquez – Iluminación y coordinación técnica: Alejando Conesa – Sonido: Emilio Morales – Producción y comunicación: Ángela Gentil – Producción: Atalaya – Naves del Español en el Matadero, Sala 1 – Del 9 de septiembre al 4 de octubre de 2015

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