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Melodrama y ópera verista. Damiano Michieletto en el Liceu

¿Puede lo cotidiano entrar, tal cual, en el arte? El arte no deja de ser una mediación y, aún renunciando a su dimensión universalizante y extraordinaria, nos despega del día a día. Una fotografía de lo cotidiano, por ejemplo, lo filtra, lo detiene, nos descubre algunos detalles que, en eso que llamamos realidad, perecen y se esfuman a cada instante. Lo mismo acontece con la lupa literaria y con otras artes representativas o miméticas, incluido el teatro dramático y la ópera verista.

 

El Gran Teatre del Liceu de Barcelona, en su temporada 2019-2020, ha programado, durante el mes de diciembre de 2019, las dos piezas más características del verismo italiano: Cavalleria rusticana (1890) de Pietro Mascagni y Pagliacci (1892) de Ruggero Leoncavallo.

Se trata de la aclamada producción de la Royal Opera House Covent Garden de Londres que, en 2016, bajo la dirección escénica de Damiano Michieletto, conquistó el Premio Laurence Olivier al Mejor Espectáculo Musical.

Yo pude verla el sábado 7 de diciembre de 2019 con dirección musical de Henrik Nánási y un elenco eficaz, con momentos brillantes. En Cavalleria rusticana: Oksana Dyka (Santuzza, la joven campesina), Mercedes Gancedo (Lola, la esposa de Alfio), Teodor Ilincai (Turiddu, el joven campesino), Àngel Òdena (Alfio), Elena Zilio (Mamma Lucia, la madre de Turiddu), Yordanka Leon (Una mujer). En Pagliacci: Aleksandra Kurzak (Nedda: Colombina), Marcelo Álvarez (Canio: Pagliaccio), Àngel Òdena (Tonio: Taddeo), Vicenç Esteve (Beppe: Arlecchino), Manel Esteve (Silvio, amante de Nedda), Plamen Papazikov (Campesino 1) y Sung Min Kang (Campesino 2).

Lo más encomiable del montaje de Damiano Michieleto es que, realmente, desde la ficción verista, consigue que la realidad de las voces y la música, en su vibrante materialidad sonora, no se impongan o impidan el realismo dramático de los sucesos representados.

Por lo general, en la ópera manda la partitura musical y vocal porque, se supone, que en ella radica la máxima complejidad de la obra y también su excelencia. Mientras que el argumento, la acción dramática, queda relegado a una especie de coartada o justificación escénica. Como si la visión se limitase a decorar o acompañar la audición.

Sin embargo, la Cavalleria rusticana y Pagliacci, concebidas por Michieletto como un díptico, o dos partes de la misma historia, consiguen sumergirnos en la acción. Consigue, este montaje, igualar la recepción y la expectativa dramática, de naturaleza más ética y política (ideológica), a la recepción musical y vocal, de naturaleza hedonista (más sensorial e inmediata) y emocional. Se produce en esta escenificación operística una suma, que equilibra ambos niveles de manera magistral.

No nos encontramos aquí, en Cavalleria rusticana y Pagliacci, con personajes teatrales en primera instancia, si en segunda instancia, cuando el payaso y su troupe de comediantes representan a Pagliaccio, a Colombina, a Arlecchino y a Taddeo, tipos y arquetipos, (medias)máscaras propiamente teatrales que nunca vamos a encontrarnos por la calle, en el banco, en el supermercado, en la panadería o en la universidad. Concretamente en la segunda parte del espectáculo, en Pagliacci, asistiremos a esa mise en abyme del metateatro, de lo metadiscursivo, del teatro dentro del teatro. Aunque, en este caso, la convención o pacto de juego que establece Damiano Michieletto, en su refinada realización de la acción, casi cinematográfica o fotográfica, desde un realismo historizante, disimula o camufla ese primer nivel teatral. Por eso podríamos afirmar, siendo fieles a la intención del montaje, que, en lo que se refiere a la representación teatral insertada dentro de Pagliacci, se trataría de lo teatral dentro de lo dramático. Lo teatral como estrategia de lo dramático realista. Porque lo dramático realista, pese al artificio vocal y musical, consigue mantener su tensión narrativa y su ilusión de realidad.

Por eso mismo tenemos la impresión de estar ante personas más que ante personajes. Se trata, no obstante, de personajes individualizados, con trazos tipificadores sociológicos y una dimensión política que están también muy presentes. En  Cavalleria rusticana: los trabajadores de la panadería (la mamma Lucia, su hijo Turiddu), la campesina (Santazza), el comerciante (Alfio), las vecinas y vecinos del pueblo agrícola que celebran la Pascua. En Pagliacci: la compañía ambulante de payasos (Canio, el director, Nedda su esposa, Tonio y Beppe), Silvio, el amante de Nedda, que será en el montaje de Michieletto uno de los mozos empleados en la panadería de Cavalleria rusticana. Lola, la esposa infiel de Alfio el comerciante, de la fábula de Cavalleria, tendrá su simetría en Pagliacci a través de Nedda, la esposa infiel de Canio.

Michieletto consigue fundir la dimensión melodramática de los conflictos pasionales, de celos, amor y venganza, con el nivel sociológico (la clase social y el papel de la religión: el machismo según el cual la mujer casada pasa a ser una posesión del marido, la honra y la virilidad, la mujer deshonrada, etc.).

Por su parte, las/os cantantes, pese al estilo verista, mantienen una cierta línea belcantista, que contribuye a reforzar la dimensión melodramática. Pero la dirección escénica la contrarresta hábilmente con una escenificación más cinematográfica, conteniendo los movimientos y la gestualidad, atenuando cualquier ápice de manierismo. De esta forma, la expresión resulta verosímil y próxima, sin gestos grandilocuentes, del mismo modo que la partitura tampoco utiliza elementos de bel canto (aunque los cantantes empleen ese modo de fraseo más cantado que recitado), ni utiliza tampoco florituras melódicas. La música es más narrativa y busca melodías que colaboren en la expresión de los personajes en situación.

Michieletto construye escenas y estampas, como la de la procesión religiosa de la Pascua, riquísima en lo iconográfico y, por supuesto, en la interpretación del Coro del Liceu y del  Coro Infantil Amics de la Unió. Escenas que encajan como un guante con el ambiente diegético sugerido por la música. Parece como si la música fuese escrita para la escenificación y no al revés. Parece como si las composiciones de Mascagni y Leoncavallo fuesen la banda sonora de un film y el film fuese este montaje operístico que hemos podido disfrutar en el escenario del Gran Teatre del Liceu de Barcelona.

Todos los artificios de los que se vale la puesta en escena, desde la escenografía y el vestuario, hasta la iluminación, no ocultan su factura teatral. Sobre todo el escenario giratorio o la franja horizontal de luz azulada, estilo Bob Wilson, que aparece en algunos momentos y que hiende por la mitad el ciclorama del fondo, en Cavalleria rusticana. Sin embargo, funcionan perfectamente como ámbito minucioso realista, en el que las relaciones de los personajes pueden darse con total sentido y lógica dramática.

El vestuario, de Carla Teti, sin marcas teatralizantes, nos traslada, de manera verosímil, a una época próxima y a una sociedad rural, que tampoco nos resulta alejada.

La escenografía de Paolo Fantin, que raya en el naturalismo, en Cavalleria rusticana, reproduce una panadería de la época, con el horno, la mesa con la masa para amasar de verdad, la báscula, el mostrador para el despacho del pan y los bollos…, en un tamaño que se corresponde con la hipótesis de lo real, y en un dispositivo escénico que gira y nos muestra el otro lado del edificio, la fachada y la plaza. En Pagliacci el salón de actos de un centro cultural, con su escenario elevado y sin butacas fijas, para que pueda ser utilizado para hacer bailes y otros actos. El camerino. Un pasillo con un radiador y la pintura de las paredes envejecida, como en la panadería. Un salón con espalderas, que evoca un viejo gimnasio. El mismo Crucifijo y la misma Virgen presidiendo los espacios de ficción de ambas óperas.

En Pagliacci el escenario giratorio cobra un sentido dramatúrgico absoluto, al irnos mostrando, de manera continua, tal cual hace la música, las escenas que acontecen de manera casi simultánea. Esto provoca efectos cinematográficos de travelling, permitiendo una profundidad de campo, mostrando y ocultando aquellas partes que, al girar, aparecen y desaparecen de nuestra visión.

El dispositivo escenográfico giratorio, en Pagliacci, consigue trenzarse con el movimiento actoral de las/os cantantes y con la música, para aumentar al máximo la intriga en el desarrollo de la acción dramática y llegar a un final climático apoteósico.

Tan magistral como el final y la tensión cinematográfica, el suspense, en la trama de Pagliacci, es la imagen inicial, en foto fija, del asesinato de Turiddu, con todo el pueblo congelado ante la estampa del cadáver aun caliente y la mamma Lucia arrodillada, con expresión de dolor y desgarro. Una imagen inicial que es un flashforward del final de Cavalleria rusticana y que volverá a aparecer en la culminación de la ópera.

Algunos momentos memorables, al margen de lo ya explicado:

El dueto Santuzza – Turiddu en el que Oksana Dyka y Teodor Ilincai consiguen generar esa discusión apasionada, protagonista – antagonista, no exenta de dolor por ambas partes. Las voces muy expresivas y la interpretación actoral justa sin caer en sobreactuaciones.

El impresionante vozarrón del prólogo de Pagliacci y su solución escénica, como mecanismo de preparación del trágico melodrama. Leoncavallo, como libretista y compositor, introduce en este prólogo, un monólogo para barítono, una síntesis de las características principales del estilo verista. Se trata, por tanto, de un fragmento de ópera de la teoría de la ópera. Lo cual también nos anuncia ese otro mecanismo de la mise en abyme y del juego de espejos de la ficción dentro de la ficción.

Otro momento memorable: el aria de Nedda, con la excitación de quien se encuentra encarcelada y desea volar como los pájaros que la música evoca. Aleksandra Kurzak es capaz de ser tan sensual en la interpretación actoral como en la expresión vocal y aquí, en esta escena de soliloquio, nos descubre los anhelos y miedos del personaje de una manera cristalina. Es un momento de máxima sinceridad y sutileza, un momento de intimidad, que va a contrastar con el nervio de otras secuencias con sus compañeros de la troupe de payasos.

Otro momento memorable: “Vesti la giubba”, la famosa aria de Canio, en la que exterioriza la paradoja del payaso que hace reír mientras puede estar llorando por dentro. Marcelo Álvarez estuvo contundente en su brillante sobriedad, necesaria, dramatúrgicamente, para contrastar con los momentos de ira y de doble actuación, cuando Canio hace de Pagliacco encima del pequeño escenario dentro de la ficción.

La representación de los payasos, con los contrastes entre breves pasajes humorísticos y el movimiento giratorio del escenario para, casi simultáneamente, desdoblar la acción y mostrar la convulsión entre bambalinas, fue impresionante. Igual que el final, en el cual el clímax dramático, de lo inmersivo que resulta, casi nos hace olvidarnos de que estamos en una ópera, casi nos hace olvidarnos de que los personajes cantan y la música descarga eléctricamente el desarrollo.

El verismo operístico y el realismo de la puesta en escena convierten el melodrama en una obra contundente a nivel ideológico. No solo existe aquí el placer estético, sino también la posibilidad de que se desprenda una lectura ética. Esa muestra de que la religión y el machismo, los miedos y creencias atávicas, condenan a la desgracia a las sociedades en las que las personas no poseen una cultura emancipadora.

Todo ello servido en una ópera llena de gracia, compuesta por dos óperas. La gracia del arte (que no tiene porque ser cómica) y que, a la postre, siempre vuelve extraordinario lo común y lo ordinario.

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