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Miedos, eutanasia, maternidad, mujer, teatro. Liberto de Marelas

El miedo es una emoción básica. Una reacción psicosomática ante un estímulo interno o externo, ligada a nuestro instinto de supervivencia y preservación. El miedo nos libra de peligros. No obstante, las emociones también son culturales y solo se manifiestan según unos patrones morales, éticos, ideológicos. Jaume Melendres, en La dirección de actores. Diccionario mínimo, define el concepto emoción de una manera muy clara e inequívoca: reacción psicosomática ante un estímulo interno o externo que presupone una evaluación cognitiva de la situación. Esa evaluación cognitiva, evidentemente, es cultural.

 

Recuerdo una escena de mi infancia que lo ilustra muy bien. Yo estaba con mi abuela y las vacas en un prado cerca del río. De repente una especie de cuerda diamantina preciosa, enroscada en un sauco, llamó mi atención y, sin pensarlo dos veces, me fui corriendo a cogerla. Pero mi abuela, al verme, lanzó un grito pavoroso que me hizo frenar en seco. Aquella cuerda diamantina preciosa era una víbora.

¿Por qué no sentí la emoción salvífica del miedo ante el estímulo serpiente y mi abuela sí? Pues porque no sabía que aquello era una serpiente, no podía hacer una evaluación cognitiva de la situación de peligro. Del mismo modo que un joven de 18 años puede pisar el acelerador y poner el coche a 200 Km/h sin sentir miedo, ya sea porque los niveles de testosterona y de adrenalina le enajenan y le impiden hacer una evaluación cognitiva de la situación de peligro, ya sea porque la muerte, a los 18 años, es probable que se vea lejos, ya sea, sencillamente, por falta de conocimiento y experiencia. En todo caso, emociones tan básicas como el miedo, la alegría, la tristeza, la ternura, etc. dependen de nuestra cognición, del sistema de valores e ideas que rigen nuestro inconsciente.

Por lo general, el miedo, es una de las emociones que deberían ser calibradas y pensadas, ya que, de no ser un mecanismo de preservación y supervivencia ante un peligro vital, se puede convertir en una especie de patología que nos inmoviliza. Ese tipo de miedo nos resta libertad, nos atenaza, nos vuelve rígidos, nos somete y nos aleja de la sensación necesaria de felicidad.

Culturalmente, en Galicia, por poner un ejemplo seguramente extensible a otras latitudes, la profesión teatral tiene miedo a hacer espectáculos que se centren en el género de la tragedia o del drama. Tienen miedo porque hacen una evaluación cognitiva de la situación y, al observar que la mayoría de las programadoras y programadores municipales suelen buscar comedias entretenidas que solo diviertan al personal, se retraen en aquello que, a lo mejor, más les apetece. El miedo a no gustar, el miedo a no ser contratadas, el miedo a no triunfar, el miedo al fracaso… nos impiden probar, nos impiden investigar nuevos pactos de juego y nos mantienen en la repetición de las convenciones que ya sabemos que funcionan de antemano. Solo unas pocas compañías se atreven a ir más allá de los formatos típicos de serie televisiva o del show de entretenimiento.

El miedo, sin duda, es un buen mecanismo de control contra el progreso, contra los cambios, contra la innovación. El miedo es una buena herramienta para que nada se mueva.

Esta semana he asistido a un espectáculo, titulado LIBERTO, de una compañía gallega de mujeres, llamada Marelas, que se atreve a vencer miedos. Su ejemplo, quizás, puede servir para que la evaluación cognitiva de la situación cambie, en base a una reflexión a partir del éxito, contra los pronósticos del miedo, de su propuesta.

“Marelo” en castellano es amarillo, y como adjetivo hace flexión de género: “Unhas flores marelas” (Unas flores amarillas). El amarillo es un color tabú en el teatro, por la leyenda aquella de que Molière murió en escena vestido de amarillo, interpretando El enfermo imaginario. Así pues, amarillas, simbólicamente, nos indica esa valentía de quien rompe tabús.

LIBERTO liberta el tema de la angustia vital, relacionado con la maternidad, también la paternidad, y el conflicto de dar a luz para dar a muerte. LIBERTO liberta el teatro gallego de ese miedo endémico, en la mayoría de los casos, a hacer piezas que se acerquen al hiriente deslumbre de la tragedia, apremiadas como están las compañías de que las programadoras y programadores de los ayuntamientos de Galicia les contraten funciones. Y ya sabéis que, aun llegadas al 2020, sigue prevaleciendo el criterio cuantitativo, según el cual la mayoría del público solo quiere comedias que le hagan reír. La gente debe de estar tan jodida durante toda la semana, en trabajos no deseados, que, claro, cuando llega el fin de semana, es necesario desahogarse riendo, o anestesiarse riendo. No se da cuenta el público de esas programadoras y programadores municipales que el llanto sublimado de la tragedia y del género dramático es liberador y emancipador, que la catarsis que produce la identificación con las aflicciones de los personajes actúa en nosotras/os, en esa dosis controlada por el arte dramático, como una vacuna que nos prepara para la vida. De tal modo que, si nos cuadra en suerte sufrir un conflicto semejante al de la pieza de ficción, vamos a estar más preparadas/os porque ya hemos experimentado, de manera sublimada, ese trance cuando asistimos al teatro.

LIBERTO, la pieza de Gemma Brió, que estuvo nominada a la autoría revelación de los Premios Max de las Artes Escénicas, y que dirige Tamara Canosa con la cía. Marelas, interpretado por Lucía Aldao, Rocío González y Cris Iglesias, liberta, ciertamente, al teatro gallego de ese miedo a los temas jodidos, existencialmente comprometidos y, por tanto, también, políticamente implicados. Velahí el debate sobre la eutanasia, cuando es sacado de las manipulaciones partidistas, religiosas y mediáticas, y se traslada a su lugar primigenio: a las personas que padecen una angustia vital insoportable y que, desde el amor a la vida, abrazan una buena muerte (eutanasia) para liberar a un recién nacido, a un bebé de 15 días, del hecho de malvivir conectado a unas máquinas y sin posibilidades demostradas de una mejoría, después de haber padecido asfixia en el momento del parto.

Marelas Teatro echa mano de un texto que sabe exponer, con la emoción necesaria, el conflicto y los personajes, sin caer en el sentimentalismo edulcorado ni en el morbo luctuoso. Eso lo consigue a base de una estructura fragmentaria que, cuando la espectadora ya está prendida emocionalmente en una escena, la corta y salta a otra escena diferente. Al romper la continuidad dramática, también rompe la continuidad emocional que redundaría, por el propio impacto del tema que se trata, en un exceso emotivo que impediría la sublimación. La emoción por la emoción, si cuadra, no va a ningún lado y aquí, en LIBERTO, la emoción va a algún lado, porque los personajes, pegados a las actrices, son progresistas, no persisten en creencias atávicas ni religiosas, y quieren mejorar en la vida, en esta vida, no en la otra. Por eso los personajes, que interpretan Rocío y Cristina, experimentan una evolución dramática (gracias a la acción) de la angustia y la esperanza desesperadas, hacia la objetivación de la realidad y la decisión de aceptar los hechos, como camino de superación y aprendizaje.

Además de la estructura fragmentaria del texto, que nos permite no permanecer ancladas/os en la emoción, la escenificación de Tamara Canosa tampoco juega a ilustrar la tragedia de modo redundante, sino que le va a la contra, compensándola con un formato postdramático, en el que se afirma la ruptura de la cuarta pared, en la que se afirma el show (juego) más que el plot (argumento). Para eso cuenta con una baza de oro: Lucía Aldao, una maravillosa show-woman, que no interpreta personaje sino que actúa directamente, en una afirmación postdramática de la realidad escénica. Lucía toca la guitarra, canta, hace efectos sonoros en directo, interactúa con las actrices y con sus personajes. Porque las actrices, Rocío y Cris, sobre todo Cris, que juega varios roles, entran y salen, de forma natural, sin manierismos teatrales, de los personajes. Este recurso anti-ilusionista, anti-dramático, también está en esa misma línea que la fragmentación de la estructura del texto, para no alimentar el sentimentalismo ni el morbo que se le podría asociar a la historia.

En la escenificación, tanto Lucía, como Rocío, como Cris, se dirigen directamente al público, escogen a algunas espectadoras para asignarles personajes referidos de la historia: las doctoras Gayoso y no sé quién más, las enfermeras del hospital, etc. Una vez seleccionadas las espectadoras a las que se les asignan esos personajes de ficción, entonces las actrices asumen también sus propios personajes y dialogan directamente, desde el escenario, con los personajes que fueron asignados a esta o aquella espectadora. Una convención ficcional de juego muy sencilla y asumible, sin sobreactuación, sin subrayados.

Lucía Aldao está en un rol de escucha increíble respecto a sus compañeras de escena y respecto al público. Desde esa escucha parece que es ella quien va orquestando el show, como una especie de árbitra, a veces como mediadora entre la ficción y nosotras/os.

Rocío tiene la difícil tarea, no solo de entrar y salir de su personaje, que es el de la madre de Liberto, sino de llegar a los clímax emocionales de manera justa, próxima y creíble, desde el proscenio e incluso al pie de las butacas de la platea. Ella, igual que Cris, juegan desde el estar aquí y ahora, más que desde el buscar ser lo que no son. Prima el estar por encima del ser. El ser es un relato que el propio texto dibuja muy bien, de tal modo que las actrices, con una maravillosa habilidad profesional, se dedican a estar de verdad y cuando se está de verdad, quizás, puede emerger el ser. Pero al revés es difícil y se caería en los típicos personajes teatralizantes, que son todo el tiempo demostrativos, denotativos y explícitos.

Cris hace un trabajo magistral en este sentido, porque a ella le tocan diferentes personajes de la historia, desde la hermana de la madre desgraciada, hasta un guardia de seguridad, pasando por el padre de Liberto. Sería muy fácil si se dedicase a hacer personajes tipificados, pero Cris marca corporalmente algunos rasgos mínimos diferenciadores sin irse a la caracterización, sin irse al ser. Ella se afianza en la afirmación postdramática del estar en relación y, desde ahí, desde la verdad del estar, consigue que emerja la verosimilitud de un ser más evocado que interpretado, de un ser más implícito y connotado que explícito y denotado.

Es importante reflexionar, también, sobre el hecho nada gratuito de tratarse de un trabajo realizado solo por mujeres. Los personajes de quita y pon que hace Cris podrían ser hechos por un actor, pero la lectura profunda no sería la misma. El teatro, al ser un arte vivo, una experiencia en directo, tiene algo que no tiene el cine, ni la literatura, ni la pintura, tiene el afecto de vaivén, sí, afecto con A, la vibración de las energías y de las sensaciones entre el escenario y la platea. El relato no está hecho, desde el propio texto de Gemma Brió, hasta la dirección de Tamara Canosa, pasando por el juego de las actrices, desde la perspectiva ni la sensibilidad de los hombres y eso es otra de las circunstancias liberadoras que nos propone este LIBERTO. Una circunstancia liberadora, por ejemplo, en el caso del tema de la eutanasia o de la maternidad, respecto a los relatos hegemónicos de la Iglesia Católica, en la que mandan los hombres, o de la política, en la que siguen mandando también los hombres, o de la dramaturgia y el teatro, en los que seguimos, por mayoría, mandando los hombres. ¡Por favor, basta ya! Yo estoy harto de que los hombres expliquemos el mundo y dirijamos el mundo. ¡Es un puto empacho! Por eso y por muchas más razones digo que este LIBERTO es liberador, también por ser un relato hecho por mujeres.

Por lo visto, después del estreno, el 3 de marzo de 2019, en el Teatro Colón de A Coruña, el espectáculo tuvo pocos bolos. Me comentaron que, en la feria gallega de teatro, Galicia Escena Pro, no habían vendido mucho, porque a la mayoría de las programadoras y programadores les asustaba el tema y el hecho de no ser una comedia para que su público se partiese de risa. Ahora me alegro mucho de que la profesión teatral, a través de los Premios María Casares, arrope con 7 candidaturas esta propuesta.

Parece ser que, desde que LIBERTO está como candidata al mayor número de Premios María Casares, por el impacto mediático de los mismos, de un día para otro, el aforo del Auditorio Municipal de Vigo, donde las pudimos ver el 28 de febrero de 2020, pasó de estar mediado a estar lleno de público. Mi alumnado de la ESAD de Galicia miró para comprar entradas por internet el día antes de que se hicieran públicas las candidaturas de los premios y sobraban sitios, al día siguiente, una vez difundidas las candidaturas, volvieron a entrar en internet para mirar y ya casi no quedaban butacas libres. ¡Fantástico! Me alegro de que los Premios María Casares, esta vez, amadrinen una propuesta de esas inusuales.

Me alegro de que los Premios María Casares ayuden un poco a sacudirnos de encima el miedo que la profesión teatral gallega le tiene al género de la tragedia. Llevo en Galicia desde el 2005 y creo que aún no he podido tener el placer de ver una sola tragedia hecha por el teatro gallego.

Recordad que una de las características principales del arte es la libertad. Recordad que el miedo y la conveniencia crematística en sí misma (que en el teatro tampoco da para mucho) son enemigas de la libertad y, por tanto, del arte.

Velahí LIBERTO, mujeres libres que se atreven con lo más difícil y que nos hacen elevarnos de la miseria. ¡Cuánto he disfrutado viendo y llorando LIBERTO y, a juzgar por el ambiente de la sala, no fui el único!

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