Mirada de Zebra

Música, neurociencia y Meyerhold

La música es un modulador emocional potentísimo. Todos lo hemos experimentado de una forma u otra. Incluso hay algunas personas que han aprendido a utilizarla conscientemente a la hora de mantener sus emociones bajo control. Si se encuentran un tanto apenadas, saben qué tipo de música puede levantarles el ánimo. Y lo saben con la precisión con la que se dispensa un medicamento: conocen la dosis exacta de melodía que tienen que escuchar para afrontar el día con mejor brío; de la misma manera que intuyen que escuchar ciertas canciones melancólicas en estados de debilidad puede tener el efecto de un veneno mortal.

La relación entre música y emoción es pues algo que nuestro instinto advirtió hace mucho tiempo. Recientemente sin embargo los neurólogos han hecho hallazgos concretos al respecto. Han descubierto qué zonas cerebrales se activan cuando se escuchan melodías placenteras y qué otras zonas se encienden cuando la melodía es desagradable. Uno de los últimos estudios en esta órbita de conocimiento lo aportó Stefan Koelsch, un psicólogo de la música. Su equipo de investigación viajó a Camerún y comprobaron que los nativos que nunca habían escuchado la radio, eran capaces de reconocer emociones en la música contemporánea, de la misma manera que lo hacemos en Occidente. Se deduce de este estudio que no sólo hay una serie de emociones universales (como ya hemos apuntado aquí en alguna ocasión), sino que la manera en que éstas se transmiten a través de la música lo es igualmente. Ello no debe extrañarnos, pues la música capaz de emocionarnos no hace sino traducir a su lenguaje, a una combinación de tonos, ritmos y melodías, lo que sucede en las voces y los cuerpos de las personas cuando expresan una emoción. De ahí que los tonos graves y los tempos lentos tiendan a producir tristeza, y que la combinación de notas agudas y vivarachas nos ponga a bailar de alegría.

Echando la mirada atrás por este catalejo hallamos a John Cage, que fue pionero en muchos aspectos y también a la hora de experimentar con la relación entre música y emoción. Hacia finales de la década de los 40 compuso la obra «Sonatas e interludios», donde tomó como inspiración los Rasas, las emociones básicas hindú descritas en el Natyasastra, para componer piezas a partir de cada una de ellas. Con su inconfundible estilo tradujo a piano y percusión emociones como el miedo, la alegría o la ira, que pese a aparecer desde hace siglos dentro las emociones básicas humanas de la cultura hindú, sólo recientemente se ha corroborado su condición universal en el ámbito científico de Occidente. Sin ningún estudio académico que lo avalase, Cage sabía que música y emoción eran lenguajes hermanos.

Actualmente en la creación de cine y teatro está plenamente asumido que la música resulta crucial cuando se trata de tocar el lado emotivo del espectador. Tanto que incluso no habiendo música en sentido estricto, muchos creadores utilizan los sonidos con la delicadeza con la que se compone una banda sonora. En cine un ejemplo admirable es la última película de Andrea Arnold, una versión contemporánea de «Cumbres borrascosas», cuya música está hecha de vientos de montaña y de las respiraciones de los personajes. En teatro, maestro en la elaboración de atmósferas sonoras que incluyen instrumentos, palabras y objetos es el Odin Teatret. En cualquiera de sus espectáculos uno puede cerrar los ojos para simplemente escuchar, y no por ello la experiencia pierde cualidad sensorial.

Precursor de esa manera integral de entender la música en escena fue Meyerhold. Lo cual no resulta sorprendente pues antes que director de escena había sido músico, de manera que al crear sus espectáculos era capaz de fundir dos oficios en uno. En su incesante búsqueda, Meyerhold exploró todas las posibilidades a su alcance para incluir la música en escena. Lo hizo de forma convencional, de forma experimental, a veces en armonía con la acción, otras en contrapunto, situándola en primer plano, y también en segundos y terceros planos. Llegó incluso a concebir de forma musical aquello que entonces nadie creía que podía tener música. Y así comenzó a tratar la prosodia del texto como si fuera una melodía y las acciones como si fueran una danza dictada por músicas concretas. La suya no era una simple cuestión estética, una mera búsqueda de un estilo antinaturalista, era una apuesta radical por introducir la música como un elemento sustancial de la puesta en escena. Visto desde la distancia podríamos decir que integrando la música en el teatro no buscaba un teatro musical, sino un teatro capaz de emocionar de una manera particular. En su momento sus propuestas resultaron revolucionarias. Los nuevos avances en neurociencia no parecen quitarle trascendencia.

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