Críticas de espectáculos

Nada que perder/ Cuarta Pared

Recapitulación de fechorías

 

No en vano la sala de la Cuarta Pared se encuentra en la calle de Ercilla, en pleno barrio de Embajadores, atisbando, como si se tratase de un gigantesco periscopio, todo lo que sucede en la ciudad. Desde su Trilogía de la juventud, su compañía, siempre dirigida por Javier García Yagüe, mantiene el ojo abierto sobre la metrópoli que la rodea registrando el ritmo entrecortado de su respiración e inventariando sus frecuentes espasmos, observaciones éstas que lleva a la escena periódicamente con la precisión y el rigor de un tratado de sociología que, además, suele rezumar buen humor. Habrá que recordar que una de sus últimas prospecciones en la realidad fue Rebeldías posibles, estrenada en el 2007 y repuesta en el 2010 como si su reestreno barruntase lo que habría de suceder en las calles y plazas del país varios meses después, el 15-M. Ahora vuelve tras cinco años de crisis que, si bien han terminado por reducir su elenco, no lo han hecho con su efectividad aunque sí hayan mermado sus recursos cómicos en aras al mayor dramatismo que demandan los tiempos. Serán pues tan sólo tres intérpretes – Marina Herranz, Javier Pérez-Acebrón y Pedro Ángel Roca – quienes se encarguen de encarnar a los diecisiete personajes que aparecen en Nada que perder, título de esta nueva obra cuya dramaturgia han pergeñado los hermanos Quique y Yeray Bazo, Juanma Romero y el propio Javier Yagüe, quien ha simultaneado la autoría con su habitual trabajo como director.

Estructurada en ocho escenas y un epílogo, cada una de ellas viene interpretada por dos de los actores que se van turnando, asumiendo el tercero el rol de comentarista de la acción, una especie de apunte o Pepito Grillo al que los personajes no ven pero que se dirige a sus conciencias insinuándoles – por lo general, con poco éxito – lo que deberían de hacer. La trama se presenta fragmentada y nos lleva en volandas desde una huelga de basuras con sus incendios provocados al sacrificio de Baba, un jaguar o pantera onca sudamericana, tras haber dado muerte a un concejal en un zoo a punto de cerrar. Como ocurre en las narraciones policiacas o en los filmes de serie B, la conexión causal entre las escenas no es ni consecutiva ni lineal sino que se produce en su entramado interno y en ciertos momentos de su desarrollo que permiten ligar determinados temas, circunstancias o personajes con sus equivalentes en otros cuadros hasta ir estableciendo una relación lógica entre ellos. Así, en apariencia, la segunda escena poco tiene que ver con la primera en la que un padre discute acaloradamente con su hijo en la comisaría por el incendio que el colega de éste provocó. Ahora bien, aquel fuego terminó afectando a una estancia municipal en donde se guardaban contratos importantes que, de no haberse quemado en dicho incendio, habrían podido demostrar a las claras lo irregular de su adjudicación, asunto del que trata en la segunda escena uno de los ayudantes del juez con la encargada de su firma, quien no pudo hacer nada por ponerlos a salvo por pasar aquellos días en Punta Cana instigada, por cierto, por su concejal. Lo que a su vez nos lleva a la tercera escena en la que un padre y una hija revisan sus fotos en la playa y hablan de interponer una denuncia contra su propia madre por parte de ella y la que fuera su mujer por parte de él… De este modo, por tanto, se van articulando las escenas a partir de las claves insertas en ellas hasta ir edificando una historia que tenga trazas de ser coherente. Un método que requiere un gran esfuerzo de coordinación y mucha habilidad por parte de los diferentes autores pero que se muestra agradecido en cuanto mantiene siempre alerta al espectador, permanentemente ocupado en seguir la peripecia al detalle por no perder el hilo de la acción.

Será la escena más cómica del drama, la que mantienen el dueño y su empleado en una agencia de cobros a morosos del estilo del «cobrador del frac» (sólo que adaptada esta vez a la indumentaria cervantina), la que provocará la tragedia. Un pobre hombre que no tiene «nada que perder», un desahucio y Baba, la antedicha pantera, precipitarán el final. Resaltar, eso sí, al menos desde mi punto de vista, el penúltimo cuadro en el que aparece por fin el concejal comiéndose un cocido con chorizo en casa de su madre. Él, que busca allí un momento de paz, se encuentra inmerso en un avispero cuando su progenitora, mujer castiza y de armas tomar, le pide que coloque en el ayuntamiento a toda una legión de primos, vecinos y allegados. ¡Qué menos podría hacer por ella si siempre le está dando la razón y le tiene por la niña de sus ojos! Una gran lección de interpretación a cargo de Marina Herranz y Pedro Ángel Roca que nos retrotraen a ese sainete costumbrista que fue el de Arniches y los Machado e incluso el del realismo de Galdós. En cuanto a Javier Pérez-Acebrón, tiene su momento de gloria en el epílogo en donde se transforma en un viejo profesor de instituto que se dirige al público como si fuese su alumnado y le arenga con una exasperada soflama que viene a resumir todas las tropelías: enriquecimiento ilícito, corrupción a todos los niveles que ha desmoralizado al país, procesos judiciales que se retrasan indefinidamente hasta que los delitos prescriben, amnistías fiscales, reforma laboral, desahucios promovidos por los bancos y ejecutados por la justicia con ayuda de las fuerzas del orden, paro, precariedad, pobreza energética y de la otra, de la de no comer, privatización del bien público, desmantelamiento de una sanidad que fue de las mejores del mundo, desigualdad, falta de solidaridad… En estas condiciones, nos dice el pedagogo, ¿para qué estudiar si como indica El rugido que no cesa, el blog complementario de la función, en los años de crisis se han perdido 30.000 profesores y se han recortado más de 7.000 millones de euros en enseñanza? ¿Todo para volver a aprender religión y suprimir la educación para la ciudadanía por no hablar del griego, del latín y la filosofía?

Cuando, casi agotado, termina Pérez-Acebrón su proclama, la sala se levanta como movida por un resorte y estalla una clamorosa ovación. Luego no son los miembros del público de los que «han tirado la toalla, miran para otro lado o cierran los ojos» sino, muy al contrario, son de los que «se preguntan cosas, quieren saber y las preguntan una y otra vez». Sólo que, como dice el propio Javier Yagüe, la obra no pretende dar soluciones. ¿No ocurrirá entonces – nos podríamos cuestionar – que, enfrentado al muro de las lamentaciones pero sin poderlas enmendar, no caerá el respetable en la rabia, la impotencia y la frustración? Pero en ello consiste el esplendor y la miseria del teatro. Como ningún otro espectáculo, es capaz de movilizar a las masas, como aquí lo hace el viejo profesor cuando desgrana su rosario de iniquidades ante la audiencia. Y sin embargo, exceptuando lo que ocurre en El Público y Comedia sin título, las obras «irrepresentables» de Lorca siempre por delante de la vanguardia más extrema, es de temer que la revolución sobre las tablas nunca tenga lugar. Pero como apostilla Nicolas Kent, quien dirigió el Tricycle de Londres: «Sí, puede que sea cierto, pero el teatro cambia la mentalidad de la gente». Y no sólo estamos a menos de un mes de las próximas elecciones sino que no tenemos «nada que perder».

David Ladra

Diciembre 2015

Título: Nada que perder – Dramaturgia: QY Bazo, Juanma Romero y Javier G. Yagüe – Intérpretes: Marisa Herranz, Javier Pérez-Acebrón, Pedro Ángel Roca – Escenografía: Silvia de Marta – Iluminación: Alfonso Ramos – Edición musical: Carlos Bercial – Fotografía: Daniel Martínez López – Utilería y vestuario: Cuarta Pared – Realización de escenografía: Richard Vázquez – Comunicación: Cuarta Pared – Contenidos audiovisuales y de redacción: Nuevenovenos – Producción y distribución: Cuarta Pared – Ayudante de dirección: Elvira Sorolla – Dirección: Javier G. Yagüe – Sala Cuarta Pared

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