Críticas de espectáculos

Nuestra clase/Tadeusz Slobodzianek

Teatro polaco y memoria histórica

 

Llevamos unos meses recibiendo excelentes noticias del teatro polaco. Primero fue, en enero y febrero del pasado año y en el Teatro Pradillo, el XV Ciclo Autor de Vicente León que se centró, con la ayuda del Instituto Polaco de Cultura, en las nuevas dramaturgias surgidas en sus escenarios tras la caída del comunismo y el ingreso de Polonia en la órbita económica europea neoliberal. Junto con una magnífica puesta en escena, El juego del señor Cogito, de la compañía Chorea – cuyos miembros más veteranos colaboraron con Jerzy Grotowski – tuvimos ocasión de atender a dos conferencias de interés para llegar a entender el teatro y la dramaturgia polaca de hoy en día. La primera, dictada por Maciej Nowak, Director del Instituto de Teatro de Polonia, tuvo la virtud de introducirnos en la realidad actual de un teatro, mayoritariamente público, que mueve más de mil quinientos estrenos anuales en las seiscientas salas del país. En cuanto a la segunda, protagonizada por el crítico Roman Pawlowski, entró en un tema que debería ser habitual en nuestros escenarios y desgraciadamente no lo es: el tratamiento que hoy dan sus dramaturgos a la memoria histórica reciente de la nación y su impacto sobre la realidad cultural, política y social de nuestros días. Así, apoyándose en vídeos de las representaciones, Pawlowski nos habló, entre otras, de obras como Transfer! de Jan Klata, Entre nosotros, todo va bien de Dorota Marlowska o Nuestra clase de Tadeusz Slobodzianek, en las que toda una serie de acontecimientos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial se hacen irremediablemente presentes en la cotidianeidad polaca actual.

Aunque aquí no se ha representado Transfer! – un espectáculo sobre las deportaciones masivas de poblaciones alemanas y polacas tras la conferencia de Yalta que, interpretado por los supervivientes de aquel éxodo, fue escrito y dirigido por Klata en 2006 – sí hemos tenido ocasión de ver al que fuera niño prodigio del teatro polaco en su faceta de director de escena en El caso Dantón de Stanislawa Pryzbyszewska que, dentro del programa cultural de la presidencia polaca de la UE, se representó en octubre del año pasado en el Matadero. Un montaje que, por su complejidad, brillantez y soberbia interpretación, dejó al respetable boquiabierto. También en Otoño de 2011 y dentro del ciclo «Una mirada al mundo» del CDN, pudimos ver Entre nosotros, todo va bien, una pieza de la jovencísima autora Dorota Marlowska que, puesta en escena por Grzegorz Jarcyna, otro de los grandes directores polacos del momento, parte de la vida más bien modesta de tres mujeres – abuela, madre e hija – que viven encerradas cada una en su mundo en la Varsovia de hoy en día para terminar retrocediendo hasta el alzamiento de la ciudad contra los nazis al final de la Segunda Guerra Mundial (insurrección que se saldó con 250.000 civiles muertos y el 85 % de los edificios de la ciudad destruidos). La obra nos presenta la realidad de una Polonia dividida social, económica y políticamente y cómo las raíces de esta división se pueden encontrar en el pasado. Y ahora, ha sido la directora Carme Portaceli quien acaba de poner en escena la tercera de las obras citadas más arriba, Nuestra clase, en el Teatro Fernán Gómez de Madrid.

El texto de Tadeusz Slobodzianek, espléndidamente traducido al castellano por Maila Lema, trata del «pogrom» en el que, el 10 de julio de 1941, prácticamente toda la población judía de la localidad polaca de Jedwabne fue quemada viva en un pajar. Dado que, por entonces, las tropas alemanas ocupaban el pueblo, la responsabilidad del bárbaro suceso recayó durante décadas en ellas de tal modo que, tras levantarse un modesto monolito, las cosas volvieron a encajar en su lugar: una atrocidad más de la locura nazi. Sin embargo, en mayo de 2000, el historiador americano de origen polaco Jan Tomasz Gross resumió en un libro, Vecinos, el resultado de sus investigaciones según las cuales no habían sido los ocupantes alemanes quienes habían dado muerte de forma tan salvaje a los judíos sino sus propios convecinos gentiles, católicos romanos en su mayor parte. Fue a partir de este libro y de la conmoción que produjo en Polonia como Slobodzianek (1955), un reputado dramaturgo y pedagogo polaco, escribió Nuestra clase (Nasza klasa) en 2007. Por razones obvias, la obra, en versión inglesa de Ryan Craig y dirigida por Bijan Sheibani, la estrenó el National en Londres en su sala del Cottesloe Theatre a finales de 2009, obteniendo un éxito clamoroso de inmediato. Ello, junto a la concesión del Nike, el principal premio literario polaco, otorgado por vez primera a un drama, y a su elección como una de las mejores obras de 2009 y 2010 por la Convención Europea de Teatros (ETC), propició al fin su estreno, dirigida por Ondrej Spisak, uno de los directores habituales del autor, en el Teatr Na Woli de Varsovia el 16 de octubre de 2010. En cuanto a la versión catalana, traducida por Joan Sellent, se estrenó en julio de 2011 en el Teatre Lliure de Gràcia durante el Festival Grec del pasado año.

La obra se abre en los años veinte del pasado siglo en la modesta clase de una escuela rural y va siguiendo la existencia de los diez protagonistas – cinco gentiles y cinco judíos – hasta prácticamente la época actual. Aunque muchos de ellos morirán en el curso de los acontecimientos, no por ello van a dejar la escena sino que, como en La clase muerta de Tadeusz Kantor, permanecerán en ella todo el tiempo, mezclándose así vivos y muertos en una especie de paisaje espectral en el que las víctimas seguirán conviviendo con sus ejecutores hasta la consumación final. En la primera escena de las catorce que comprende la obra, vemos a todos los personajes de chavales en clase hablando cada uno de sí mismo y de lo que quisiera ser en el futuro: «Me llamo Abraham, mi padre era zapatero, yo quiero ser zapatero como mi padre» / «Mi padre es campesino, yo quiero ser bombero» / «Yo soy Raquel, mi padre es molinero, yo quiero ser médico como mi tío» / «Mi padre es vendedor, quiero ser maestro» / «Mi madre es sirvienta, quiero ser costurera…» Buena muestra de la sabiduría dramática de Slobodzianek el iniciar su obra con esta escena de camaradería infantil que pronto se verá interrumpida por el paso inclemente de la Historia. Y es que, con la contienda, irán cambiando los símbolos encima de la puerta de la escuela: de la cruz se pasará a la hoz y el martillo, luego a la esvástica, otra vez a la hoz y el martillo y al final, tras la caída del muro, volverá a lucir la cruz de nuevo. Con el desfile de los sucesivos ejércitos invasores, soviéticos y nazis, por la región, la grieta casi imperceptible, pero indeleble, que separaba a los niños desde su nacimiento, la de sus diferencias étnicas y religiosas, se va agrandando hasta hacerse insalvable. Algunos se opondrán a los ocupantes y otros colaborarán con ellos, tejiéndose así una madeja de odio entre comunidades que, tras una primera racha de insultos, vejaciones, torturas, violaciones y asesinatos selectivos, terminará en la masacre del pajar con la que concluye la primera mitad de la obra.

En la segunda, que transcurre durante la guerra fría y después de la caída del comunismo, la violencia, aunque más apagada, seguirá su curso: venganzas, delaciones, investigaciones judiciales, procesos fallidos y bochornosos compromisos con la realidad se irán sucediendo hasta el estallido de la verdad y su reconocimiento público. Y confinada en el ojo de este huracán, se encuentra toda una galería de personajes espléndidamente caracterizados por el autor, desde el rabí Abraham que salió del pueblo de pequeño y se instaló después en Nueva York, que va hilando el relato desde la barrera, al intrigante Zygmunt que, tras haber traicionado a sus amigos y colaborado con ambos ocupantes, será elegido máxima autoridad del pueblo una vez recobrada la «normalidad». O el del dubitativo Rysiek quien, tras haber participado en los desmanes contra sus vecinos judíos, inicia una carrera religiosa que le llevará a apacentar a los católicos que quedan en Jedwabne. Sin olvidar el de la conversa a la fuerza Rachelka / Mariana que encuentra al fin la paz en nuestros tiempos al morir su marido, un hombre al que no amaba pero que le salvó la vida, en una residencia de ancianos donde tiene a su disposición más de cincuenta canales de televisión que le permiten contemplar cómo viven los animales en libertad.

Tadeusz Slobodzianek maneja los hilos de su obra con maestría. Adaptándose al símil escolar, a sus catorce escenas las llama «lecciones», denominación ésta que nos lleva a pensar en las piezas didácticas de Brecht. Y es que el autor polaco combina a la perfección la carga humana y sentimental que conllevan sus personajes con la reflexión que debe hacer el espectador sobre lo que está ocurriendo en escena. Su pieza se presenta como un frío e irónico relato de los acontecimientos, incluso cuando incluye en ella toda una serie de canciones y poemas infantiles que, más que enternecernos, nos enfrentan a un mundo que da pavor. Aunque en ciertos momentos Carme Portaceli se deje llevar por ese tinte tendente al melodrama que parece el marchamo del teatro de nuestro país, su montaje se mantiene contenido en su conjunto, en una línea coincidente con el que, seguramente, deseaba el autor. Y en donde su trabajo es verdaderamente sobresaliente es en la dirección del movimiento, los gestos y la interpretación de sus actores que nos cuentan la historia con convicción y agilidad. La verdad es que están todos estupendos, aunque tal vez convenga destacar a Jordi Brunet en el papel de Abraham o a Gabriela Flores en el de Rachenka.

Ya sé que con este reconocimiento a los artistas debería terminar esta crónica, pero me gustaría recalcar, antes de hacerlo, el valor y la importancia cívica de este teatro de la memoria histórica. Y es que el fin último de la obra de Slobodzianek no es sólo poner a sus compatriotas ante los hechos que desveló el libro de Jan Gross, lo que ya de por sí es esencial para baldear la plaza mayor de la ciudad, sino animarles a profundizar en ellos y sacar las debidas consecuencias para que, ahora que sigue dividida, la ciudadanía no cometa los mismos errores y conviva en paz. Por ello, la obra no se limita a esa su primera mitad en la que se relatan los acontecimientos sino que, en la segunda, va siguiendo pormenorizadamente lo que les queda de vida a los supervivientes hasta saber qué pasó con ellos, cómo pagaron su cuenta con la justicia universal (si es que la hay) o fueron devorados por la culpa y el remordimiento. Es el caso de Menahem quien, tras permanecer escondido por una amante, Zocha, mientras quemaban a su mujer y a su hijo, entra en el Servicio Secreto de la República Popular de Polonia y delata y tortura a sus antiguos vecinos con objeto de montar un proceso que restablezca la verdad de lo ocurrido, proceso que al final es anulado por la evidente contaminación de las pruebas. Alistado en el Ejército de Israel y tras perder a un nuevo hijo en un atentado suicida, Menahen se pegará un tiro en el desierto. Otros, muy al contrario, como ya se ha comentado del padre Rysiek o del alcalde Zygmunt, seguirán viviendo su vida como si nada hubiese ocurrido y llegarán a ser protagonistas de los actos de desagravio que, tras la investigación llevada a cabo, al llegar la democracia, por el Instituto Polaco de la Memoria Histórica, presidirá el presidente Aleksander Kwasniewski el 10 de julio de 2001.

Todo ello viene a colación en cuanto, ante cualquier tipo de genocidio, la opinión pública se suele refugiar, al cabo de los años, en dos coartadas justificativas. Por un lado, que son los desastres de una guerra impulsada por otros y que nos es ajena los que nos llevan a cometer estos desmanes. Y por otro, que, una vez perpetradas, dichas barbaridades se agregan, solidarias, en una especie de «culpa colectiva» que, proporcionalmente repartida, concierne sólo un poco a la ciudadanía. En definitiva, que «son cosas que pasan» como se justificó Donald Rumsfeld al enterarse de los crímenes y saqueos que se estaban sucediendo en la bombardeada Bagdad. Una componenda que Tadeusz Slovobzianek se niega de plano a asumir en su obra. Sus personajes, víctimas o verdugos, tienen nombres y apellidos y son ellos quienes, personalmente, tienen que asumir o su dolor o sus responsabilidades o incluso ambas, como es el caso de Menahem. O dicho de otro modo, hay que depurar tanto las culpas como los sufrimientos de la comunidad nominalmente. Porque, por mucho furor y mucha furia que conlleven los acontecimientos en cuestión, la participación en los hechos juzgados fue siempre voluntaria y personal. A la vista de lo que estaba ocurriendo en Alemania, es cierto que los judíos vieron con alivio la entrada del Ejército Rojo en Polonia, tanto como que el resto de los polacos aprovecharon la invasión alemana para intentar aniquilarlos. Esa realidad histórica, junto con la grandeza de quienes les protegieron y la miseria de quienes les denunciaron, es lo que cuenta a sus compatriotas Slovobzianek en Nuestra clase. Y al contarlo él y escucharlo, aún con las esperadas controversias, sus conciudadanos polacos, la nación va asimilando lecciones aprendidas y desbrozando su futuro de esta suerte.

¡Cómo nos gustaría a nosotros que, con tanta claridad y de igual modo, nos hablase nuestra escena de los sucesos de la plaza de toros de Badajoz, o de lo que ocurrió en la carretera que lleva de Málaga a Almería aquel día de febrero del 37, o de la pesadilla que vivió Federico antes de caer muerto fusilado! Claro que, para eso, tendremos que esperar a que acabe la guerra.

David Ladra

Mayo 2012

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