Críticas de espectáculos

Odio a los putos Mexicanos/Cía. TUV

Un ejercicio básico de creación literaria implica escribir, escribir y escribir para que, llegado el momento, surja una buena frase o una idea interesante; una cuestión de práctica que con el paso del tiempo y la experiencia da la noción y el criterio para saber qué es lo esencial de un texto y qué sale sobrando. En el camino, por supuesto, se da lugar a divertimentos verbales caracterizados por juegos de palabras, freses ingeniosas, experimentación en la estructura narrativa basada en sinapsis, hipérboles, sinécdoques y demás figuras y recursos literarios (en el más amplio sentido de la palabra y los géneros) disponibles para quien va dominando el oficio (sí, el oficio, a pesar de aquellos para quienes tal palabra no sea lo suficientemente elevada para describir lo que hacen), de tal manera que se llega un momento de madurez en qué se sabe por sí mismo, y por los demás implicados en tal proceso (lectores comunes y lectores especializados), qué es una buena producción y qué no lo es.
El problema surge cuando se pierde esa óptica y, ya sea por soberbia, por estupidez (que es al fin y al cabo una manera de soberbia pero más aguda por petulante y de mal gusto), por cretinismo intelectual o por pura y pueril vanagloria, y se cree que todo cuanto se escribe posee la calidad suficiente para ser publicado, o en este caso específico, para ser llevado a los escenarios bajo el argumento y la pretensión de la innovación estructural-narrativa, la polémica escénica, la provocación en el otro a través de la temática, o el lenguaje como vehículo principal de la acción dramática. Pretensiones del montaje, además de otras de índole puramente escénicas, Odio a los putos mexicanos, de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, con la Compañía de Teatro de la Universidad Veracruzana bajo la dirección de Alba Domínguez y Miriam Cházaro, de Xalapa, Veracruz.
Así pues, ¿cómo esperar un buen montaje cuando, de principio, el texto mismo carece de la rigidez suficiente en cuanto a criterios de calidad y estructura, y ya ni hablar de autocrítica? Por ejemplo, no queda claro adónde se quiere llegar con la reiteración de una misma frase: ¿se pretende mostrar una obsesión de los personajes, una deconstrucción del lenguaje basada en la repetición, muy a la manera de Huidobro en su Altazor, de Goitisolo en su Venganza del Conde don Julián, de Onetti en su Astillero, de Arlt en sus Siete locos, de Leñero en A fuerza de palabras…, o se trata de regodearse en el lenguaje para que, llegado el momento, surja algo interesante? ¿Cómo entender un texto en que el no pasa nada, dramáticamente hablando, sino hasta después de chutarse media hora (aunque quizás en tiempo real hayan sido cinco minutos, quién sabe) de darle vueltas al mismo asunto, de buscar una supuesta sordidez en el uso de la palabra puto (si hasta para decir puto hay que encontrar su razón de ser y su chiste) cuando más bien se usa como muletilla (como el güey, tan en boga en estos tiempos) a diestra y siniestra?
Y no es que se tome demasiado en serio la trama (¿cómo hacerlo cuando no resulta interesante, además de débil?) de retratar o caricaturizar a los gringos cazamigrantes como seres limítrofes, xenofóbicos, patanes, casi rayanos en la idiotez y el “pendejismo”; o que uno se sienta ofendido por escuchar decir “Odio a los putos mexicanos” a la menor provocación (cada quien se ofende con lo que quiere, y claro, quizás haya quien sea susceptible todavía a las mentadas de madre o a la palabra puto); o por tener que chutarse un vil panfleto político intelectualoide (¿o un texto intelectualoide con pretensiones políticas? por pura disciplina como espectador, aunque una buena parte del público se vaya a media función (¡qué envidia, caray!) y la restante permanezca en silencio ante lo que podía resultar gracioso en un principio pero dejó de serlo después de escuchar por media hora lo mismo.
No, no se trata de eso, porque si bien las carencias del texto contribuyen en buen parte para esto último, la puesta en escena también tuvo su aporte, sobre todo en el sentido de que no se entiende del todo hacia dónde se quiere llegar con un híbrido entre comedia musical y narrativa escénica. ¿Es la búsqueda de un lenguaje propio (aunque se remita irremediablemente a los parámetros “broadwerianos”) a través de la experimentación espacial? ¿De dónde la idea de que un musical es la mejor opción para un espectáculo que, dicho sea de paso, se contrapone en cierto sentido al texto? Porque irremediablemente el punto de vista expuesto por el maestro Ricard Salvat i Ferré, en una de las conferencias de prensa, en el sentido de que toda identidad teatral “implica la ruptura de la visión colonial” (sobre todo de los cánones dictados por Broadway, Londres, París) no dejaba de rondar la cabeza.
Y es que un planteamiento escénico en el que la acción reside en una entrada “espectacular”, muy al estilo de la comedia musical, con toques de Stomp (y hasta espacio para la respectiva fotografía), en la que los personajes se pasan más de la mitad de la obra colocando focos en numerosas bases (preparando el número final, una escena bien lograda, hay que decirlo, al representar muros de fuego con las bases encadenadas como si se tratara de un “show” de feria, que junto a otra escena parodiando a cualquier secta religiosa y hacer de cinco personajes uno colectivo, es lo único rescatable), o posando para la foto, deja muchas dudas respecto al rumbo que tomará una de las compañías con más tradición, como lo es la de la Universidad Veracruzana, en torno al teatro que quiere hacer. Y no es que todos sus montajes tengan que gustar a todos (¿dónde quedaría el encanto o la oportunidad para la controversia?), se limiten a seguir ciertos parámetros, o que sea una cuestión de darse golpes de pecho antes propuestas innovadoras (¿hasta dónde la comedia musical es innovadora?) por no respetar la tradición o la trayectoria de una institución (las reglas están para cambiarse, caray), aunque eso sí, con “una preparación de una verdadera compañía profesional” (¿no es algo tácito para una compañía de tales magnitudes?).
No, no se trata de eso, sino de cuestionarse por qué se eligen ciertos textos que no tiene la calidad suficiente para ser llevados a escena (¿los pertenecientes al Sistema Nacional de Creadores de arte son infalibles y por eso no se es permitirlo cuestionarlos?) o de hacer teatro, no para el público, sino para la propia comunidad teatral (la misma que se repite en una y otra Muestra) en un acto de autocomplacencia, rayana en la estulticia y la vanagloria; una puesta en escena para que los cuates del medio y la prensa especializada la elogien de dientes para afuera, o para crear una ficticia polémica por tener un título “fuerte”, o para despertar la “confrontación” entre diversos sectores al abordar un tema tan serio de una manera chocarrera…
En fin, lástima por la Compañía de Teatro de la Universidad Veracruzana porque su trabajo anterior, La visita de la vieja dama, es una propuesta muy elogiable, y Odio a los putos mexicanos se perfila para ser la peor de la XXVIII Muestra Nacional de Teatro (por desgracia ya no hubo tiempo para ver si había otra que le arrebatara el galardón), y sobre todo porque ciertas declaraciones de Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio, hechas en una entrevista posterior a la presentación de la obra Un gambusino zacatecano (“Queda claro que para estar en la Muestra, o hay que ser zacatecano o escribir buenas obras”), están muy lejos de la realidad.

*Crítica del Suplemento Sábado, diario unomásuno.
Ciudad de México.
24 de Noviembre de 2007

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