Zona de mutación

Palpación teatral

El teatro es cultura minorizada. Al lado de la gran cultura, en su status provincial, no sólo tematiza con una variedad y diversidad sorprendentes, sino que la extensión del espíritu productivo se extiende intersticialmente, a espacios otrora impensados. La evolución de los medios, de las tecnologías telemáticas, impide a los artistas periféricos a exculparse de carencias de información de lo que ocurre en otros lares. Este dinamismo fáctico que nace y crece en las comunidades, concede motivaciones y argumentos al funcionariado cultural, para no sólo incluir dicha energía a sus programas, sino para pensarlo como herramienta de construcción de una socialidad humanizada y participativa inestimable. El teatro en sus mixturas, sus mestizajes, sus impurezas, aquilata una petulancia expresiva que magnetiza a las comunidades. Los despliegues creativos se concitan como certificación de una riqueza social irrenunciable. A veces la chispa que enciende la pradera la desata un grupo teatral de paso. El cruce del que pasa tomando lo que necesita, como del que queda, porque es su lugar de residencia, que ve la punta de ovillo para un desarrollo cultural-perceptivo, azuzado por la irrigación comunicacional extendida, coadyuva a poner la vara para el salto en alto, cada a mayor altura. De este crossover de artistas nómades y habitantes ávidos a sembrar en sus campiñas, va tejiéndose una red que cada vez trasmite con mayor proverbialidad la brisa que naciendo en Córdoba, se hace una tormenta en Lima. El teatro tiende a ser un sistema, cuyas estrategias particulares, gozan de una vivacidad que otros eventos de la cultura no tienen. El teatro sigue siendo, de manera irremplazable, la avanzada de políticas culturales que pretenden llegar a puntos donde a veces ni la policía, ni las ambulancias llegan. Siempre es asequible dar con un meandro social adonde un grupo de títeres ha dejado su impronta. Una luz prendida en el páramo, siempre es una referencia última para algún desesperado. Una puertita cultural que se abre en los desiertos. Siempre hay alguien que la encuentra y la franquea. El teatro lleva en sus genes la energía social que lo leuda y lo organiza. La ruptura perceptiva que provoca un simple ejercicio de corporalidad, la desconocen los programadores y los burócratas. De ese imponderable sensible surgen pensamientos que no se anclan al statu quo. Un simple movimiento da la sensación, por la cual se sabe que a un paso sigue otro, y otro, sin los cuales no se podría caminar. Y esta matemática exponencial está ligada a la conquista de cada vez mayores experiencias sensibles, intelectuales, espirituales, si cabe. Es una pulsión que queda fuera de los marcos de la previsibilidad ministerial. Pero es energía social pura digna de los mayores auspicios. El teatro estalla en miles de materialidades posibles. Nadie puede seguir, desde ningún marco teórico totalizante-imperializante, reclamando el mango de sartén. La diversalidad que rompe la universalidad hegemónica, está a las puertas. Los pueblos latinoamericanos han vivido experiencias políticas que han roto en añicos sus viejas subalternidades internalizadas a base de conquista, colonización y explotación. Hay nuevos pisos, y nuevos panoramas. Nuevas perspectivas, nuevas paralajes. Las periferias, se empecinan en ser centros, y en romper los dictámenes de los organismos. Una nueva conciencia, un nuevo sentir, que restaña las heridas de los viejos crímenes, se adueñan de la escena. Sentir los propios cuerpos, rebana los mecanismos de poder empecinados en crear débiles de espíritu. El teatro es la acupuntura que trabaja en la política cultural, directamente sobre la piel. La palpación teatral, deviene revolucionaria.

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