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Primitivismo predramático. Ensalle Teatro Después de Camarina

Igual que algunos directores de escena, como Richard Schechner, Peter Brook o Eugenio Barba, de maneras muy diferentes, se interesaron por la dimensión antropológica, física, ritual y energética del teatro, buscando en las raíces y en lo arcaico. También en el campo de las artes plásticas, estudiosos de la iconología como Aby Warburg, indagaron en la herencia ancestral del arte.

De Warburg extraemos su teoría sobre las imágenes que, más allá de épocas y estilos, pueden ser clasificadas por un conglomerado de fuerzas expresivas, en base a justificaciones psicológicas y biológicas.

Warburg viajo a México en 1895 donde asistió a un rito Oraibi, danzas de la serpiente, para dominar el rayo y las lluvias de las tormentas.

Un viaje diferente, que hace eco DESPUÉS DE CAMARINA, es el de Ensalle Teatro de Vigo.

Estamos ante una composición de aliento casi ancestral y predramático (previo al orden apolíneo de la acción, para someterla a la jerarquía narrativa de los relatos e historias que nos cuentan). Estamos ante una dramaturgia predramática de pulsiones dionisíacas y conexiones telúricas.

Las actrices y el actor de la tríada que, junto a Pedro Fresneda, realizan DESPUÉS DE CAMARINA, estrenada el 1 y el 2 de octubre de 2016 en el Teatro Ensalle de Vigo, parecen buscar la toma de tierra que nos afiance ante la inminencia del rayo.

La toma de tierra que nos ayude ante el rayo de las ideas y las pasiones, el rayo del desánimo, el rayo de la precariedad, el rayo que nos expulsa…

Imitar el estilo de los primitivos para restituir una suerte de estado natural.

La troupe, la tribu, de Ensalle Teatro, parece harta del contexto generado por el neoliberalismo y el consumismo de masas, por lo que vuelven su mirada a evocaciones de una vida primitiva, más pegada a la tierra y a la naturaleza. Evocación, incluso, de una vida salvaje en la que, supuestamente, se proyecta una manera de habitar el mundo poéticamente.

El habitar habitual, de las prisas y las contingencias del día a día de nuestras ciudades, con las pautas horarias laborales sometiendo a los biorritmos y a las necesidades de la luz y la oscuridad. Da igual el sueño, hay que levantarse, correr, coger el coche o el bus o el metro… intentar llegar a tiempo. Llegar a tiempo al trabajo, a la reunión, a la cita… ¿Llegar a tiempo? ¿A dónde?

El tránsito de ese habitar urbano a un habitar poético y casi pictórico se realiza mediante una transición demorada, sin apresuramientos, sin ilusionismos ni trucos. Raquel Hernández, María Costas y Artus Rei permanecen sentados y quietos a una mesa en el ambigú de la sala. En la mesa hay raíces arrancadas, un esqueleto de un arbolito en un terruño. Pedro Fresneda se acerca y revuelca un cubo de tierra sobre cada uno de los sedentes. En Pedro no hay parsimonia ni impostura, no hay más personaje que la persona. La escena adquiere el estilo de un bodegón o de una naturaleza muerta. Pedro se retira, cierra las puertas del teatro, sale, entra, apaga la luz general y la temperatura de una iluminación teatral se cierne sobre la escena dándole el tono necesario para sacarnos, definitivamente, de nuestro habitar cotidiano.

El movimiento va apareciendo muy lentamente, casi como si naciese de la tierra que está encima y debajo de las actrices y del actor. Un movimiento muy contenido, que también está manifiesto en las miradas. Lo mínimo se asoma volcánicamente a los ojos, a una leve torsión del tronco en el cuerpo sedente, a la elevación de los hombros y a la contracción de los músculos…

La topografía del cuadro se va resquebrajando por ese movimiento que brota en los cuerpos, en las miradas y en las bocas. La palabra es surreal, la imagen también. Raquel confiesa, interrogante, que sabe volar, pero que disimula para que no la tomen por loca. La expresión se convulsiona en espasmos voladores. Hay algo que nos impresiona, pero no podemos definirlo, igual que no podemos reír ni llorar ante ese cuadro.

Cuanta más tierra más cielo.

De ahí a la danza sin darnos cuenta. Quizás porque la danza ya estaba sentada a la mesa, bajo la tierra. En Raquel se activa una danza de oposiciones, entre el tronco, la cadera, las piernas, los brazos. Una danza que se escurre y se escapa de estilos y, por tanto, de épocas y de lugares. Artus traza un círculo de tierra alrededor de la mesa y encuentra un rincón en el que convertirse en reptil o serpiente, desnudo, con su cuerpo delgado y fibroso, retorciéndose en la tierra, cubriéndose de tierra, colocando esqueletos de árboles encima.

María sostiene el punto medio, como un puente entre el más allá de una acción anti referencial y el más acá de la espectadora y el espectador.

El espacio sonoro inserta reminiscencias operísticas como lamentos, el ladrido de un perro, los sonidos de la noche… La música concreta para un espectáculo de teatro concreto hecho de dos actrices, un actor, objetos, luces, sombras, oscuridades, silencios, un coro de monólogos, huecos, alaridos y frenesí.

Artus, ya en el escenario, vuelve a recuperar un rincón y a erguir unas cañas para construir una cabaña que no abriga, después de agitarse turbulentamente con una música hip-hopera turca, mientras María temblaba sujetando una silla y Raquel salía fuera de la sala para gritar si hay alguien ahí.

Materiales recuperados de los Canchales que Ensalle realizó en diálogo con El canto de la cabra y Cambaleo, durante la pasada temporada teatral.

Unos canchales que ha sedimentado después del viaje y la gira de Ensalle por México durante el verano.

DESPUÉS DE CAMARINA, su última propuesta, recoge los frutos de los Canchales y del viaje mexicano, en una suerte de ahondamiento casi zahorí.

La escultura lenta del tiempo, en una acción muy contenida, estalla en un cuadro climático final de carácter casi procesional. Artús acarrea las enormes cañas de su cabaña, recogiéndolas cada vez que le caen. Escuchamos el cencerro de una res espectral sonar en la extraescena. Desde fuera se acerca el sonido de una percusión seca y antigua. Entra Raquel con unas tablillas atadas a los pies y con sendos bastones gigantes golpeando el suelo, en un avance ceremonial. Se aproxima también el sonido de metales y con él entra en el escenario María, que blande un largo palo en el que se sujetan platillos dorados de diferentes tamaños. María agita los platillos. Algunos se desprenden con estrépito.

Raquel comienza a girar trazando un círculo espiral en el aire con los bastones. El frenesí se apodera de la atmósfera. La danza ritual de la serpiente para proteger de la tormenta y el rayo, para que la casa sea la calma y el contento, parece abrirse, como un paraguas, en el teatro.

La tierra quiere entrar en el teatro, para enterrarlo y ver que nace de ahí.

Se acentúa la dimensión ritual, en las repeticiones de movimientos y palabras, también en la procesión final, cuando Raquel se inviste de figura con resonancias míticas, que sacude el aire y los miedos.

Un final apoteósico y desbordante, que evoca los rituales tribales para alcanzar la fertilidad, para que el teatro que se entierra y la casa nómada, hagan su parto… y queramos quedarnos.

Afonso Becerra de Becerreá.

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