Escritorios y escenarios

Repertorio ¿desde cuándo?

Si algo me impresionó, cuando recibí clases sobre el teatro del siglo de oro, fue descubrir que las compañías teatrales montaban y desmontaban espectáculos en el lapso de tres, cuatro o cinco días; tenían tal capacidad para improvisar que de esa habilidad dependía la realización a buen término de una obra. Luego, la compañía realizaba una, dos o tres funciones, recaudaba los fondos para la beneficencia, y después empezaba a ensayar otro texto. Cambiaban de autores y obras como algunos cambian de zapatos. Yo no, solo tengo tres pares.

Que las obras estuvieran escritas en verso favorecía a los actores, es decir, les facilitaba el aprendizaje de parlamentos y replicas en poco tiempo. Aunque claro, nunca faltaron las morcillas. La melodía del verso, su métrica, ayudaba a que la memoria encontrara el camino hacia las palabras adecuadas.

Toda esta introducción para destacar que la idea de un teatro de repertorio, tal cual la conocemos hoy, prácticamente no existía. No se «reciclaban» los montajes. Se hacían un par de veces y luego desaparecían porque había que empezar a trabajar en uno nuevo.

Sería interesante rastrear –si alguien sabe que me cuente- en qué momento empezó a ser costumbre la realización de diez funciones, o más por obra. Y no porque esté en contra. Más bien por lo contrario.

¿Qué es lo que cambió hoy en día, como para considerar una cualidad, la subsistencia en cartelera del mismo espectáculo? ¿Cuál es la intención al sostener un producto teatral a lo largo del tiempo?

¿Es posible que la repetición, reproducción, reiteración, de un espectáculo este apelando por una fijación en la memoria del espectador, o en el –como diría Jung–, inconsciente colectivo de una generación?

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