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Rui Horta y la danza como manifiesto poético

Cuando una sensación física nace, crece y nos inunda, algo cambia.

Cuando una sensación física se desarrolla y da a luz a un deseo. Un deseo irreprimible que pugna por emprender camino y abrir vías.

Cuando una sensación física se trasmuta en ideas, imágenes, sonidos, palabras, movimientos y, de repente, nos pone en acción.

Un picor en la planta de los pies que nos hace andar. Un runrún en la bóveda craneal que nos impulsa hacia arriba y desata nuestra actividad.

Una avispa que zumba en nuestra cabeza y no deja de incomodarnos, hasta que hacemos algo que nos libera de ese susurro inquietante.

“Há coisas que temos dentro da cabeça. Como um zumbido a roer o pensamento. Estas são as primeiras palavras de Vespa, e aquelas que, nem sempre sendo ditas, transportam o mundo interior da criação: uns parênteses, um tempo parado onde cristalizamos e cuspimos o que nos transcende e atormenta, um instante que se expande para um tempo mais vasto. Quando olho para os últimos meses, nem sei bem porque decidi fazer esta obra… Provavelmente porque as coisas mais importantes são também as mais inexplicáveis e as menos racionais.”

Este texto es un fragmento del programa de mano del espectáculo, de danza teatro, titulado Vespa (Avispa) de Rui Horta, que se estrenó en el Centro Cultural Vilaflor (CCVF) de Guimarães (Portugal), el 20 y el 22 de abril de 2017.

Vespa es una creación, con coreografía, diseño de iluminación y actuación del propio Rui Horta, con música original de Tiago Cerqueira.

Para esta obra, Rui Horta, ha contado con el consejo artístico de Tiago Rodrigues y Marlene Monteiro Freitas, el apoyo dramatúrgico de Pia Krämer y Mariana Brandão, en una producción de O Espaço do Tempo, en coproducción con el CCVF de Guimarães, el Convento São Francisco de Coimbra, el Teatro Aveirense de Aveiro, el Centro de Arte de Ovar y el Hellerau Europäisches Zentrum der Künste de Dresden.

O Espaço do Tempo es un centro multidisciplinar de investigación y creación, que recupera el Convento da Saudação, en Montemor-o-Novo, fundado e impulsado por Rui Horta en el año 2000, cuando el coreógrafo volvió a Portugal después de una amplia y fructífera estancia por diferentes partes del mundo: en Munich con su compañía Rui Horta Stageworks, como coreógrafo residente en el Muffhatalle, después de haber pasado por Nueva York, fundar y dirigir, en la segunda mitad de los años ochenta, la Companhia de Dança de Lisboa, el colectivo Rui Horta & Friends, y ya en los años noventa, el S.O.A.P. Dance Theatre Frankfurt, compañía residente en el Künstlerhaus Mousonturm de Frankfurt, recorriendo algunos de los festivales y teatros con programaciones más exigentes e innovadoras del mundo (Zúrich, Londres, Montreal, Copenhague, Tokio, Berlín, Gante, Nueva York, Toronto, Moscú, Lión, París).

Rui Horta es uno de los máximos exponentes de la danza contemporánea portuguesa, con un currículum internacional deslumbrante, por sus creaciones coreográficas y sus colaboraciones en las compañías y teatros más prestigiosos de Europa, también por su obra como director de escena, reconocido con la Cruz de Oficial da Ordem do Infante Don Henrique, por la Presidencia de la República Portuguesa, Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres, por el Ministerio de Cultura de Francia, el Premio Almada del Ministerio de Cultura Portugués, etc.

Vespa, además de una pieza artística, que asombra por su calidad plástica, teatral y humana, es una especie de ejemplo paradigmático de la capacidad del artista para no despegarse de la base: la pasión artesanal de encerrarse en un estudio a jugar, a probar cosas, sin saber muy bien qué, a disfrutar de los descubrimientos y a padecer con los bandazos y las crisis de la creación artística, de los cuales nunca se está a salvo. Un ejemplo de la capacidad para volver a la danza danzando, más acá del trabajo como coreógrafo, director, pedagogo o curador.

El artista es aquel que, permítaseme el chiste, como el asesino, siempre vuelve al lugar del crimen.

Rui Horta llevaba 30 años sin subirse a un escenario para bailar y actuar, ocupado en otras facetas de la investigación y la creación artística. Sin embargo, como él mismo nos confesó, en la conversación después del espectáculo, existe una avispa zumbando dentro de nosotros que, en el caso del creador, le impulsa a hacer espectáculos porque si no se volvería loco.

“Es bueno estar vivo” es la frase con la que Horta resumiría el “manifiesto poético” que para él es Vespa, un trabajo realizado desde la experiencia de un sexagenario bailarín.

Vespa consta de varios cuadros o secuencias.

Cuadros, por su calidad y elocuencia plástica, en la que no solo incide la coreografía, sino también la habilidad de Horta como diseñador de iluminación.

Secuencias, obviamente, por su delicada estructura temporal y su utilización magistral de las duraciones de cada movimiento y acción.

Incluso podríamos hablar, en algunos momentos, de escenas, por su elocuencia teatral.

Pongamos como ejemplo, sobre esta concepción de escenas, una de las últimas, cuando el actor bailarín coge un proyector de transparencias, le pone encima una especie de pecera cúbica y vierte en ella agua que se proyecta sobre el foro.

En ese mismo foro se enciende, a media altura, una línea de neón blanco, como si fuese el horizonte. Mientras, Rui Horta, se dirige al proscenio para decirle al público: “Si yo fuese un barco en aquella dirección…” y actúa un monólogo, que se puntúa con la acción de acercarse al agua para agitarla y seguir contándonos: “Si esta historia trae vida, también trae muerte, porque en la línea del horizonte cae una gota de rojo…”. Entonces prosigue un relato sobre pescadores, peces, escamas, sensaciones de plenitud… el barco intentando acercarse a la línea del horizonte. Para romperse, en fuerte contraste, cuando Rui Horta se viste una sudadera, se pone la capucha y una máscara de protección contra la contaminación, saca una mesa y una silla y se sienta hacia el público.

Sentado a la mesa, hacia el público, hace sonar la Internacional en una cajita de música a la que da, previamente, cuerda, y pasa a denunciar, sin caer en panfletos ni tonos redundantes, la destrucción que unos pozos petroleros va a causar en la zona del Algarve si la conciencia solidaria y ecologista de la sociedad no logra frenarlos.

El relato, antes idílico, de la jornada de pesca, en el barco de un familiar, se tiñe ahora de metales pesados, mezclados con el agua y peces contaminados.

La voz se amplifica y distorsiona, tal cual aconteció en las primeras secuencias del espectáculo.

En aquellas, esa voz distorsionada, alejada de lo humano, establecía una clara asociación con el zumbido de la avispa, que no cesa hasta que hacemos algo para liberarnos. En estas escenas finales, la voz distorsionada se corresponde, forma es contenido, a la propia distorsión que el relato nos transmite, desde una conciencia ecologista y humanista que no puede soportar esa destrucción del ecosistema en nombre de la especulación económica y de las ambiciones mercantiles del momento.

Rematada la acción verbal, la declaración frontal que nos avisa de ese peligro, que nos auto infligimos desde la inconsciencia de no enterarnos, de no actuar frente a decisiones que afectan al equilibrio del ecosistema del que formamos parte, Rui Horta se levanta de la mesa y vierte un líquido de color rojo en la pecera cúbica, que hay encima del proyector, que se expande a la imagen tiñéndola.

Entra música e iluminación discotequera a todo trapo. De la primera fila del graderío sale un niño que baila Break Dance con Rui Horta.

El niño, Tomé Galvão Fernandes, sigue danzando mientras Horta retira dispositivos escénicos del escenario, incluido él mismo, para dejar al joven bailarín solo sobre un escenario, como imagen final, poderosísima, de la pieza. Una imagen final que promete futuro en esta persona, el niño, que es fuerza, alegría y gracia en acto y en potencia.

En la conversación, posterior al espectáculo, Rui Horta aseveraba que detesta mezclar arte con política. No obstante, la conciencia y su zumbido actúa igual fuera del escenario, donde Horta forma parte de la Asociación “O Futuro Limpo”, como en la creación artística. “Pienso que esta pieza no es un manifiesto político, sino un manifiesto poético.”

Quizás, por eso mismo, una de las secuencias más estremecedoras y, a la vez, simpáticas, que nos hace sonreír, es la que se salpica de frases del anciano arquitecto Oscar Niemeyer, extraídas de una entrevista titulada “A vida num sopro”, cuando el arquitecto tenía 99 años.

Rui Horta se sienta en el suelo, a la vera del retroproyector, y va colocando en él frases que aglutinan una sencillez, un humor y una sabiduría pasmosas. Frases que bien podrían ser máximas filosóficas de cuando se han pasado ciertos umbrales, el de comerse la cabeza, el de complicarse la vida, el de querer tenerlo todo controlado, el de ansiar saberlo todo… Frases producidas desde alguien que está de vuelta de muchas cosas, porque ha estado también de ida y ha aprovechado el camino. Frases de alguien que no está de vuelta de todo, sino de algunas cosas prescindibles que, para el común de los mortales, nos resultan importantes y desafiantes.

Mientras Rui Horta va proyectando esas frases, escuchamos la voz del anciano arquitecto, de una serenidad y una gracia fuera de lo usual. Reflexiones sobre el tiempo, la impermanencia, el arte… en las que la complejidad se licua y se reduce, para caer como lluvia sobre un paisaje e integrarse en él, dentro de un círculo de fertilidad infinito.

Así me imagino yo que son las obras del conocimiento y el amor. Obras que circulan como la lluvia y se integran en el paisaje en un ciclo de fertilidad.

Contra las paranoias, las pajas mentales y las complicaciones, que imponemos sobre la existencia, las reflexiones del anciano arquitecto Niemeyer, como un bálsamo.

Los primeros cuadros de Vespa resultan muy teatrales en su plasticidad y en las expectativas que despiertan. En la oscuridad surge la figura robusta de Rui Horta, vestido con prótesis que imitan músculos y convierten al actor bailarín en una especie de Samurái, por la amplificación visual que producen, al aumentar su fisionomía natural.

Una línea horizontal de luz fluorescente blanca atraviesa el foro, a media altura. En coherencia plástica, el actor bailarín juega con un bolígrafo luminoso, que también es como una pequeña línea blanca. Un bolígrafo que convierte el movimiento del gesto de la escritura en un revoloteo de insecto, de avispa, y, al mismo tiempo, en un camino de luz que se pierde entre tanta penumbra. Escribir en la oscuridad con un bolígrafo de luz es, sin duda, un acto poético.

Horta se frota las sienes. Aparecen movimientos de tanteo, la vibración de una mano, con los dedos que se estiran y se cierran, rodeando la cabeza. Los dedos que se meten en la boca. El dedo índice, con el que, en la infancia, señalamos el mundo, entra en la boca y apunta hacia el cielo del paladar, empujando hacia arriba al actor bailarín, apuntando hacia el cerebro.

Cuando aparecen vibraciones físicas, se pueden asociar con ese zumbido de avispa que reverbera en la bóveda craneal.

Horta quita el torso musculado y lo sujeta, presentándonoslo como objeto, al lado de su propio torso. El torso artificial, que reproduce las proporciones y los trazos de un torso perfecto, con los abdominales y los pectorales muy marcados, frente al torso desnudo de un hombre de sesenta años. El tiempo y el cuerpo. El cuerpo como tiempo.

Quita el cuádriceps izquierdo y se lo coloca como si fuese una especie de máscara larvaria.

Ante nosotros un hombre des-subjetivizado, amparado en su exoesqueleto. Movimientos similares a los de un autómata, que contrastarán, rítmicamente, con los movimientos sueltos, dando palmadas en el cuerpo y soltando tensión hasta el grito liberador, para acabar de quitarse las prótesis musculares.

Con esos músculos artificiales, compone una figura antropomórfica yaciente y se tumba a su lado, para pasar a entablar un diálogo sobre lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Uno de los cuadros más fascinantes es aquel en el que maneja una barra que solo emite luz blanca por uno de sus dos laterales. Según como mueve la barra de luz en sus manos, a manera de espada, como bastón o pértiga, como hélice… la luz le hace aparecer y desaparecer de nuestra visión. Aparece y desaparece la barra de luz, cuando el lateral lumínico está hacia nosotros o gira hacia el fondo negro. Aparece y desaparece el actor bailarín, cuando orienta el lateral lumínico de la barra hacia su cuerpo o hacia otras partes del escenario. Lo vemos sujetando la barra de luz en posiciones coreográficas diversas y, a veces, vemos la barra de luz sola, moviéndose y flotando en el aire, como algo fantasmagórico.

El encuentro consigo mismo se establece cuando se pone el chándal y, como si estuviese en su estudio, improvisa y baila una danza libre. La única confesión personal de toda la obra. Una confesión en forma de danza libre, que preserva el misterio de la persona al mismo tiempo que la desnuda.

Entre la primera parte y la segunda, con el exoesqueleto de músculos artificiales al principio, se genera una especie de tensión contenida, la del zumbido de la avispa en la cabeza, la de la lucha y el estrés contra la máscara. En la conversación, posterior al espectáculo, su autor la definía como un arco que se tensa hacia atrás para, después, en la segunda parte, tirar hacia delante.

Con sesenta años, el bailarín y coreógrafo, vuelve a danzar para expulsar esa avispa que todas las personas llevamos en la cabeza zumbando. Todo lo que pudo haber sido y no fue se desvanece si aceptamos abrirnos al presente, como se abre una flor al sol, como se abren las palabras del anciano arquitecto Oscar Niemeyer, y como se abre este manifiesto poético de Rui Horta.

Afonso Becerra de Becerreá.

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