Otras escenas

Sábado lluvioso

Sábado por la tarde y llueve a cántaros. La iluminación de los barrios del centro convierte Barcelona en una capital tímida, difusa. La verdad es que todo da pereza. Me dan ganas de hacer novillos e irme para casa.

Conseguimos salir después de una merienda reconfortante. Decidimos portarnos bien y cumplir con lo que nos habíamos prometido. El programa va a ser doble. Será una ruta por espacios no convencionales. Una nueva y sorprendente Barcelona.

La primera parada es en el Àtic 22, la nueva sala del Teatro Tantarantana dedicada al teatro de proximidad. Vuelve a llover mucho y tengo los zapatos empapados. Las escaleras exteriores que dan acceso a la pieza están levemente iluminadas, y las naves y los pisos vecinos se proyectan desde debajo como el Londres de Arthur Conan Doyle. Arriba, el colectivo Laminimal presenta ‘La supervivencia de las luciérnagas’. Dentro se está de maravilla. Dejamos abrigos y paraguas en un hall, dónde nos reciben de manera hospitalaria. La función a la que asistimos es un ejercicio teatral enérgico llevado a cabo por un colectivo de artistas capitaneados por la brasileña Daniela de Vechi. Un viaje crítico a la España de hoy a partir de la de los setenta, un delirio dramatúrgico servido con mucho Martini blanco e inteligencia escénica –aunque cuando se trata de recuperar nuestra historia reciente, creo que podemos ir mucho más allá en los retos que nos planteamos y las reflexiones que les asociamos. Echo en falta en el mercado materiales más elaborados y meticulosos-.

La segunda parada es en el Teatro Romea. En el hall de la sala empieza un recorrido que saca al público al barrio del Raval. Roberto Romei dirige una adaptación del texto de Bernard-Marie Koltès ‘De noche justo antes de los bosques’. Continúa lloviendo y los paraguas de los espectadores colisionan durante el periplo callejero. También hace frío. Bastante frío. Pero Óscar Muñoz, el protagonista de la pieza, logra que nos olvidemos de las circunstancias meteorológicas. Aunque la calle y sus vicisitudes se interponen en algún momento en su interpretación –el camión de la basura o un coche circulando en contra dirección, sin ir más lejos-, está estupendo. El recorrido empieza en la calle y termina en los camerinos del teatro. Entre uno y otro espacio, la función se detiene en diferentes rincones del Romea. A los espectadores les encanta dicho ajetreo. Se lo pasa bomba y aplaude a rabiar al finalizar el espectáculo.

Por mi parte, al salir del teatro, pienso en cómo sería una versión callejera del texto, de principio a fin; pienso también en alguien que me había comentado un proyecto al respecto, en cortar el cordón umbilical, en otra adaptación pensada exclusivamente para ese barrio, en el protagonista, en cómo me gusta Koltès y en lo bien que hablan sus personajes; y pienso en las noches mágicas como esa, en cómo huele el paseo, en el murmullo que llega de las ramblas, en la luz tenue de las callejuelas del Raval, y en las muchas historias que pueden albergar. Pienso en muchas cosas. Me marcho a casa contento.

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