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Sentido y significado IX. Originalidad y mirada

A raíz del artículo publicado la semana pasada, titulado «A dónde mirar», el colega Manuel F. Vieites me recomendaba The Theatre in Life de Nikolai Evreinov, escrito a principios de los años veinte del siglo pasado. Para acabar su recomendación, mi amigo el doctor Vieites, añadía: «sub sole nihil novi est», y razón no le falta.

Al hilo de esta última sentencia en latín, yo recordaba una clase con Ricard Salvat en el Institut del Teatre de Barcelona, en la que nos decía que la sociedad tiene muy mala memoria y que, por tanto, es necesario volver sobre los mismos asuntos una y otra vez.

Si lo pensamos un poco llegaremos, sin dificultad, a la conclusión de que, ciertamente, las historias se repiten, en diferentes lugares del mundo, en diferentes momentos. Incluso, también podemos sospechar que las ocurrencias, las soluciones más innovadoras y sorprendentes, puedan también repetirse aquí y allá en variaciones más o menos distantes entre si.

No obstante, sin llegar al tópico, al lugar común desgastado por el uso y el abuso, creo que es «natural» y «sano» aceptar que la originalidad no es más que otro mito o fantasía, igual que, en cierto sentido, también lo es la inspiración y las musas.

Más relevante, pienso, es que aquello que estamos mirando en el escenario se convierta en una experiencia y en una vivencia realmente compartida. O sea, que aquellas acciones escénicas nos interpelen, nos toquen, nos afecten de alguna manera.

Me parece a mí mucho más rentable pensar la originalidad en términos de lo íntimo, de la raíz íntima en la que se alimenta esa solución dramatúrgica o esa ocurrencia escénica o esa escena o esa coreografía… La originalidad, desde esta perspectiva, consiste en explorar los orígenes personales, íntimos, familiares, locales… conectar con lo singular, con lo particular, atender a los impulsos primigenios de las acciones y de su composición en la dramaturgia que se realiza en un espectáculo teatral.

Me refiero aquí a esas composiciones que no pierden su toma de tierra, en las que reverbera lo íntimo, lo secreto, lo singular. Me refiero aquí a esas dramaturgias que se alzan sobre un rico subsuelo, que se nutren de impulsos auténticos, de movimientos sísmicos en las placas tectónicas que nos constituyen.

Al respecto, recuerdo las palabras de Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, en Livro do desassossego:

«A arte consiste em fazer os outros sentir o que nós sentimos, em os libertar deles mesmos, propondo-lhes a nossa personalidade para especial libertação. O que sinto, na verdadeira substância com que o sinto, é absolutamente incomunicável; e quanto mais profundamente o sinto, tanto mais incomunicável é. Para que eu, pois, possa transmitir a outrem o que sinto, tenho que traduzir os meus sentimentos na linguagem dele, isto é, que dizer tais coisas como sendo as que eu sinto, [de modo] que ele, lendo-as, sinta exatamente o que eu senti. E como este outrem é, por hipótese de arte, não esta ou aquela pessoa, mas toda a gente, isto é, aquela pessoa que é comum a todas as pessoas, o que, afinal, tenho que fazer é converter os meus sentimentos num sentimento humano típico, ainda que pervertendo a verdadeira natureza daquilo que senti.»

Aunque Pessoa, a través de Bernardo Soares, hable aquí de una composición literaria y de los sentimientos, en esa traducción hacia lo universal nunca se pierde la fuente prístina de lo singular, que permanece latente.

Volviendo a la conversación sobre The Theatre in Life de Nikolai Evreinov, mi amigo Manuel Vieites me decía que Evreinov escribió que el drama y el teatro brotan en cualquier momento de la vida cotidiana, así que si tú quieres ver una buena pieza teatral, todo lo que tienes que hacer es echar un vistazo a tu alrededor, porque le teatro nos circunda. Deberíamos cerrar los teatros y declarar la calle como el escenario de hoy, y las casas privadas de cada persona como el más logrado drama.

Frente a este argumento, yo le recordaba al colega Vieites, que en mi anterior artículo, titulado «A dónde mirar», defendía, más o menos argumentadamente, una posición contraria a la expresada por Evreinov.

Según mi experiencia y desde mi punto de vista, en el teatro, al margen de estéticas y modelos compositivos, en mayor o menor medida definibles, se nos permite mirar hacia fuera, pero, a la vez, también, hacia dentro. Y esto acontece, básicamente, porque una dramaturgia consciente dispone los espacios y los tiempos propicios a esa doble articulación de la mirada.

Sin embargo, el espectáculo cotidiano que podemos encontrar en la calle, sin una dramaturgia consciente, aunque pueda haberla a pedazos en algún fragmento de escena entre un comercial y un cliente o entre otras personas en interacción, produce un ruido que en pocas ocasiones nos posibilitará esa conexión maravillosa que se da en la doble articulación de la mirada, hacia fuera y hacia dentro.

Al fin y al cabo, el teatro, etimológicamente, es el lugar de la mirada en sus declinaciones más complejas, deslumbrantes y reveladoras. Y la calle… la calle es otra cosa.

Afonso Becerra de Becerreá.

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