Críticas de espectáculos

Calígula / Camus / Mario Gas – 63 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Un Calígula magnífico 

Calígula” de Camus y “La Orestiada” de Esquilo fueron durante décadas patrimonio del director Tamayo en el Teatro Romano. Las dos obras, que se hicieron con elencos diferentes en tres ocasiones, evidenciaron una revelación de magníficos actores. Recuerdo que Rodero (1963), Imanol Arias (1990) y Luis Merlo (1994) interpretaron el personaje de Calígula a viva voz y en estado de gracia. Ahora, en el “Caligula” estrenado el miércoles, dirigido por Mario Gas y coproducido por el Festival de Mérida, el Teatre Romea y el Festival Grec, la ventura de interpretar a este histórico emperador (personaje que es todo un reto para grandes actores) le tocó a Pablo Derqui, también debutante en el teatro emeritense, que demostró estar a la misma altura que los anteriores.

En Calígula, sabemos que el espectáculo ya destaca por el magnífico texto de ideas del autor argelino-francés, basado en su filosofía existencialista llevada al absurdo (expuesta en el ensayo “El mito de Sisifo”, 1942). Un texto inspirado en las biografías del historiador Suetonio sobre 12 cesares romanos, donde destaca la del polémico Calígula. Camus construye con lenguaje feroz y poético una tragedia, mostrando al emperador como un ególatra despiadado -y no enfermo como lo trata la historia-, obsesionado con lo imposible y envenenado por el desprecio y el horror, que trata, a través del asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, de ejercer la libertad. Una tragedia que, por otra parte, es una metáfora proyectada sobre los sanguinarios gobiernos militares que enlutan los países del mundo. En su época -de propensión al nihilismo- la obra, estrenada en París en 1945, se convirtió en símbolo y grito lúcido y desesperanzado ante el precipicio de la segunda guerra mundial.

Pero también es un texto vivo que mantiene la frescura de las ideas y la esencia y las circunstancias precisas para servir de provocación en un contexto social de crisis de la corrupción como el que ahora vivimos. Y aquí está el lazo que ata la obra con el presente, pues Calígula no habla tanto del desastre del poder totalitario como de otra tiranía más insufrible, la tiranía económica. De ahí que la depravación y muerte que en la obra se relata tienen que ver con el afán recaudatorio extremo del personaje que esquilma al pueblo ya sea por fas o por nefas.

Mario Gas, que ha realizado una laboriosa dramaturgia, reduciendo los 4 actos y sus 26 personajes del original de Camus a lo más esencial para una puesta en escena sin interrupciones, ha respetado el contenido del texto logrando perfectamente el estilo de la tragedia de destrucción propuesta por el autor, donde la ofensa y la defensa de diferentes valores se dan en el mismo personaje. En esta obra el veterano director, al que en otras ocasiones no se le dio bien –exceptuando “Las Troyanas”- su participación en el teatro Romano, acierta desarrollando magníficamente, a través de una teatralidad reflexiva, sobria y atrevida, con un sesgo de humor trivializado pero sugerente (donde incluyo el rock de Calígula travestido de diosa Venus), todo ese circo de excentricidades del protagonista que muestran lo bajo a lo que un hombre puede llegar cegado por el poder y el deseo, mismos defectos que lograrán su caída posterior.

En el montaje del espectáculo, Gas consigue una depurada ambientación catártica de la tragedia –como en “Las Troyanas”- que fluye en la intensidad gradual y evolutiva del clímax, dentro de un riguroso sentido de la composición escénica: de la escenografía (de Paco Azorín), luminotecnia (de Quico Gutiérrez), y vestuarios formales (de Antonio Belart, siguiendo la sugerencia escrita de Camus de no utilizar las togas romanas); y de la armonía de los movimientos escénicos -dispuestos sobre una gran plataforma simbólica de tumbas que parecen salir del monumento- que permiten todo un juego de vitalidad dramática, lírica y plástica sin grandilocuencias.

En las actuaciones, la estrella indiscutible de esta historia es Pablo Derqui (Calígula), pero en los ocho actores que le acompañan en el reparto (algunos como los “corifeos” multiplican sus roles en principales y secundarios), es difícil mencionar a alguien que destaque sobre el conjunto, no por falta de brillantez, sino porque todos laten diferentes a un ritmo de actuación equilibrado, excepcional. Ellos son: Mónica López (Cesonia), Xavier Ripoll (Helicón), Borja Espinosa (Quereas), Bernat Quintana (Escipión), y Pep Ferrer, Anabel Moreno, Pep Molina y Ricardo Moya (como “corifeos).

El rol de Pablo Derqui, como héroe y antihéroe absurdo, es el punto de fuerza de la puesta en escena. El actor llena de luz el escenario desde el principio hasta el fin encarnando las contradicciones y oscuridades de Calígula, otorgándole un arrollador soplo vital que crece a cada instante en intensidad. Su actuación creíble está moldeada con una increíble energía en los movimientos, gestos y en el ejercicio de la declamación -de cadencias y anticadencias de tonos- que palpitan con brillo en las imágenes dramáticas y en los diálogos y monólogos poéticos del inteligente texto de Camus.

José Manuel Villafaina

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