Críticas de espectáculos

El Dragón Azul/Robert Lepage/Festival de Otoño de Madrid 2009

Dragón Azul contra Dragón Rojo

 

Robert Lepage es un ilusionista, el Houdini del teatro de nuestra época. Conocedor de todos los trucos de la tramoya, en 1993 constituyó en Quebec la compañía Ex Machina reuniendo a su alrededor a toda una serie de profesionales de las artes escénicas con los que viene creando desde entonces una especie de retablo de las maravillas que suscita la admiración universal. Así, para poner en escena sus espectáculos – entre los últimos, La cara oculta de la luna, The Andersen project, Lipsynch o este El dragón azul que acaba de presentar en el Festival de Otoño – Lepage dispone de una maquinaria multidisciplinar con la que va construyendo pieza a pieza un simulacro de la realidad hasta hacerlo “suficientemente” convincente para el espectador. Porque el director canadiense nunca cae en la trampa de intentar reproducir la realidad de una manera naturalista, tal y como se nos presenta en la calle, sino que la recrea a partir de un conjunto limitado de signos que contiene justo los suficientes para convencer al respetable de la verosimilitud de lo que ocurre sobre el escenario. Como en esos caracteres caligráficos que con tanta profusión se nos presentan en El dragón azul, unos pocos trazos bien precisos configuran un símbolo, éste un significado, y la combinación de varios símbolos puede constituir un mundo entero. Y es durante este proceso de creación de todo un cosmos en el imaginario del público cuando Lepage introduce sus propios temas: el desconcierto ante lo cotidiano, el reconocimiento del otro, la expresión de las contrariedades de la vida diaria, el planteamiento de las incógnitas que nos plantea nuestra propia existencia e incluso, cuando todo va mal, la compasión por el doliente. Todo sin estridencias, sin grandes aspavientos y siempre envuelto en un halo poético de melancolía y sentimiento. Sin olvidar por cierto ése su peculiar sentido del humor, esa ironía por la que siempre deja un cabo suelto en el relato, como queriendo provocar a quien se atreva a tirar del hilo y dejar de una vez al descubierto el artificio entero de la trama.

Así como aquel Lipsynch de nueve horas que tuvimos la oportunidad de presenciar el pasado año venía a ser una recopilación de toda la tecnología que el equipo de Ex Machina es capaz de mover (¡aquél recorrido en un transporte metropolitano!) este Dragón Azul es un compendio más modesto (sólo dura dos horas sin intermedio) pero igualmente representativo de esa manera de hacer del director que se ha intentado resumir anteriormente. Unas cuantas imágenes de caligrafías y la danza oriental de Xiao Ling, la protagonista asiática de la obra, nos introducen en la China de hoy, que será tan potencia económica mundial como se quiera pero que sigue siendo comunista, como oportunamente nos recuerda un “spot” propagandístico del régimen; el decorado de una nave industrial desafectada puede convertirse en el estudio de Pierre Lamontagne en Shangai o en su galería de arte, o en un club nocturno, un avión, una estación de tren o ese aeropuerto por el que pasa Claire, su antigua amante, en sus múltiples desplazamientos a Canadá; ¿un viaje de noche en ferrocarril? un tren eléctrico de juguete atraviesa la escena iluminado… Con la desenvoltura de un transformista, todo fluye naturalmente en el montaje de Lepage: pantallas y paneles que se desplazan cuando deben, luces y proyecciones, efectos sonoros, rayos y truenos. Y actuando impertérritos en medio de tal despliegue técnico, están los tres intérpretes: Tai Wei Foo (Xiao Ling), Henri Chassé en el papel que suele interpretar Robert Lepage (Pierre), y Marie Michaud (Claire) coautora del texto con Lepage. Aunque, más que de texto, habría que hablar de un “script”, un guión como en el cine o la televisión, en cuanto su función principal es hacer avanzar la narración mediante el diálogo de los personajes, aunque a veces se añada alguna sentencia más grave o un pensamiento más elevado que puedan resonar en la mente del espectador y servir de referencias para la publicidad de la obra. La interpretación de los tres actores, con ser adecuada, queda gravada por consiguiente por ese mismo afán de efectividad y buen rendimiento que caracteriza todo el espectáculo. Y es que, para Lepage, el texto no deja de ser un elemento más de la tramoya, al mismo nivel que los demás.

Seguro que el lector, si ha llegado hasta aquí, estará ya empachado de tanto formalismo y se preguntará de qué va la obra y qué quiere decir. Y es que cuando baja el telón y se disipa el sortilegio creado por la gente de Ex Machina, nos empiezan a asaltar una serie de dudas que, no digo que lo invaliden, pero sí que limitan gravemente el alcance de este Dragón azul. Porque, una vez que ponemos a un lado la habilidad de quienes manejan la tramoya, la historia de Pierre, Claire y Xiao Ling no deja de ser un melodrama o, por ser más exactos, una especie de Madame Butterfly a la chinesca. El primero en saberlo es el propio Lepage quien, como en Lipsynch, recurre al culebrón en aras al alto rendimiento narrativo y emocional del género y a las oportunidades que le ofrece para tocar la fibra sensible del respetable. Para él, en el fondo, la historia es lo de menos: Pierre, un canadiense ya talludito que viene del final de La trilogía de los dragones, se acuesta con Xiao Ling y ella se deja hacer para ver si progresa como artista; Claire, menopáusica, alcohólica y lesbiana, quiere adoptar un niño; Xiao Ling va a tener uno (¿de Pierre?): “les jeux sont faits et rien ne va plus” en este The blue dragon. Si no es esa ironía de la que antes se hablaba. El espectador agudo (el que “tira del hilo”) se da cuenta enseguida, desde que Xiao Ling se marea yendo en bici con Claire a visitar los osos panda, de que la joven pintora va a ser madre y asiste al resto de la obra con la suficiencia de quién ya conoce el final (Claire se quedará con el bebé). Pero allí le espera Lepage con un corte de mangas en cuanto nos va a proponer no uno sino tres finales a escoger. Una última charada que viene a resumir las amables intenciones de la obra: eso es lo que hay, así es la vida, un conflicto entre adversidades y alegrías que, siempre que uno sea honrado consigo mismo y comprensivo con los demás, termina resolviéndose en términos sosegados (la reconciliación de Pierre y Claire) aunque nos hayamos dejado unas cuantas plumas por el camino (Xiao Ling). O siguiendo con el francés: “tout est bien qui finit bien”. Una fábula edificante más, nada que decir.

Pero es aquí cuando el espectador revirado (que los hay hasta en los espectáculos de Lepage) empieza a enarbolar el programa de mano y a inquirir dónde se habla en la obra “del contexto sociopolítico y económico chino” que allí dice. Y ello, no porque los demandantes tengan el menor interés por saber un poco más de un tema, el del despertar del Dragón Rojo, que hoy satura todos los periódicos, sino porque el propósito un tanto aleccionador de la narración salta precisamente por los aires cuando se contrasta con dicho contexto. Y es que el punto de vista desde el que el director canadiense construye sus personajes y cuenta su historia está siempre sesgado por ese “occidentalismo” del que nos hablaba Edward Said. Su visión del gigante asiático es la que machaconamente nos transmiten los medios oficiales de Occidente, la de un país ajeno y enigmático, encerrado en sí mismo y amenaza en potencia. Una visión que se transmite al personaje de Xiao Ling, que nos aparece totalmente fuera de foco dándole patadas a la cuna de su bebé porque para darle de comer (claro, son tan pobres) tiene que pintar calcomanías en vez de poder dedicarse al arte. Como también lo está ese pueblo chino que, con cierto cinismo, ven los autores canadienses tan desde arriba porque no se respetan sus derechos humanos. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que, como ocurre con cualquier espectáculo de magia, cuando se acaba el “show” no quedan por los suelos más que unos cuantos conejos y sombreros de copa y que, tras este Dragón Azul, tan sólo había un enrevesado andamiaje movido por unos artefactos ahora inertes.

A Houdini se le conocía como un gran escapista; era capaz de librarse de ligaduras, cadenas y cerrojos en un santiamén. Lástima que un teatro tan solvente como el que hacen Robert Lepage y la gente de Ex Machina esté aún aherrojado por convencionalismos y prejuicios. Seguiremos admirando el envoltorio pero habrá que desconfiar del contenido.

David Ladra

 

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