Críticas de espectáculos

Tartufo/Molière/Jose Gòmez-Friha

El impostor

 Excelente versión la que Pedro Víllora ha realizado de un texto tan icónico como El Tartufo de Molière. No sólo por traducir en prosa el verso alejandrino del teatro clásico francés que, semejante a un ofidio, se revuelve mil veces en sí mismo hasta dar con la cesura y con la rima en su aparente sencillez, sino por proponernos un final distinto de la trama que coincide, sin duda, con las intenciones iniciales de Jean-Baptiste Poquelin. Con objeto de adecuar el reparto a los recortados presupuestos de hoy en día, además de algunos personajes secundarios, otros más principales han desaparecido del cartel. Así ocurre con Damis, hermano de Mariana e hijo de Orgón, el dueño de la casa o, muy en particular, el de Cléante, el cuñado de éste, quien asume el papel de «voz de la razón» y buen burgués que no puede faltar en ninguna comedia de Molière.

Ahora bien, la buena mano de Víllora como adaptador se hace patente en la restitución de ambos papeles en otros de los que sí han quedado, fusionando el de Damis con el de Valerio, el prometido de Mariana, que es tan atropellado como él, y dividiendo el de Cléante en tres, el de Elmire, la segunda esposa de Orgón, Mariana, y su doncella, la lenguaraz Dorina. Un triunvirato de armas tomar que, encabezado por la última, se apropia de los razonamientos del ausente Cléante al tiempo que los dota de un marcado tinte feminista. Personalmente, echo de menos la breve intervención del sargento encargado del desahucio de Orgón y su familia, el taimado y pringoso Monsieur Loyal, quien, digno agente de la autoridad, no duda en ponerles en la calle, eso sí, con toda urbanidad, exactamente igual que hoy lo haría cualquier funcionario judicial.

Siendo con su Don Juan y El misántropo una de las comedias más pesimistas de Molière, el acertado montaje del director Jose Gómez-Friha con la compañía Venezia Teatro sabe traerla hasta nuestros días, provocar la hilaridad del público e incluso dejarle pensativo con ese toque de realidad que es su nueva y sorpresiva conclusión. En efecto, todo el mundo conoce a grandes rasgos el argumento de El Tartufo, la historia de un redomado hipócrita que, haciéndose pasar por un devoto servidor de la Iglesia, consigue engatusar a Orgón, vivir a cuenta suya y revolucionarle la familia. Y como su ambición es insaciable, no sólo pretende casarse con su hija y fornicar con su mujer sino quedarse con sus bienes y denunciarle al Rey por ciertos papeles comprometedores que un amigo huido le dio a esconder. Como suele ocurrir en las comedias clásicas (véase nuestro teatro áureo), el Rey lo sabe todo y hará que se imponga la Justicia: Tartufo va a prisión, Orgón es perdonado y, anticipándose al Siglo de las Luces, sale triunfante la Razón. Pero no acaba así el impostor de Víllora sino de una manera más creíble: en su versión, Tartufo logra todos sus objetivos, se queda con sus bienes y manda a prisión al buen burgués (y a poco que le falte, se acostará con su mujer). «El mundo está lleno de tartufos», piensa el público al dejar su butaca y salir a la calle tras premiar el trabajo con un nutrido aplauso. Sólo que lo que antes demandaba tirar de picaresca y el arte de fingir, se lleva a cabo ahora de manera legal, sin ningún artificio y a plena luz del día.

La lucha de Molière por que se interpretase públicamente su comedia constituye un ejemplo de tenacidad y coraje que nos da la medida humana del autor. Partes de la obra se dieron a conocer en Versalles ante Luis XIV en mayo de 1664, desatando un escándalo mayúsculo que llevó al rey a prohibir su representación. De inmediato, el cómico se convirtió en objeto de toda clase de ultrajes e invectivas promovidas por aquellos que creían verse retratados por sus sátiras y, como no podía ser menos tratándose de asuntos de religión, por los miembros del clero, llegando alguno de ellos a pedir que le quemasen vivo en cuanto se trataba del «diablo encarnado y ataviado de hombre». Tras tres años de prohibición y después de tomar múltiples precauciones como eliminar el nombre de Tartufo, cambiar el título de la obra por el de El impostor o vestir a su protagonista más como un modesto caballero que como un fervoroso penitente, Molière se arriesgó a ofrecérsela al público en París en el verano de 1667. Pero al día siguiente de esta première popular, fue el Presidente del Parlamento parisino quien la prohibió, al tiempo que el arzobispo de la ciudad, Hardouin de Péréfixe, apercibía de excomunión a todo aquel que la presenciara o leyera. Tendría que esperar nuestro autor hasta febrero de 1669 para que se autorizase la representación. Durante aquellos cinco años de proscripción, Molière no rehuyó el enfrentamiento con sus enemigos por muy poderosos ni letales que estos pudieran ser, como era el caso de la Compañía del Santo Sacramento, una sociedad secreta apodada «la cábala» por el pueblo. Bien es cierto que Poquelin sabía que contaba con el favor del rey, a quien asaeteaba a memoriales (incluso amenazándole con no escribir para él), quien le utilizaba a su vez para hacer ver ante sus súbditos que sólo su voluntad era ley.

Basta leer el Prefacio a la publicación de la comedia en 1669, para darse cuenta de la convicción con que el autor llegaba a defender sus ideas. Mientras los marqueses, las damas de la alta sociedad (les précieuses ridicules) o los médicos no se habían alterado (o al menos no lo hicieron notar) al verse caricaturizados en escena, los hipócritas pusieron el grito en el cielo escudándose en una pretendida defensa de la religión que, según ellos, era vilipendiada por la obra. Claro que el retrato del Tartufo era tan potente, su ambición tan desmesurada y su lujuria tan escandalosa que tampoco era muy de extrañar que muchos, entre ellos los jansenistas o Pascal, incluyeran a Molière entre los libertinos.

Dada la virulencia de su contenido, El Tartufo se ha convertido desde entonces en un alegato contra el fingimiento y la doblez que reinan en la sociedad, especialmente entre sus gobernantes, y ha sido utilizada con frecuencia como ariete contra el poder. No hay más que recordar la versión que en pleno franquismo, en 1969 y con Adolfo Marsillach como protagonista y director, preparó Enrique Llovet para el teatro de la Comedia de Madrid con motivo del desembarco del Opus Dei en el gobierno de la nación desplazando a la vieja guardia falangista. En aquella ocasión, la censura actuó bajo capa no interrumpiendo la función pero prohibiendo que se exhibiera en el resto de España. Se podría pensar que la versión de Víllora con su nuevo final sigue la tradición de denunciar la hipocresía pero, aun haciéndolo, creo sinceramente que va más allá: hace ya mucho tiempo que el capitalismo barrió a la burguesía de la Historia y hoy la victoria de Tartufo no consiste en ser un impostor que se esfuerza por ocultar sus propósitos sino, sencillamente, en alardear de su cinismo. De ahí que El Tartufo de Venezia Teatro sea tan acorde con los tiempos (ya sé que la misión del crítico es sólo reseñar lo que ve pero, cuando cierro los ojos en la última escena al tiempo que Tartufo se sienta en su butaca y se pone a leer, se me aparece como un ejecutivo, vestido con uno de esos trajes que vende El Corte Inglés).

Junto con la versión y dirección, el éxito de público obtenido se debe a la interpretación de un elenco brillantemente conjuntado. Rubén Ochandiano es el Tartufo, un papel que va armando con gran inteligencia hasta que lo sitúa entre el depredador y el psicópata. El peso de la obra recae sobre el personaje de Orgón (no en vano, Molière lo eligió para él) que interpreta Vicente León aplicando a la composición del personaje toda su experiencia y saber como director y maestro. Marián Aguilera (Elmira) y Esther Isla (Dorina) crean dos tipos distintos de mujer: la primera, ingeniosa y discreta, y la segunda, osada y pendenciera sobre todo cuando se enfrenta a Orgón. Y la pareja de enamorados, siempre retratada por el autor con humor y ternura, está felizmente conformada por Nüll García (Mariana) e Ignacio Jiménez (Valerio).

David Ladra

Diciembre 2016

Título: Tartufo (Le Tartuffe, 1664) – Autor: Jean-Baptiste Poquelin (Molière) – Versión y traducción: Pedro Víllora – Dirección: Jose Gómez-Friha – Intérpretes: Rubén Ochandiano (Tartufo), Marián Aguilera (Elmira), Vicente León (Orgón) – Nüll García (Mariana), Ignacio Jiménez (Valerio) – Esther Isla (Dorina) – Venezia Teatro – Teatro Fernán Gómez, del 17 de noviembre al 11 de diciembre de 2016

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