Zona de mutación

Teatros de la herejía

La globalización ha significado a los países del sur un proceso de aculturación, donde la violencia cultural se ha visto legitimada con procedimientos de sentido común, a los que los pueblos dan prueba de fidelidad de su adecuación a las nuevas reglas. La creciente igualación de variables económicas y por detrás, discursivas, trae aparejada la aceptación de procedimientos públicos, donde agenda, percepción, penetración idiomática, modas, orquestan la invasión y subducción de una cultura sobre otra.

En qué se diferenciarían la deculturación que un artista provoca respecto a los condicionamientos hegemónicos, que buscan llegar a un desmontaje, un desaprendizaje cuya consecuencia podría resumirse en el concepto de ‘des-artista’ impuesto por Allan Kaprow. Esa deculturación sería en principio una acción política, una estrategia individual.

En todo proceso de aculturación resuena una sustitución espiritual, un lavado de cerebro. En el territorio americano, lo que fue la cruenta aculturación de la conquista y colonización, expresada ideológica y plásticamente a través de la barroquización como el formato imperante en el marco del dominio español.

En los países de habla hispana, el hipotético desprendimiento por los signos del dominio histórico comenzado en el ‘descubrimiento’ de América, no podría menos de implicar una desbarroquización, una des-cristianización para de allí pretender consumar una des-hispanización.

Toda aculturación es expresión de un trauma, máxime si cualquier acción terapéutica sería caer en una idiocia pre-cultural, una des-lingüización sin reaseguros psicológicos. La inseminación de los alien en los vientres de las indias, trajo aparejada el de ser madre del propio germen de extinción. El hechicero indio pasa por ser el primer opositor y renegado a la religión y cultura colonizante, por ende, el primer demonio digno de la hoguera. Los ‘hechiceros dogmatizadores’ mestizaban el evangelio con herejías que cuestionaban el mandato español que se viabilizaba por la religión.

Esta furia contrahegemónica era a muerte. El diablo empezó a ser una especie de revolucionario que portaba los deseos de liberación de los pueblos originarios. Con más o menos sofisticación, aparecían en eventos de celebración católica, los signos paganos que mechaban la trama hegemónica, en una expresión de guerra manifiesta por otra vía. Suficiente para que una vez detectado, le cayeran encima todo tipo de condenas divinales implementadas por mano humana.

La persecución a hechiceros había empezado en la propia España, a partir de que la gente acudía a ellos en ayuda por problemas de salud, ya que expresaban un conocimiento de la naturaleza y de los poderes de plantas o hierbas que recetaban. Maximiliano A. Salinas Campos alude a que no eran sino la expresión del cuerpo frente al clero-alma oficial. El hechicero fue el gran enemigo de la evangelización, donde no pocas veces, con astucia e ironía, mostraban al propio Cristo como un hechicero frente a la religión judía.

Para legitimar la teleología y escatología cristianas hubo un aliado capaz de expresarlo: el Espectáculo. Es en él donde cabía la escenificación capaz de arredrar a los impíos. Allí podía verse el desenlace de los amigos del demonio. Era el espectáculo oficial el encargado de infundir y difundir el miedo. Jorge Luis Marzo relata cómo en 1565, el Inquisidor General de Madrid, Fernando de Valdés, instala un elaborado ‘Teatro de la Herejía’. Toda una representación que acompañaba a un condenado a la hoguera. Interludios sagrados montados sobre carros que andaban entre el público. Más adelante llegaron a construirse posadas y patios para normalizar las hogueras, que incluía la distribución de libretos a la gente que participaba del evento, digno de la envidia del más crudo acto de arte snuff. El súmun de algunos ‘teatros de la herejía’, dice el mismo autor, era el uso de fuegos artificiales capaces de morigerar los gritos y súplicas de los condenados a las llamas.

No poco del control y sumisión, fueron montados a la misma teatralidad de la que se vale hoy la ‘sociedad del espectáculo’ para encolumnar y entontecer a sus súbditos.

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