Críticas de espectáculos

Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome Wendy)/Angélica Liddell/XXXI Festival de Otoño a Primavera de Madrid

Bailando el vals con Angélica Liddell

Hay que reconocer que, en la actualidad, Angélica Liddell y su compañía Atra Bilis Teatro se han convertido en un referente en toda Europa. Cerrando en mayo de este año el prestigioso Wiener Festwochen de Viena, presentada con todos los honores en el Festival de Aviñón y programada para finales de noviembre en el Théâtre de l´Odéon–Théâtre de l´Europe de París, su última creación, Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome de Wendy), ha recibido un aluvión de comentarios, mayoritariamente favorables, que ponen de relieve su «excepcional» trabajo como dramaturga, directora de escena, actriz y «performer».

Asimismo, basta con leer las reseñas contenidas en el dosier de prensa del programa del Festival de Otoño a Primavera para comprobar fehacientemente el fervor y entusiasmo que ha despertado esta obra entre la audiencia. También la sección teatral de la Bienal de Venecia 2013 aprovechó la representación del espectáculo para conceder a su creadora el León de Plata por su trayectoria teatral (el de Oro fue para Romeo Castellucci). Cito a continuación las razones que aportó el jurado para otorgarle el premio en cuanto me parecen muy acordes con la idea de la artista que, por lo general, se hace el espectador:

«El León de Plata a la innovación teatral se le concede a Angélica Liddell por su capacidad para trasladar el arte de la «performance» a los escenarios teatrales. Por su teatro de resistencia. Por la calidad de su escritura, que es capaz de transformar sus textos en un clamor poético que se dirige al mundo y a su propia alma. Por su trabajo como «performer» y actriz. Por haber suprimido la línea divisoria entre los diferentes géneros y estilos del arte, convirtiendo una mezcla multiforme de palabras, imágenes, sonidos, música, juego escénico, drama, comedia y tragedia en un solo conjunto armónico. Por ser una de las artistas europeas que ha alcanzado más éxito entre las de su generación. Por la denuncia de la fragilidad del ser humano y su constante atención al mismo. Por su continua búsqueda de comunicación con el público y su esfuerzo por conocer nuevas culturas y novedosas formas artísticas». Motivaciones todas ellas con las que me solidarizo plenamente pero que no quieren decir, al menos desde mi punto de vista, que por gozar su creadora de tantas virtudes teatrales propias, Todo el cielo sobre la tierra sea un espectáculo redondo. Inspirado en la matanza de la isla noruega de Utoya, en la que un neonazi, Anders Breivik, acabó en 2011 con la vida de 69 jóvenes socialistas, la función se divide en las tres partes que paso a revisar seguidamente.

La primera comienza en un ambiente misterioso y sombrío que bien podría ser el de la propia isla. Mesas y sillas por el suelo, tal vez abandonadas en la huida, un montículo cubierto de vegetación, unas cintas, el silbido del viento… Al fondo de la escena se proyectan los nostálgicos versos de William Wordsworth que Natalie Wood recita en Esplendor en la hierba, el film de Elia Kazán: «Aunque nada nos pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no debemos caer en la aflicción sino fortalecernos con lo que queda atrás». Puede que inspirada por ellos o, al contrario, para contraponerse a su belleza, Angélica Liddell, que acaba de surgir de las tinieblas como en trance vistiendo un vaporoso modelo victoriano color ámbar, se arremanga las faldas y, minuciosamente, procede a masturbarse hasta no poder más. ¿Homenaje a los jóvenes caídos o extrema manifestación de su abandono? Mientras ella recupera fuerzas tras su orgasmo (verdadero o fingido, ¿qué más da?), echamos un vistazo alrededor y reparamos en los tres cocodrilos que cuelgan de las varas y en el cráneo de un saurio en lo alto del montículo, ¿qué hacen allí? Pronto Liddell despeja nuestras dudas: esta isla solitaria que ahora habita también podría ser la de Nunca Jamás, la morada de los Niños Perdidos en el Parque de Kensington, el capitán Garfio (de ahí la presencia del cocodrilo fósil que fue a por él), el hada Campanita y Peter Pan, el niño que no quiere crecer. Y Angélica sería Wendy Darling, la cuidadora, la «madre» de todos los demás… Y es aquí, en el paralelismo de la masacre de Noruega con la obra teatral de Barrie, en donde hay que admirar el talento de Liddell a la hora de amañar un relato que se tenga de pie partiendo de aparentes disparates. Como en la mayoría de los cuentos infantiles británicos, Peter Pan es una historia de terror: una niña raptada junto con sus hermanos, unos pequeños huérfanos perdidos en un parque y un niño que no quiere a las madres y al que le espanta hacerse mayor (un título propuesto al editor por Barrie y que éste rechazó era Peter Pan or the boy who hated mothers). Por no hablar de hadas vengativas, princesas rencorosas, piratas dispuestos a matar o de esos famosos cocodrilos que, como si fuera por casualidad, se meten debajo de las camas de los niños pequeños cuando éstos empiezan a soñar.

Como en el cuento de Peter Pan, en Todo el cielo sobre la tierra, «el síndrome de Wendy» es el terror a quedarse sola, abandonada, sin amor, en esta isla repleta de cadáveres jóvenes que nunca llegarán a ser mayores. Dice la autora: «Nos volvemos cada vez más viejos, repulsivos y deprimentes, pero necesitamos ser amados. Lo único que tenemos que decidir es hasta dónde estamos dispuestos a humillarnos. Y si digo, yo soy Wendy, es para vengarme por todo aquello que me ha sido arrebatado. Si no puedo ser amada por los vivos, me asociaré con los muertos». Pero la creadora se va, abandona la isla dejando tirados en ella los cuerpos de Wendy y Peter Pan abatidos por las balas de Breivik.

En la segunda parte de la obra, Angélica busca consuelo en China, en su tantas veces añorada Shangai, una ciudad pletórica de ajetreo y de vida en donde habitan, según ella, «los jóvenes más hermosos jamás vistos». Lejos estamos del incendiario panfleto político contra la Revolución Cultural que significó su Ping Pang Qiu, segunda obra de su trilogía china tras Maldito sea el hombre que confía en el hombre. Su visión actual es más amable aunque, a la hora de escoger su pareja de baile, no se remita a ningún centro artístico de la República Popular sino que se decida por dos personajes de la calle: la peluquera Xie Guinü y el estibador Zhang Qiwen. Y es que, para despejar el ambiente, ahora vamos a bailar el vals. Así que un conjunto formado por ocho profesores, el PHACE Ensemble, ocupa el escenario y empieza a tocar una serie de ellos del afamado compositor surcoreano Cho Young Wuk, mundialmente conocido por sus bandas sonoras para las películas del director Park Chan Wuk, todo un lujo con el que nos obsequia la artista. Ya entrados en años, Xie y Zhang se lanzan a la pista y empiezan a bailar, ella muy elegante al estilo vienés y él vestido con pantalón rayado, pajarita y chaqué. Como el lector se puede suponer, el efecto logrado es de lo más «kitsch», por no decir hortera, y todos nos quedamos con la boca abierta: ¡la Liddell promoviendo el baile de salón! Pero ése es otro rasgo que caracteriza a nuestra creadora: hacer lo que le viene en gana cuando lo considera necesario o le apetece, independientemente de que su propuesta venga a cuento o no. Y ese empecinamiento por sacar a sus amigos bailarines a escena durante un largo rato (¡habrá que amortizar el coste de la orquesta!) más parece un relleno y un capricho personal («cada vez que veo bailar a Zhang y Xie (…) el corazón me estalla y todo brilla»). En todo caso, no todo es alborozo en Shangai. Ahí está la oscura habitación del hotel en que escribe y que la retrotrae a su soledad y a su sentimiento de abandono. Ahí va a ser Wendy por última vez: «Amar es sentirse permanentemente abandonada».

Y así llegamos a la tercera parte, que es la que todos esperábamos. Vestida con una combinación negra y unas mallas con jeribeques en el trasero, armada de un micrófono en la mano y seguida de cerca por los focos, Liddell nos canta las cuarenta gritándonos, o más bien escupiéndonos, verdades como puños. Y hay que ver cómo se encara con el público paseándose por el escenario o poniéndose en jarras o desgañitándose a voces. Y cómo éste, que ha estado circunspecto cuando no perplejo hasta el momento, responde de inmediato. Y a medida que la comunicación se establece, va subiendo la temperatura de la sala. «Performer» redomada, la artista aúlla dando saltos cuando entra de golpe a todo trapo la canción The House of Rising Sun de The Animals y el teatro se viene abajo. Ahora sí que nos tiene a todos en un puño y nos puede contar lo que desee. Por ejemplo, que ella odia a las madres y se las cargaría en masa, mujeres degradadas sólo por alcanzar «un suplemento de dignidad». Y es que ahora es ella quien ha tomado el puesto de Peter Pan, quien defiende a los jóvenes, quien no quiere crecer/envejecer. Wendy volvió a su casa, se casó y tuvo hijos. Ella sigue aquí sola de isla en isla, de Shangai en Shangai, sometida a una sociedad que está enferma y que hay que depurar. Lo más simple sería desaparecer, esfumarse en el aire y dejar de sufrir. Pero para la Liddell, el sufrimiento es vida y la hace tirar para delante.

Y pasan los minutos y ella sigue en escena sin perder el aliento, hasta el agotamiento total. Y el del público. Pero están tan fundidos una y otro que allí nos quedaríamos hasta el Juicio Final. Al fin, la figura resplandeciente de un joven llevando su bici de la mano entra en escena. Tiene un tiro en la espalda y se derrumba. Como se dice ahora, es la Belleza vencida por el Mal. Que Breivik sea un neonazi y los jóvenes militantes socialistas parece no importar. En El síndrome de Wendy todo es esencia y va por dentro, estremecimiento del alma, turbación de la sensibilidad que no tiene que ver con una Europa cada vez más fascista y alejada de la realidad. No es el propósito de Liddell localizar los gérmenes sino describir la enfermedad. De ahí su desesperación y su miedo, que nos trasmite a los demás. Como suele suceder con la mayoría de sus obras, Todo el cielo sobre la tierra es un espectáculo de aluvión, en el que se mezcla lo reiterativo y lo confuso con imágenes que te lo explican todo como «flashes». Su teatro surge como un nubarrón en la tormenta, cruzado por rayos y relámpagos. Claro que cuente lo que cuente, es una «show-woman» excelente.

David Ladra

Título: Todo el cielo sobre la tierra (El síndrome de Wendy) – Intérpretes: Fabián Augusto Gómez Bohórquez, Xie Guinü, Lola Jiménez, Jenny Kaatz, Angélica Liddell, Sindo Puche, Zhang Qiven, Maxime Trousset y Saite Ye – Orquesta: PHACE Ensemble – Pipa chino: Xue Ying Dong Wu – Dirección, texto, escenografía y vestuario: Angélica Liddell – Música: Cho Young Wuk – Iluminación: Carlos Marqueríe – Sonido: Antonio Navarro – Productor ejecutivo: Gumersindo Puche – Producción: laquinandi, S.L. – Teatros del Canal, Sala Roja, del 4 al 6 de Octubre 2013

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