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Trascendencia o la danza del arte

Aquello que está más allá de los límites naturales y desligado de ellos, es una de las búsquedas que más admiro en el arte del teatro.

De hecho aunque el arte sea un impulso natural del ser humano, resulta una de las actividades (poiesis: proceso creativo) humanas más artificiosas y que más destreza y oficio requiere para llegar a conseguir una belleza y fluidez determinadas, más allá de los tópicos y de los lugares comunes.

Lo evidente y lo obvio mata el arte. Lo sugerente, lo evocado, lo insinuado… lo refuerza y lo vuelve pluridimensional.

Trascendencia también podría relacionarse con ese misterio vibrante que, como un imán, nos atrae. Incluso, quizás, con «el duende», aunque éste, a decir de Federico García Lorca, no se puede adquirir mediante recetas técnicas: «Para buscar al duende no hay mapa ni ejercicio. Solo se sabe que quema la sangre como un trópico de vidrios, que agota, que rechaza toda la dulce geometría aprendida, que rompe los estilos, que se apoya en el dolor humano que no tiene consuelo, […] La llegada del duende presupone siempre un cambio radical en todas las formas. Sobre planos viejos, da sensaciones de frescura totalmente inéditas, con una calidad de cosa recién creada, de milagro, que llega a producir un entusiasmo casi religioso. […] Todas las artes son capaces de duende, pero donde encuentra más campo, como es natural, es en la música, en la danza, y en la poesía hablada, ya que éstas necesitan un cuerpo vivo que interprete, porque son formas que nacen y mueren de modo perpetuo y alzan sus contornos sobre un presente exacto.»

Merece la pena citar la anécdota que García Lorca refiere en su conferencia «Juego y teoría del duende» respecto a la alta capacidad expresiva: «Hace años, en un concurso de baile de Jerez de la Frontera, se llevó el premio una vieja de ochenta años contra hermosas mujeres y muchachos con la cintura de agua, por el solo hecho de levantar los brazos, erguir la cabeza, y dar un golpe con el pie sobre el tabladillo; pero en la reunión de musas y de ángeles que había allí, belleza de forma y belleza de sonrisa, tenía que ganar y ganó aquel duende moribundo, que arrastraba sus alas de cuchillos oxidados por el suelo.»

Por otra parte, la asunción de la técnica y la perfección del lenguaje dramatúrgico y escénico resultan fundamentos indispensables para el surgimiento del arte y la trascendencia. Sin oficio (artificio) no hay arte.

Susan Sontag lo afirma de manera taxativa: «en las artes escénicas los logros genuinos son inalcanzables sin una exhaustiva formación y práctica diaria.»

Y José Bergamín se refiere a la magia producida por la perfección técnica del baile de La Argentinita de esta manera: «El más grave reproche que aparentemente se ha hecho a este baile vivo, lírico, a este baile puro, es el de la asombrosa perfección de lo que, por llamarle de algún modo, se llama mecanismo: de su mecanismo o su técnica; como si el mecanismo, la técnica, en el baile, como en toda actividad imaginativa creadora, pudiera ser otra cosa que la perfección de lo creado: en una palabra, el estilo. Una bailarina de estilo será siempre una bailarina de maravilloso mecanismo […]. Recuerdo que a propósito de esta sorprendente perfección, que metafóricamente (no hay que olvidarlo) se llama mecanismo en el baile de La Argentinita, un malintencionado comentario que hizo alguna envidia fue aquel de que era una bailarina que bailaba como una máquina de coser. Insuperable elogio. Porque aparte de que una máquina de coser bailando ya sería cosa admirable y de verdadera maravilla poética, es que si la referencia se limita a la analogía imaginativa o equivalencia, una bailarina de carne y sangre, una bailarina viva, que baila como cose una máquina, o como calcula una máquina, o como corre, o como vuela… es, sencillamente, una bailarina sobrenaturalmente milagrosa. Y es que la creación espiritual del baile, su dinámica actividad creadora, en el aire de los aires, en la luz, no se mata por la percepción del estilo, sino que se origina en ella; porque es su poética razón de ser misma.»

Bergamín asociaba, además, la trascendencia estética en las artes a la asunción de una significación universal afincada en la perfección formal.

Trascendencia también se asimila con una levedad profunda, exenta de frivolidad o de superficialidad vacua. En este sentido trascendencia podría equipararse a gracia, tal cual ese instinto de escapar al excesivo peso de la existencia. Almada Negreiros la define como «ausência de atrito com toda a circunstancia.»

La trascendencia no tiene porque ser algo pesado, sino todo lo contrario. La cualidad de ligereza, la hondura, no implican pesadez sino más bien una sensación de facilidad y levedad, de elevación. Una suerte de poesía intrínseca, un halo casi místico o espiritual que está más allá de la carne y que resulta como una emanación profunda.

Pienso que incluso la tragedia más funesta y dolorosa, en teatro, debiera ser tratada desde la luz y el contrapunto de la ligereza y la levedad trascendente, sin redundar en lo pesante, sin acartonarla ni escayolarla.

Imagínense ustedes un espectáculo de Long Day’s Journey into Night (Largo viaje hacia la noche) de Eugene O’Neill que redunde en el dramón de esa familia llena de resentimientos hasta la rigidez espasmódica y el aburrimiento. No resultaría trascendente al cerrar ese canal de transmisión imprescindible de comunión y retroalimentación que supone el arte del teatro.

Por otra parte estaría la capacidad humana del pensamiento, que nos permite desligarnos de las circunstancias y de las contingencias que nos rodean, para elevarnos hacia la construcción de ficciones, de otros mundos complejos que nos alumbren. Velahí otro camino para trascender: pensar, la acción de pensar, la emoción de pensar, las alas del pensamiento. El arte del teatro aúna, como ningún otro, lo físico, lo químico y lo trascendental: movimiento, pensamiento, emoción.

Afonso Becerra de Becerreá.

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