Escritorios y escenarios

¿Diplomacia es hipocresía?

¿Que la diplomacia es hipocresía? Lo dudo. Estas palabras no son sinónimos, aunque las dos impliquen en mayor o menor medida, tener que disimular. La hipocresía es una actitud fea, mal vista, condenada socialmente que supone aparentar, por ejemplo, un sentimiento que no es sincero; no se siente eso que uno le está haciendo creer al otro. Pero la hipocresía no solo está en relación con los demás, es decir, con ese otro que no soy yo. También se puede ser hipócrita consigo mismo, así como hay muchas maneras de ser hipócrita; uno puede aparentar en determinado contexto estar de acuerdo con una idea, pero defender otra, en tanto se está fuera de este.

La diplomacia es una actitud bonita, agradable, elegante que podría definirse como la capacidad de mediar. Ser diplomático es ser una bisagra, mejor dicho: se trata de cumplir una función; el objetivo es la conciliación de dos partes, en principio, opuestas y defender de una manera respetable y honesta –al menos eso se esperaría–, los propios intereses. De cierta manera, es la práctica de la tolerancia en tanto relaciona varios elementos, aparentemente, irreconciliables.

No obstante, curiosamente la hipocresía aplicada en dosis mínimas, y siempre y cuando no se convierta en un habito o en un rasgo de carácter, puede ser saludable. ¿En qué casos? Pues cuando elegimos –no sé se instintivamente o racionalmente–, disimular que alguien nos produce inapetencia existencial, porque no nos engañemos: no nos gustan, ni nos atraen o nos interesan todas las personas. Así como no gustamos, no atraemos, ni interesamos a todas la personas. En estos casos es mejor tratar con educación al sujeto que estimula esa desgana, hastió o indiferencia, que decirle en la cara cosas cómo: «no lo quiero ver» o «usted no me gusta», principalmente porque es innecesario provocar incomodidad en un persona incluso cuando esta nos desagrade.

Ahora bien, si usted vive en un país violento como Colombia y le dice al sujeto en cuestión ese tipo de cosas en la cara, lo más posible es que esa persona saque un machete de su bolsillo –no me pregunten cómo y recuerden que este es uno de los países representativos del realismo mágico–, y le obligue a retractarse, esto en el mejor de los casos.

En la práctica de la diplomacia es más difícil detectar el disimulo. Se supone que un diplomático tiene unos intereses, lo que pasa es que está dispuesto a ceder. Y creo que es ahí, cuando debe disimular. En teoría tener que ceder le parece bien y está abierto a está idea. Pero en un mundo ideal preferiría no tener que sacrificar sus intereses. Lo que sucede es que mientras el diplomático asimila los cambios, y los acepta, piensa y construye estrategias para lograr ese cometido, en un futuro no muy lejano, que en esta ocasión no pudo lograr. Su disimulo está en sincronía con el proceso de asimilación.

Finalmente las dos son actitudes muy distintas, que hacen parte de nuestra humanidad. Y en el mundo, en la vida y en el ámbito del teatro creo que necesitamos más diplomacia y menos hipocresía.

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