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Jan Lauwers pinta la guerra con trementina pletórica posdramática

El escenario suele atraparnos por su visualidad plástica, por su iconicidad, más que por la intelección o cognición de un relato. En la representación más tradicional de historias, dentro de los parámetros de la mímesis del drama realista (de los realismos), relato y visualidad se funden. Pero, ¿qué acontece si, en vez de representar el relato, presentamos, simultáneamente, en dos niveles diferenciados y, en cierto sentido, autónomos, la dicción del relato, como una narración oral, por un lado, y una plétora de acciones diversas (coreográficas, objetuales, musicales, actividades como pintar, cocinar, montar y desmontar un espacio, construir una marioneta gigante, etc.) que no lo representen, por otro lado?

 

Bertolt Brecht, en su concepción del teatro épico, ya realizaba esa escisión entre la acción dramática y la inserción de la figura del narrador. La articulación de elementos ficcionales con elementos informativos. El distanciamiento respecto a una interpretación absolutamente identificativa, psicológica y emocional, se practicaba desde el trabajo actoral, hasta mecanismos dramatúrgicos como la fragmentación de las escenas en cuadros, en la onda del drama expresionista o drama en estaciones, los números musicales, la escenografía que nunca escondía el carácter teatral (artificioso) ni procuraba una ilusión de realidad. Todo ello para que la emoción del discernimiento, respecto a los sucesos y comportamientos escenificados, resultase iluminadora.

¿Cómo abordar, si no, asuntos tan inabordables, desde lo psicológico o lo emocional, como pueden ser una guerra o las encrucijadas vitales, cuando nos enfrentamos a la muerte de seres queridos? En esa tesitura, quizás, lo que más necesitamos es el discernimiento, porque la emoción, en crisis tan absolutas, puede aniquilarnos, ahogarnos. Y la aniquilación es irrepresentable y, pienso yo, impresentable. (Cuando nos la presentan los telediarios, por ejemplo, solo sirve para desactivar si gravedad a través de un morbo inicuo e inocuo.)

Así pues, lo más idóneo, a la hora de abordar estos asuntos, es evitar representarlos de una manera mimética realista. A la guerra y a la muerte, incluida la muerte “natural”, no les sientan bien los espejos. O expresado de otra manera, no hay espejo que soporte reflejar la guerra y la muerte tal cual. Incluso me atrevería a decir que la unidad, de linaje aristotélico, historia-relato y acción escénica, dentro del orden narratológico que tal unificación requiere, se queda corta para la explosión y complejidad poliédrica y disímil en materias y cuestiones relacionadas con la experiencia de la guerra, de la enfermedad y la muerte, etc.

Pienso, ahora, en la obra de Esquilo Los siete contra Tebas, en la cual los personajes se narran a si mismos y narran las vicisitudes de la guerra, en vez de representarlas.

Recientemente, el 36 Festival de Almada nos dio la oportunidad de asistir al último trabajo de la compañía belga NeedCompany, titulado War and Turpentine. Guerra e Terebintina (Guerra y trementina), en la que su director, Jan Lauwers, adapta la novela homónima de su amigo Stefan Hertmans. Fue en la Sala Garrett del Teatro Nacional D. Maria II de Lisboa, el sábado 6 y el domingo 7 de julio de 2019. Yo acudí a la función del sábado.

Lauwers explica, en la documentación facilitada al Festival de Almada, que Guerra e Terebintina, la novela, es una historia familiar, la que Hertmans rescató de los cuadernos de memorias que le dejó su abuelo, uno de ellos “un relato primorosamente documentado, inequívocamente perteneciente al archivo de la Gran Guerra, testimonio de primera mano sobre la experiencia de las trincheras, que había hecho del soldado y pintor Urbain Martien un inválido.” Esta novela es para Stefan Hertmans, anota Jan Lauwers, lo que Isabella’s Room (La habitación de Isabella) para el director teatral de la NeedCompany, “un marco en su carrera”, porque ambos son trabajos sobre sus propias familias.

El estilo posdramático de la afirmación de la performance, de la relación directa con el público, sin interponer una cuarta pared ni representar un universo ficcional, así como el despliegue de un paisaje escénico abigarrado en algunos cuadros, que se monta y se desmonta a la vista de la recepción y que se caracteriza por momentos de poderosa intensidad visual y física, es un sello de Jan Lauwers que se mantiene en Guerra e Terebintina.

En el escenario, dos alturas fijas: un proscenio que invade la platea y, un poco más elevado, el resto del escenario. Y aún, a una tercera altura más elevada, el templete móvil del conjunto musical que realiza la banda sonora, a base de acciones musicales que interactúan con las acciones actorales y objetuales, y también pequeñas piezas musicales. La composición musical es de Rombout Willems, para piano, violonchelo y violín.

En el centro del proscenio, sobre una alfombra, sentada en un cojín, apoyado en el borde del segundo escenario, y con una mesita, con tapete de encaje, delante, está la actriz fetiche de Lauwers, Viviane De Muynck. Ella será quien ponga la voz a esta historia, a través de la lectura de los diarios del pintor y soldado Urbain Martien, mientras un actor, con bata de pintor, situado en el frontal derecho del escenario, se pasa casi toda la pieza pintando y tomando café. Lo que dibuja y pinta lo podemos ver proyectado en dos amplios monitores, situados a ambos lados del proscenio, al pie de los cuales se acumula una especie de bodegón con cuadros pictóricos amontonados y algunos enseres domésticos, que nos remiten a la primera mitad del siglo XX, época de la Primera Guerra Mundial.

Al lado del pintor, que sería el alter ego de Urbain Martien, el abuelo del escritor Stefan Hertmans, una actriz, que se mueve con cojera, lleva un uniforme blanco de enfermera de esa misma época.

Tanto el actor como la actriz no hablan o apenas hablan, en las dos horas que dura el espectáculo. Tampoco representan, de manera mimética realista, a los personajes del pintor Urbain Martien y de la enfermera, sino que, más bien, por su caracterización externa y, sobre todo, por las actividades reales que realizan en escena, se nos presentan como los iconos o los referentes a los que alude el relato que nos cuenta Viviane De Muynck.

El actor pinta, toma café, ordena el espacio, etc. La actriz prepara café, limpia, reconfigura el espacio, nos muestra, como en una danza, diferentes imágenes pictóricas y dibujos, que traslada de un lado a otro del escenario. Realiza una bellísima coreografía de danza colgándose de un telón de terciopelo verde oscuro, que sube y baja para dividir el escenario en dos partes, ocultando la mitad del fondo, y generando así una compartimentación compleja del espacio teatral.

Un telón que, además, como aquellos que podemos observar en algunas imágenes de montajes de Brecht, pende de una vara a media altura del escenario, de tal manera que corta la horizontal y la vertical en dos partes y nos muestra, en todo momento, el artilugio, la maquinaria del teatro. Señal inequívoca de esa afirmación materialista de la performance, en la que actúan en pie de igualdad los objetos, el telón, los actores y actrices, la narradora, la música y los efectos sonoros y lumínicos, etc.

Otros ejemplos de este proceder, que me atrevería a denominar como trementina posdramática, puenden ser: La vara de focos que sube y baja en el foro. El movimiento del templete móvil, donde están los músicos, que actúan tocando y también realizando coreografías y otras acciones escénicas, desplazado por el escenario por las propias actrices y actores, como un trabajo de colaboración que nos muestra ese espacio teatral dinámico y mutante. Los tablones cuadrangulares que bajan del telar, en el foro, y que sirven para proyectar acciones caligráficas, con fragmentos de texto que describen los momentos más encarnizados y bestiales de la guerra. Fragmentos textuales que, por su extrema crudeza, no son proferidos en voz alta, no son leídos por Viviane De Muynck. En cambio, en vez de establecer esa obligación de escucharlos, se nos ofrece la posibilidad, si queremos, de leerlos nosotras/os mismas/os. Esos tablones también sirven, además, para que las actrices y los actores, en diferentes momentos y con diferentes intensidades, se lancen hacia ellos para golpearlos o para agitarlos y provocar su choque, de tal manera que el estruendo, amplificado, evoca el espacio sonoro de las bombas y las deflagraciones de una guerra.

De alguna manera, todo lo que escuchamos y vemos es producido en directo, como un conjunto de tareas o actividades reales, entre las que destaca, también, nuestra participación para decidir a qué atendemos, para decidir si queremos leer las acciones caligráficas, por ejemplo, etc.

Viviane De Muynck, desde el centro del proscenio, muy cerca del público, nos cuenta con ímpetu la historia del soldado pintor Urbain Martien y de su saga familiar. Incluso, en la última parte de la pieza, se narra a si misma como Gabrielle, la esposa de Martien, con quien tuvo una hija, después de casarse para substituir a su hermana María, la guapa, de la que Martien estaba profundamente enamorado y que había sido su musa. Él había pintado el rostro de María en el espejo que refleja la cara de la Venus desnuda de Velázquez. Pero, justo cuando se había acabado la guerra y estaban disfrutando de su idilio, la joven María muere de una enfermedad incurable. Un tiempo después se casa con Gabrielle, la hermana mayor, evocada en el relato por la narradora, desde una divertida ironía, sobre todo cuando compara la fisionomía de ambas y nos relata el desafecto de su esposo. También cuando, al final, nos muestra las dos pinturas, la del bello rostro de la joven María, con sus cabellos largos, frente a la del rostro relleno y la cabeza embozada de la hermana mayor.

Una de las bailarinas, la de figura más joven y fina, se pone un vestidito, a vista del público, cuando Viviane la interpela, como si fuese María, para continuar su relato, y ejecuta la performance de la muerte de la enamorada del pintor. Para ello, en esos cuadros finales, introducen una cama blanca de hierro, que será también, unas pocas escenas después, el lecho de muerte del propio pintor.

La performance de la muerte, tanto de la joven musa y enamorada, como del pintor, rozan la ilustración del relato. Pero no parecen buscar tanto una aproximación realista como una especie de representación pictórica, animada de una manera muy implicada físicamente, para producir, casi, con esa fisicalidad energética desbordante, un impacto que no nos absorbe por identificación afectiva, sino por una empatía contemplativa muy similar a la que podemos experimentar en la danza contemporánea.

De modo semejante, actúan los cuadros corales que se montan en el escenario, con profusión de momentos dancísticos. El elenco de bailarinas/es-actrices, actores, danzan peleas en un evocado campo de batalla.

Danzan el hambre y las heridas, inflando y arqueando sus vientres, haciendo sobresalir sus costillas y sus cajas torácicas, agarrando, de manera ostensible y focal, sus propias carnes o las de sus colegas, como si pretendiesen arrancarlas os desgajarlas. Retorciéndose, exprimiéndose, cayendo, saltando, corriendo, poniendo sus cuerpos a temblar… mientras el piano suena, por los golpes que la pianista le propina a las teclas más graves.

Danzan luchas de esgrima, mientras el violín se agudiza en frenesí sonoro. Danzan la construcción de una enorme marioneta, de inspiración futurista, compuesta de módulos de metal engarzados, que se eleva, de manera fantasmal, ocupando todo el espacio cúbico del escenario. Cuando las extremidades, piernas y brazos, y la caja torácica del esqueleto metálico se elevan hacia los telares del escenario, por el efecto de las cuerdas, la pintura del rostro de una Virgen se alza del suelo y sube por delante de ese enorme armazón esquelético, para situarse en el lugar de la cabeza. El cuadro dura unos minutos con el movimiento del muñeco gigante y desaparece de nuestra vista, ascendiendo por los telares. Es uno de los momentos más maravillosos, en sentido literal, de Guerra e Terebintina.

En general, a los momentos climáticos se llega por la acumulación de estímulos, de acciones simultáneas, de la intensidad en la ejecución y de la plétora.

El juego de tensiones rítmicas por contraste también es muy relevante en la dramaturgia de Lauwers. Contrastes en cada cuadro y también entre unos cuadros y otros. Un ejemplo claro es la última parte, la de la “liberación”, después de la Gran Guerra. Cuando el escenario se inunda de luz cálida y el ambiente se torna festivo, en contraste con las luces frías de la primera parte. Los actores cocinan una tarta de chocolate para celebrarlo y la reparten, de manera bromista y simpática, entre algunas espectadoras y espectadores. También en el inicio, la actriz pertrechada como enfermera, lanza gominolas a la platea, para endulzar un poco la crudeza del relato.

Dentro de esa última parte de la “liberación” y fin de la Primera Guerra Mundial, también surgen los contrastes de la muerte de María, la amada del pintor y, después, la del propio pintor. Incluso el relato de la muerte de Gabrielle, la esposa del pintor, cuyo alter ego ha asumido, cuando este personaje entra en la historia, la propia narradora Viviane De Muynck.

Estamos, en cierto modo, ante una pieza testimonial, ya que nos presenta esos diarios del abuelo de Hertmans, leídos por De Muynck. Pese a la inevitable síntesis de la adaptación teatral de la novela, que reduce 400 páginas a 40 páginas, según explica Lauwers en la documentación del espectáculo, podemos transitar por el afán pormenorizado del pintor y soldado Urbain Martien.

Erwin Jans, en el programa de mano, señala: “En sus cuadernos, Urbain Martien quería tomar nota de sus experiencias como soldado de la manera más fidedigna posible. Quería permanecer fiel a los acontecimientos y a los camaradas tumbados en combate. Tal como quería permanecer fiel al original, hasta el más ínfimo detalle, cuando copiaba a los grandes maestros [de la pintura], de un modo tan virtuosamente fiel que nunca había desarrollado su propia personalidad artística como dibujante y pintor.”

Este afán de fidelidad a los hechos narrados no es traicionado por Lauwers representándolos y cerrándolos en una forma mimética, como ya he apuntado, sino leyéndonos esa selección de párrafos de los cuadernos y, por analogía y evocación, generando una performance alternativa de alta fisicalidad y visualidad. De esta manera, los pasajes descriptivos que nos narra Viviane De Muynck se superponen a esas secuencias teatrales, y viceversa, que apelan directamente a lo sensorial y a lo físico.

La trementina suele ser usada como disolvente de pinturas. Si a la trementina le sumamos la plétora posdramática que, sobre el escenario, disuelve la representación cerrada de personajes e historias, a través de la simultaneidad de acciones diversas, de su afirmación material y física y de su abierta plasticidad, podemos concluir que Jan Lauwers nos ofrece una pintura incómoda, que no se conforma con los perfiles y los límites definidos, que no se conforma con la fidelidad literal, sino que necesita explosionarla para que la luz desbordante del arte no nos genere la falsa impresión de que vamos a entender la herida o la guerra. Vamos a ser testigos del testimonio que se nos presenta y no vamos a perder el vértigo del asombro ante ese estallido escénico que nunca clausura las cuestiones que abre.

 

P.S. – Sobre la NeedCompany y Jan Lauwers, también puede leerse:

Isabella’s Room de Jan Lauwers en Almada”, publicado el 16 de julio de 2018.

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