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Estética y violencia según Jan Lauwers en ‘Billy’s Violence’

Las escenas de violencia y de sexo desafían el decoro. Aristóteles, en su Retórica, venía a recomendar que esos lances patéticos sucediesen en la extra-escena, o sea, fuera de la visión del público. De tal manera que se mostrase el proceso dramático que desencadena o propicia esas acciones violentas o sexuales y también el proceso posterior, para que se muestren las consecuencias y, finalmente, se pueda extraer alguna conclusión o lección.

 

Pero al margen de consideraciones morales o filosóficas, yo siempre he pensado que esa especie de recomendación o prevención del sabio Aristóteles, creador, por cierto, del primer tratado de dramaturgia occidental: la Poética, no se debe tanto a la censura moral, como a cuestiones procedimentales y funcionales que atañen al teatro.

Voy a intentar explicarlo brevemente. Lo real, en muchas ocasiones, puede no resultar realista, como cuando se trata la violencia o el sexo. Lo real es una cosa y el realismo es otra cosa, en este último caso un estilo que se corresponde con un hacer (poética) y con unos procedimientos (retórica).

Lo real, en muchas ocasiones, puede resultar, encima de un escenario, inverosímil. Lo que en la denominada “realidad” nos produce unos afectos y unos efectos determinados, visto tal cual en un escenario, imitado o representado, puede producir unos afectos y unos efectos diferentes e incluso contrarios de aquello que, en la creación artística, tiene que ver con una pulsión, incluso a veces voluntad, expresiva. Esto daría, por tanto, un error de dramaturgia. O si no nos gusta la palabra error, porque somos intolerantes al fracaso, entonces también podríamos decir que daría una pieza pretenciosa. Se pretendían alcanzar unos afectos y unos efectos determinados y próximos a nuestra voluntad expresiva, como artistas, que esas escenas de sexo y violencia han acabado por frustrar.

Siempre recuerdo un ejemplo para mí muy iluminador. En el año 2000, en Flors de Roger Bernat, Cía. General Eléctrica, en el Mercat de les Flors de Barcelona, había una escena con dos acciones simultáneas, en la izquierda, una cama redonda girando, con una pareja heterosexual haciendo sexo en directo (creo recordar que se trataba de un actor y una actriz del mundo del porno, ambos muy bien dotados, en sus atributos sexuales, claro) y, en la derecha del escenario, una actriz haciendo un monólogo, tipo confesión, al público, sobre sus decepciones amorosas y sexuales. Al principio la sorpresa y el morbo, de ver a aquellos dos fenómenos follando en directo, atrapó mi atención. Nunca había visto nada igual sobre un escenario de teatro. Pero no pasaron muchos segundos o minutos cuando mi atención se desplazó a la actriz del monólogo, cuya interpretación, actitud, complejidad expresiva y emotiva, resultaban mucho más atractivas, profundas, trascendentes si se quiere, e interesantes, a la postre, que aquella escena real de sexo, desprovista de complejidad o pulsión expresiva. La pareja heterosexual, que exhibía sus cuerpos esculturales mientras follaban, pasó a un segundo plano, como algo casi disruptivo respecto al drama que, en aquel espectáculo posdramático, encarnaba la actriz de teatro.

Otro ejemplo, que recuerdo con imprecisión, fue en una clase de dramaturgia de Albert Boadella, en el Institut del Teatre de Barcelona, a finales de los 90. Boadella nos explicaba que, en uno de los primeros espectáculos de Els Joglars, su compañía, en la época en la que hacían un teatro más físico que textual, un actor que estaba subido en una torre, interpretando a un personaje, en una escena era abatido por otro personaje que le disparaba desde abajo. En una de las funciones, el proyectil de mentira que lanzaba el arma, hecho con papel mojado, ese día la bala de papel mojado se había endurecido, le había dado en mal lugar al actor que estaba encaramado en la torre. Este incidente produjo su caída real, en vez de la caída coreografiada que tenía previsto, y aquello fue un auténtico fiasco.

Así pues, lo real, en algunos casos, no acaba de resultar ni realista ni eficaz artísticamente y la violencia y el sexo suelen situarnos en esa difícil ecuación cuando pensamos en llevarlos a los escenarios.

Este viernes, 16 de julio de 2021, arrancó la Mostra Internacional de Teatro, MIT, de Ribadavia (Ourense), con Billy’s Violence del gran maestro de la dramaturgia posdramática Jan Lauwers (así lo recoge Hans-Thies Lehmann en su Postdramatisches Theater de 1999) y su Needcompany (Bélgica). Un ejemplo que desafía, como antes hizo el monstruo William Shakespeare (Billy para los amigos), las dificultades de tratar la violencia y el sexo en el escenario teatral.

En el programa de mano del espectáculo se alude al ejemplo de Tito Andrónico para apelar al “catálogo de horrores y de violencia gratuita en el que, a veces, se convierten las obras del bardo inglés” y se plantean, al respecto, preguntas de largo alcance: ¿por qué nos complace ver un crimen de ficción o leerlo?, ¿qué papel tiene la violencia en el arte de nuestro tiempo y qué diferencias hay en la manera de verla y juzgarla hoy respecto a siglos pasados?

Para ello Lauwers crea un espectáculo en el que un actor músico, el compositor Maarten Seghers, que asume la figura alegórica del Bufón, hará un recorrido por secuencias de alto voltaje, que constituyen el meollo de 10 tragedias de Shakespeare.

El texto de Victor Afung Lauwers y la dramaturgia, realizada por éste, junto a Elke Janssens y Erwin Jans, extrae, principalmente dúos y algún trío de las escenas más violentas del repertorio shakespeariano, en el que las mujeres pasan a ser el eje central.

A estos dúos o tríos se suma, en la escenificación, el resto del elenco, integrado por Nao Albet, Grace Ellen Barkey, Gonzalo Cunill, Martha Gardner, Romy Louise Lauwers, Juan Navarro, Maarten Seghers y Meron Verbelen, realizando coros con coreografías sonoras y dancísticas complementarias. Una coralidad escénica que  contribuye a darle densidad y tensión no solo sensorialmente rica, sino dramáticamente efectiva a cada una de las diferentes secuencias.

Marina (Pericles), Cleopatra (Antonio y Cleopatra), Desdémona (Othello), Julia (Romeo y Julieta), Porcia (Julio César), Lavinia (Tito Andrónico), Cordelia (Rey Lear), Ofelia (Hamlet), Imogene (Cimbelino) y Crouch (la mujer en la que Shakespeare se inspiró para Lady Macbeth, en Macbeth), son los títulos de las 10 secciones que integran este rompecabezas, en el cual el juego de la violencia nos habla sobre las quiebras del amor, del propio y del que nos une a otros seres.

Los diálogos son íntimos y conjugan afecto y violencia a partes iguales. Las escenas están totalmente exentas de referencias históricas, lo cual contribuye a que nos concentremos en la naturaleza relacional y dramática entre los personajes. Esto provoca que el juego actoral con la violencia acabe por delatar, para la recepción, sus orígenes más perturbadores: el amor insatisfecho. Algo que nos puede alcanzar a cualquier persona del público.

Así pues, esos diálogos, principalmente a dúo, mujer/hombre, ponen el foco sobre la violencia y la locura en la intimidad, acercándonosla temáticamente. Cosa que no acontecería si se abordase enfocada al conflicto bélico o a las contiendas políticas, que operan también en las mentadas tragedias de Shakespeare.

La disfuncionalidad de las relaciones amorosas, incluida la escena más onírica entre una Cordelia casi fantasmal y un padre, el rey Lear, con demencia senil, es uno de los aciertos de este puzle posdramático.

Sorprendente la crueldad de Marco Antonio, haciendo que le golpeen la cabeza a un pretendiente de Cleopatra sobre un tambor amplificado y con la aplicación, a vista de público, de un chorro de sangre artificial. Una brutalidad sublimada por la mostración de los artificios teatrales, que afirman el juego y que, al mismo tiempo, generan una plasticidad y una musicalidad apoteósicas.

He aquí una de las cualidades más admirables, según mi parecer, de la maestría de Jan Lauwers: que la estética alcance altas cotas, inéditas, de plasticidad visual y de musicalidad, promoviendo una especie de invasión sensorial de la recepción, siempre desde una pulsión expresiva y desde una fundamentación poderosa.

En la misma tónica, sorprendente la escena de violencia machista de Othello, actuado por el gran Juan Navarro (uno de los actores fetiche de Rodrigo García), gritando “zorra” y “puta” a Desdémona, cogiéndola por el cabello y zarandeándola de un lado a otro del escenario, soltándose y enganchándose, como dos animales en una ceremonia entre la pelea y lo sexual. Una escena ejecutada de manera febril y asumida desde una fisicidad que le otorga una crudeza inquietante, que nos deja sin saber cómo reaccionar, porque hay momentos casi cómicos, pero, al mismo tiempo, terribles. El momento final del estrangulamiento y cuando la envuelve en el plástico y se la lleva, cargándola como un fardo, como quien carga con su inmensa desgracia, resulta escalofriante.

Sorprendente y antológica, también, la escena casi pantomímica entre una Julieta y un Romeo aniñados, que parece que se hayan tomado éxtasis o MDMA, para entrar en dinámicas psicodélicas y escatológicas, asumiendo una actitud adolescente e incluso infantil. Una mezcla brutal de eros y tánatos, próxima a la necrofilia, que la actriz y el actor se encargan de jugar evocando las relaciones precoces entre dos pre-adolescentes. Pero esta ruptura de los límites, supuestamente saludables o aceptables, en la relación sexual, se interpreta también desde una fisicidad lúdica e inventiva más sugeridora que realista. A su alrededor, el coro musicaliza moscas y mosquitos en una performance vocal que también se acompaña con el cuerpo, de una manera que añade inmersión sensorial y la metáfora de la carne como carniza y carnaza.

Ahora mismo, de manera desordenada, me viene a la memoria el estorbo de las toses en la primera secuencia. Un crescendo en cantidad e intensidad que invade la escena y que nos remite, inevitablemente, a la enfermedad y a la pandemia que asola nuestros días. Igual que la peste asoló los días de Shakespeare cuando estaba encerrado escribiendo el Rey Lear.

Sorprendente y también desasosegante la escena en la que el propio maestro de ceremonias, el Bufón, interpreta a una Ofelia no binaria, con tesitura de contratenor paródico y dicción gangosa. Un doble Hamlet la acosa con su discurso y su actitud. Esa violencia que reaparece, en la actualidad, contra la diversidad funcional o la diversidad de género. Mientras el coro, de manera carnavalesca, juegan a hacer de gallinas alrededor de la escena. Nadie intercederá por la desvalida Ofelia, que acaba por sucumbir al asedio, y del cromatismo verde, que tiñe el escenario, pasaremos a un rojo violento y sanguíneo.

Es el baño de sangre, en el banquete de Lady Macbeth y su esposo, rodeados por el resto del elenco, semidesnudos o desnudos, manipulando también marionetas cadavéricas, la coronación de este rompecabezas. Una performance final donde la fisicidad está condicionada por el líquido viscoso sanguinolento, en el que se regodea todo el elenco, con la extraordinaria Grace Ellen Barkey como Lady Macbeth en la cima de ese friso.

Otro de los méritos de Jan Lauwers y su equipo artístico es la capacidad para explorar y darle un desarrollo a cada una de las propuestas escénicas que constituyen la dramaturgia. Cualquiera de las secuencias de Billy’s Violence es un ejemplo. La duración es la justa para que esas propuestas tengan un desarrollo en lo que atañe al impacto sensorial y estético, pero también en la acumulación emotiva y semántica que se pueda derivar. De esta manera, los arrobos estéticos nunca son estetizantes ni anestésicos o, como señalaría Byung-Chul Han, “anestetizantes”.

Esa utilización magistral de las duraciones y del desarrollo de las acciones escénicas, que constituyen cada secuencia, propician un ahondamiento que no nos permite quedarnos en el morbo o la truculencia por la truculencia. Aquí el goce pasa por fases de desasosiego, de choque emocional, del no saber qué pensar e incluso qué sentir. De repente, algo nos hace gracia o nos hace reír y, al mismo tiempo, surge una especie de alerta de nuestra conciencia que nos dice: pero cómo te puedes reír de esto o por qué te hace gracia esto otro, acaso es que eres un cabrón. Pues sí, seguramente, también somos unos cabrones. O no. A lo mejor, ya solo ese cuestionamiento es una revuelta contra las hipótesis de los impulsos violentos y aniquiladores que pueden anidar en cualquier animal racional.

Resaltar, también, la contundencia de esos momentos, aparentemente improvisados e incluso descontrolados, que se producen encima del escenario y que implican sorpresa, inquietud, duda, tensión, flipe. Por ejemplo, cuando Gonzalo Cunill, en un Antonio irado, levanta el tambor y tira de él, para amenazar con estamparlo contra Nao Albet, el admirador de Cleopatra, arrastrando los cables y descoyuntando las conexiones con la mesa de control sonoro, que está en el margen izquierdo del escenario y que maneja Maarten Seghers. Es como si las pasiones, realmente, abordasen el escenario y amenazasen con romper las convenciones teatrales y provocar la hecatombe.

Ya para acabar esta reflexión, me pregunto por qué me encantó y me asombró tanto Billy’s Violence, a mí, que no soporto ni me gustan las películas con escenas violentas ni las novelas sobre crímenes.

Quizás, además de lo ya analizado, porque la “violencia gratuita” se hace efectiva, por la veracidad que le otorga la convicción interpretativa del elenco y su espléndido dominio de la fisicidad y la musicalidad. También porque el juego, en si mismo, alcanza una estética electrizante que no es, para nada, gratuita. Quizás, porque por debajo o por encima o por entre ese juego estético, en lo visual y lo sonoro, hay un fondo de delicada ternura, en esa entrega actoral que trasluce, en todo momento, la vulnerabilidad humana y esa puerta entreabierta a la perdición, que siempre estuvo, está y estará ahí.

 

P.S. – Otros artículos relacionados:

Jan Lauwers pinta la guerra con trementina pletórica posdramática”, publicado el 13 de julio de 2019.

Isabella’s Room de Jan Lauwers en Almada”, publicado el 16 de julio de 2018.

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