Críticas de espectáculos

Un drama íntimo sobre el deseo, el poder y la fragilidad del alma

El espectáculo «Alejandro y el eunuco persa», obra del dramaturgo pacense Miguel Murillo Gómez, es una coproducción entre la compañía La Bola Producciones –del cacereño Pablo Pérez de Lazárraga- y el Festival. Se trata del segundo montaje de la 71ª edición del certamen, representado en el marco del Teatro Romano. El texto nace a partir de un encargo del director de la obra, el también extremeño Pedro Antonio Penco, quien albergaba desde hace años el anhelo de llevar a escena la vida de Alejandro Magno en ese espacio cargado de historia. Ese sueño, acogido por el Festival, cobra forma en esta edición en una propuesta que entrelaza la fuerza del mito con la emoción imperecedera del teatro clásico.

Aunque sobre Alejandro Magno se ha escrito abundantemente, las fuentes históricas que mencionan su relación con el eunuco persa Bagoas —como Quinto Curcio Rufo y Plutarco en «Vidas paralelas»— lo hacen de manera fragmentaria. Bagoas es descrito como un joven de gran belleza que conquistó el favor de Alejandro, una figura que ha sido interpretada tanto desde una óptica política como afectiva.

No obstante, Miguel Murillo parece inspirarse principalmente en la célebre novela «The Persian Boy» («El muchacho persa»), publicada en 1972 por la escritora británica Mary Renault. Esta obra, considerada la más influyente en la recreación literaria de la relación entre Alejandro y Bagoas, ofrece una narración íntima y emotiva desde la perspectiva del propio Bagoas. Desde la corte de Darío III hasta las campañas militares junto a Alejandro, Renault compone un relato que combina rigor histórico con un profundo lirismo emocional. Su aproximación a los personajes es psicológicamente rica, abordando temas universales como el amor, la lealtad, el poder y la identidad.

En este contexto, Miguel Murillo, en su pieza dramática «Alejandro y el eunuco persa», no se limita a rescatar una historia del pasado; ofrece, más bien, una exploración profundamente humana de dos figuras históricas atrapadas en una relación tan compleja como fascinante. A través de un material de veinte escenas imaginadas, despliega una red de vínculos marcados por el deseo, los celos, la ambición y la traición…

Alejandro, el conquistador legendario, es presentado desde una faceta íntima y vulnerable: un hombre arrasado por impulsos que acaban por dominarlo. Frente a él, el eunuco —ambiguo, enigmático, seductor— encarna tanto el poder de la atracción como la capacidad de influir desde las sombras. Su identidad ambigua escapa a los marcos tradicionales, encarnando lo indefinible, lo que no puede ser poseído ni dominado, y por eso mismo, perturba.

Desde el punto de vista literario, la obra destaca por un lenguaje tenso y matizado, una estructura narrativa precisa y un avance implacable hacia un desenlace trágico. Cada escena introduce un giro en la escalada del conflicto, y los diálogos —agudos, densos de significado— permiten adentrarse con notable hondura en la psicología de los personajes.

Imagen de Alejandro y el eunuco persa
Imagen de Alejandro y el eunuco persa

Alejandro, el conquistador legendario, es presentado desde una faceta íntima y vulnerable: un hombre arrasado por impulsos que acaban por dominarlo. Frente a él, el eunuco —ambiguo, enigmático, seductor— encarna tanto el poder de la atracción como la capacidad de influir desde las sombras.

Desde el punto de vista literario, la obra destaca por un lenguaje tenso y matizado, una estructura narrativa precisa y un avance implacable hacia un desenlace trágico. Cada escena introduce un giro en la escalada del conflicto, y los diálogos —agudos, densos de significado— permiten adentrarse con notable hondura en la psicología de los personajes.

En su plano simbólico, esta obra actúa como una advertencia sobre los peligros del poder absoluto y los estragos que provoca cuando el amor se confunde con la posesión. Alejandro representa al líder que, al ceder ante sus propias pasiones, destruye aquello que más ama. La obra no solo posee un sólido valor literario —por su narrativa poética, su ritmo y la intensidad de su lenguaje dramático—, sino también una carga alegórica que amplifica su resonancia. Nos habla de la fragilidad del alma humana, de los límites del poder y del riesgo de confundir el deseo con el derecho a poseer. Es, en definitiva, una obra que apela tanto a la reflexión como a la emoción, y que se mantiene vigente por los dilemas universales que plantea.

El vasto caudal que ofrece el texto de Murillo, con sus cincuenta escenas, brinda a Pedro Antonio Penco un corpus fértil para construir una dramaturgia y una puesta en escena en sintonía con su sensibilidad artística. En su ejercicio de selección, realiza una poda precisa, orientada a revelar la esencia del texto y lograr un impacto escénico, buscando conmover mediante imágenes poderosas que abrazan la palabra y la vuelven más cercana al alma del espectador. Así, Penco no impone su visión: dialoga con el texto, lo amplifica visualmente en su aliento poético. Y eso es más que una decisión estética: es un gesto deliberado de fidelidad a una apuesta luminosa por mantener vivo el mito y hacerlo resonar en nuestro tiempo.

La puesta en escena de Penco mantiene, desde el inicio, una tensión dramática constante que dialoga con la hondura emocional del texto. Su dirección, contenida y expresiva, ilumina los vínculos del relato sin traicionar su delicado equilibrio entre lo íntimo y lo político. El diseño escenográfico de Antonio Ollero, en armonía con el espacio romano del monumento, distribuye con precisión las zonas de acción entre la escena y la orchestra, mientras las columnas —iluminadas por Fran Cordero— evocan la solemnidad de un antiguo palacio de oriente, envolviendo la escena en un aura de eternidad. La música persa original de Mariano Lozano, de tono grave y ceremonial, intensifica el avance dramático de la obra, creando atmósferas que influyen sutilmente en los destinos de los personajes. El vestuario, de cuidada simbolización, y la dirección actoral —precisa en movimientos, gestos y palabras— completan una propuesta escénica que no solo acompaña el texto, sino que lo transforma en una experiencia visual y sensorial profundamente conmovedora.

Lástima que, en algunos pasajes, la baja intensidad del sonido dificultara la plena audición tanto de la música como de las voces actorales, especialmente en el coro, embellecido por las coreografías de Cristina D. Silveira. Estos desajustes puntuales —que el montaje deberá corregir en su rodaje— restaron fuerza a ciertas escenas y quebraron, por momentos, la continuidad emocional del espectáculo. Un ajuste más preciso en la sonorización permitiría redondear la propuesta y potenciar aún más su impacto escénico.

La interpretación actoral resultó sólida y profundamente efectiva en su conjunto, elevando el valor global del espectáculo. La puesta en escena se sostuvo sobre un elenco brillante, compuesto por Guillermo Serrano (Alejandro), Miguel Ángel Amor (Bagoas), David Gutiérrez (Efestión), José Lucía (Kleito), Chema Pizarro (Cratero), Francis Lucas (Heráclito), Ana García (Rosana), Paula Iwasaki (Olimpia), Silvia González (Ama), Juan Carlos Castillejo (Tolomeo), Rafael Núñez (Aristóteles), Antonio M. (Pármeno) y Ana Batuecas (Barcine). La mayoría, actores extremeños, conocen a fondo el espacio romano y han pisado ya esas piedras milenarias con éxitos previos; esa familiaridad se traduce en una presencia escénica firme, fluida, naturalmente integrada al entorno.

Cada uno de ellos ofreció una interpretación cargada de matices, logrando sintetizar con precisión lo mejor de su gestualidad, movimientos y arte declamatorio. Si bien todos brillan en sus respectivos roles, hay momentos en los que la escena se colma de una intensidad particular: Guillermo Serrano y David Gutiérrez, en sus duelos verbales y emocionales, alcanzan una altura interpretativa notable, dueños de una caracterización pulida, expresividad contenida y fuerza declamatoria. También se lució Francis Lucas, cuya recreación de Heráclito —con ecos de comedia y tragedia— supo entrelazar lo filosófico y lo escénico con una sensibilidad casi escultórica, encarnando las máscaras clásicas del teatro grecolatino.

Mención especial merecen Silvia González y Ana Batuecas, que debutan en el Teatro Romano con admirable entereza, logrando estar a la altura del elenco más experimentado. Su entrega y precisión las convierten en promesas ya cumplidas dentro de esta propuesta coral. En suma, un equipo actoral cohesionado, entregado y absolutamente esencial para que el texto se transformara en una vivencia escénica memorable.

En un tiempo donde la escena muchas veces renuncia a la emoción o al pensamiento, «Alejandro y el eunuco persa» se alza como una propuesta valiente, que recupera la potencia simbólica del teatro clásico para hablarnos, desde lo mítico, de las pasiones más humanas y atemporales.

El público amante del teatro aplaudió con sinceridad la interesante propuesta durante 4 minutos y 48 segundos, según el «aplausómetro» de mi colaborador, el reporter Eloy López.

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