Críticas de espectáculos

La intimidad del poder

El espectáculo «Memorias de Adriano», basado en la novela de la escritora belga/americana Marguerite Yourcenar y en la versión de Julio Cortázar, con dramaturgia de la filóloga hispano/mexicana Brenda Escobedo y dirección de la madrileña Beatriz Jaén, es una coproducción de la compañía Teatre Romea y del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. El montaje, que forma parte de la 71.ª edición del certamen, es el séptimo en subir a escena en el Teatro Romano.

Publicada en 1951, más que una novela histórica es una meditación literaria de extraordinaria hondura sobre el poder, el amor, la muerte, la enfermedad, el arte, la política y el tiempo. En sus 370 páginas, Yourcenar no solo reconstruye la figura del emperador romano Publio Elio Adriano, sino que le otorga una voz que trasciende los siglos y se convierte en confesión, en testamento íntimo, en reflexión sobre el destino humano.

La obra se presenta como una larga carta dirigida a Marco Aurelio, su joven sucesor, en la que Adriano, ya cercano a la muerte, repasa su existencia con lucidez melancólica. No habla el emperador, sino el hombre que ha vivido intensamente y que, al borde del final, busca comprender el sentido de su paso por el mundo. En su relato no hay ornamento vano, sino la serenidad de quien ha amado, gobernado, combatido y, sobre todo, pensado.

Uno de los núcleos más conmovedores de la novela es la figura de Antínoo, el joven griego cuya muerte deja una herida indeleble en el alma del emperador. Yourcenar trata esta relación con una delicadeza sin alardes, como una experiencia amorosa y espiritual que encarna la belleza en su forma más pura y efímera. Antínoo no es solo un amante perdido, sino símbolo de todo lo que no puede ser retenido.

Memorias de Adriano es una novela de ideas, un ejercicio de empatía literaria que transforma la figura histórica en una conciencia universal. Yourcenar convierte el pasado en un espejo donde podemos mirarnos sin disfraces, reconociendo en el emperador romano una inquietud que sigue siendo la nuestra: la de comprender quiénes somos, qué hemos amado, qué hemos perdido, y qué huella —si acaso alguna— dejamos tras nosotros.

Una escena de Memorias de Adriano
Una escena de Memorias de Adriano

Teatralmente, «Memorias de Adriano» se representó por primera vez en 1989 bajo la dirección del reconocido Maurizio Scaparro —con actores que encarnaban al Adriano joven y al Adriano anciano—, en la Villa Adriana de Tívoli (Italia), lugar donde el emperador pasó sus últimos años. Posteriormente, en 1998, la obra apareció en el Festival emeritense en una versión española interpretada por Pepe Sancho, en un montaje de escenografía mínima y atmósfera evocadora, aunque lastrado por un tono algo denso y cierto exhibicionismo actoral.

La dramaturgia de Brenda Escobedo, no se limita a adaptar: poda, selecciona y transforma la materia novelística de Marguerite Yourcenar en una experiencia escénica de resonancia filosófica y emocional. Desde la idea de «falsa autobiografía» que sostiene el relato original, Escobedo propone una «falsa personificación»: su Adriano no vive ya en el siglo II, aunque lo evoque con la gravedad de quien ha visto demasiado. En este juego de espejos temporales, el pasado histórico y el presente emocional no se excluyen, se funden. La palabra, extraída con reverencia quirúrgica de la prosa de Yourcenar, se convierte en música introspectiva: monólogos de honda carga lírica en los que Adriano se asoma a sus dudas, su melancolía, su poder fatigado.

La puesta en escena, creada por Beatriz Jaén trata de evitar la linealidad narrativa. Introduce un reparto que reduce a lo esencial, transformando a Plotina, Antínoo, los consejeros y cortesanos en presencias casi espectrales, evocaciones más que personajes. Todo contribuye a delinear una travesía íntima y política donde la soledad del emperador es columna vertebral.

La escenografía de José Novoa, sin embargo, juega una carta ambiciosa: Jaén traslada al escenario una especie de despacho moderno, mezcla de toga y traje ejecutivo, de mármol y neón. Cámaras, flashes y proyecciones audiovisuales recubren de actualidad un discurso milenario. El centro del escenario del Teatro Romano, se transforma en un despacho oval, donde el emperador rinde cuentas a su conciencia mientras los espectadores intentan no perderse en el tránsito constante de figuras, luces y entradas y salidas de esos personajes silenciosos secundarios.

Y aquí es donde se quiebra algo del hechizo. Porque si bien la propuesta busca actualizar sin traicionar, el ir y venir de imágenes, movimientos y estímulos —más pensados quizá para una gira en espacios de mediano formato a la italiana— resta intimidad al monólogo. En el inmenso escenario romano, donde caben tres mil almas, esa pequeña oficina moderna parece un pegote, un accesorio importado, algo ajeno al espíritu del lugar. El montaje habría respirado mejor —y el texto, también— en el recogimiento del Teatro María Luisa, con su programación grecolatina alternativa y su escala más propicia al murmullo que a la oratoria.

Las debutantes Escobedo y Jaén han construido una propuesta interesante que, más que contar una vida, encarna una conciencia. Solo que, como sucede a menudo con los emperadores, lo que rodea su voz a veces amenaza con apagarla. En el intercambio entre Historia y escena, quizás lo mejor hubiera sido un susurro más que un flash: la voz de Homar merecía el teatro entero, no ese despacho moderno. Como dato, diré que las imágenes proyectadas sobre las columnas aportaron un atractivo visual innegable.

En la interpretación, Lluís Homar se yergue como epicentro dramático. Despliega una presencia tan firme como envolvente, sostenida por una emoción que a veces roza lo sagrado. Navega los monólogos con temple: susurros que arañan, pasajes que encarnan el peso de la memoria, del poder y del amor. Ya lo había demostrado antes en el propio Teatro Romano, junto a Ana Belén en «Antonio y Cleopatra», bordando su rol con intensidad emocional. No obstante, la proeza escénica no fue perfecta. En la primera parte del monólogo, Homar parece prisionero de sí mismo y de cierta sobreactuación en sus movimientos. Es con la entrada del séquito que su presencia se libera: interactúa con mayor organicidad, y alcanza su plenitud en las escenas con Antínoo, donde su voz se quiebra y el duelo se vuelve carne.

Clara Mingueza, como Plotina, aporta la sobriedad serena y silenciosa que equilibra la escena. Encarna el legado ético que Adriano debe enfrentar. Álvar Nahuel convierte a Antínoo en un poema corporal: su figura evoca la belleza y el duelo sin palabras, haciendo presente lo que ya se ha perdido. Marc Domingo, Xavi Casan y Ricard Boyle forman un séquito reflejo del poder que acompaña y oprime. No dialogan, pero son el eco del imperio. Tres vectores se cruzan: Plotina, historia; Antínoo, emoción; el séquito, política. Frente a ellos, Homar encarna una conciencia que resuena en el abismo.

El público respondió con una ovación cálida, no sólo a la propuesta, sino al arte de sostener durante poco más de hora y media un texto con voz humana y corazón latiendo.

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