Reflejo moderno en la guerra que no cesa
Bajo el cielo abierto de Mérida, entre las piedras milenarias del Teatro Romano, el lamento de «Las Troyanas» vuelve a resonar con fuerza. Eurípides presta la voz; Isabel Ordaz y Carlota Ferrer la reinventan: una, encarnando a Hécuba con la hondura de quien carga siglos; la otra, guiando la mirada del público hacia una Troya que es también la de hoy. Coproducida por la compañía Come y Calla y el Festival Internacional de Teatro Clásico, esta nueva adaptación se alza como el octavo montaje del certamen.
La conocida tragedia griega se cierne sobre las mujeres de los héroes vencidos en Troya como una sombra interminable. «Las Troyanas» es, desde hace casi tres milenios, uno de los grandes alegatos contra la guerra que la literatura occidental ha sabido conservar intacto. No hay épica de batallas ni hazañas inmortales: solo el lamento humano, la espera y la pérdida. Hécuba, anciana reina despojada de todo; Casandra, sacerdotisa iluminada y condenada a no ser creída; Andrómaca, viuda de Héctor y madre arrebatada; Helena, cuya belleza encendió la chispa de la destrucción. Cada una arrastra su ruina: patria, familia, libertad o vida.
Eurípides desnuda, con mano implacable, la violencia y la humillación que dejan los vencedores. Y en ese espejo oscuro, su obra resplandece como advertencia eterna: toda victoria erigida sobre la barbarie es, en verdad, otra forma de derrota. Escrita y estrenada en 415 a. C., en pleno fragor de la Guerra del Peloponeso, la tragedia trasladaba al escenario mítico de Troya un mensaje dirigido al presente ateniense, meses después de la masacre de Melos: todos los hombres ejecutados, mujeres y niños vendidos como esclavos. Bajo el velo del mito, Eurípides invitaba a mirar de frente la crueldad propia, devolviendo a los atenienses su reflejo a través del lamento de las vencidas.
En el Teatro Romano, en 2008, Mario Gas firmó con Las Troyanas su puesta en escena más memorable en el Festival. Brilló Gloria Muñoz como Hécuba, canalizando el dolor y la ira con un lamento que aún resuena en el alma. La versión de Ordaz y Ferrer parte de un gesto igualmente valiente: rescatar la voz de Eurípides no como reliquia arqueológica, sino como alegato vivo contra la barbarie. Su mirada combina fidelidad y riesgo: conserva la médula del clásico —el lamento de las mujeres vencidas en Troya— y tiende un puente hacia la actualidad. La dramaturgia no se complace en lo erudito, sino que interpela directamente al espectador de hoy.

Uno de los rasgos más llamativos es la irrupción de palabras ajenas a Eurípides. Surgen como heridas abiertas en el tejido clásico, fisuras por donde se cuela el presente. A veces suenan como súplicas contemporáneas, otras como manifiestos políticos que sacuden la solemnidad trágica. En boca de Hécuba adquieren el peso de siglos; en las de Casandra o Andrómaca se convierten en gritos que trascienden el mito y alcanzan a las víctimas de cualquier guerra actual. Estos pasajes intensifican, en lugar de diluir, la tragedia: el verso antiguo y solemne se enfrenta a la voz directa y desgarrada de hoy, produciendo un temblor fértil en el montaje. La obra deja de ser solo la memoria de Troya para convertirse en advertencia renovada: las ruinas que llora Hécuba son también las nuestras.
La puesta en escena de Carlota Ferrer no pretende ilustrar el pasado como una estampa lejana, sino hacerlo convivir con el presente con un lenguaje visual y sonoro. Su dirección apuesta por la sobriedad y el rito: cuerpos expuestos, gestos detenidos y silencios prolongados que cargan de densidad cada palabra y cada lamento. El Teatro Romano, convertido en un personaje más, se funde con la acción y potencia de la resonancia de la tragedia. La música de Tagore González y la coreografía de Ana Endorzain prolongan esa intensidad, transformando el dolor en un eco que parece no extinguirse nunca.
Sin embargo, no todo el riesgo llega a buen puerto. La escenografía, más funcional que evocadora —con dos tiendas de campaña laterales poco inspiradas— resta fuerza al planteamiento visual. La estética híbrida, que combina coreografía, proyecciones e intervalos de silencio, ofrece momentos de belleza pero también dispersión: los recursos no siempre encuentran continuidad y la tensión dramática se resiente. Las proyecciones, reiterativas y precipitadas, a veces generan desconcierto más que atmósfera, dando la impresión de un discurso ambicioso que no acaba de cuajar.
Con todo, Ferrer consigue imágenes de crudeza y verdad. Su propuesta no consuela ni embellece el horror, sino que lo ofrece como un espejo incómodo. El último golpe escénico lo confirma: el espacio de Hécuba se transforma en una playa de turistas vestidos de luto, indiferentes a la tragedia. Entre ellos yace su cuerpo inerte, confundido con los bañistas, mientras una proyección anuncia «Éxodo». Ya no quedan troyanas ni memoria de lo perdido. Queda la advertencia de que toda ruina puede repetirse, ya sea en Gaza, o en cualquier rincón del presente que alguien como Donald Trump imagine convertir en un paraíso turístico.
En la interpretación, el reparto cumple con solvencia lo que la dirección exige. Isabel Ordaz, como Hécuba, es el pilar del montaje: su declamación mezcla ternura y rabia con intensidad que se quiebra en cada gesto y músculo, recordándonos que el dolor de las ruinas no pertenece solo al mito. María Vázquez (Casandra) y Cristóbal Suárez (Taltibio) aportan fuerza física y presencia magnética: sus cuerpos hablan tanto como sus palabras. Carlos Beluga compone un Menelao insólito, coronado por un número musical —el célebre A Change Is Gonna Come de Sam Cooke— que funciona como paréntesis brillante, aunque también como extravagancia discutible.

Mina El Hammani encarna a Helena con una presencia escénica indudable; su dúo con Beluga, entre danza y tensión erótica, es digna del aplauso por la energía desplegada. Esther Ortega, como Andrómaca, desciende por las escaleras imperiosas del Teatro Romano con la dignidad de una madre rota, abrazando al pequeño Astianacte (Abel de la Fuente, su hijo también en la vida real) en un gesto que resume el dolor universal de la maternidad herida. Selam Ortega deslumbra en un número final de danza que atrapa todas las miradas, un instante en que la belleza se vuelve resistencia.
El conjunto del elenco, completado por Ana Erdozain y Alba González en los coros coreográficos, da cuerpo a un colectivo que se multiplica en soldados y troyanas según lo exige la acción. Esa coralidad, que transforma la tragedia en ritual, es quizá el mayor acierto de un reparto sin fisuras, aunque también sin demasiadas sorpresas: todos correctos, algunos brillantes, ninguno desentonando.
Los aplausos se dejaron oír, aunque no tanto como podrían, víctimas de un mejor ensayo.

