Críticas de espectáculos

El mito que arde en Mérida

El drama de nueva creación teatral grecolatina «Jasón y Las Furias» escrito por Nando López y dirigido por Antonio C. Guijosa, es una coproducción de la compañía extremeña Teatro del Noctámbulo y del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida. Este montaje, que se inscribe en la 71.ª edición del certamen, constituye la décima y última obra presentada este año en el majestuoso Teatro Romano.

«Jasón y Las Furias» no es una tragedia griega recuperada, sino una vibrante relectura de la tradición helénica concebida por Nando López, filólogo y dramaturgo catalán, quien ya brilló en Mérida con su versión de «Tito Andrónico» junto a esta misma compañía. En su escritura, confluyen las huellas de Eurípides y Esquilo en un tejido dramático renovado, donde mito y presente dialogan con intensidad. De «Medea» retoma el conflicto entre Jasón y Medea; de la «Orestíada», la voz implacable de las Furias, corifeo y conciencia colectiva que reclama justicia allí donde la palabra se quiebra. De esa alquimia –y de la inspiración que aportan también las «Argonáuticas» de Apolonio de Rodas y Valerio Flacco, así como la «Medea» de Séneca– surge una obra contemporánea que, sin renunciar a la resonancia clásica, indaga con hondura los dilemas éticos de nuestro tiempo.

Lejos de limitarse a versionar un mito, López lo reinventa desde una mirada actual que interpela tanto en lo íntimo como en lo político. El drama se erige como espejo de tensiones universales: la fragilidad de los compromisos, el precio de la traición, la maternidad desgarrada, la justicia confundida con venganza. Jasón aparece despojado de su aureola heroica, convertido en un hombre debilitado por la ambición; Medea, extranjera repudiada y madre herida, transforma el dolor en una decisión atroz. Entre ambos, las Furias marcan el compás inexorable del destino: lo prometido y roto exige siempre su precio.

El conflicto se amplifica hasta el extremo en la figura de Creonte, tirano moderno que gobierna desde el miedo y la sospecha, castigando lo posible antes que lo real. Frente a él, Medea consuma el sacrificio más desgarrador: matar a sus propios hijos como último acto de coherencia en medio del abandono. El desenlace, brutal en su vigencia, recuerda que son siempre los inocentes —las nuevas generaciones— quienes pagan las deudas de la ambición y la violencia de sus padres.

El lenguaje de López combina lirismo contenido con una visceralidad que golpea. Cada diálogo resuena como un latido trágico, fiel a la cadencia griega y, al mismo tiempo, desnudo en su actualidad. Su palabra poética ilumina las fisuras del poder y del deseo, devolviendo al mito su condición de espejo: aquello que nos refleja porque aún nos duele.

Escena de Jasón y las Furias
Escena de Jasón y las Furias

«Jasón y Las Furias» es una tragedia renovada que late con preguntas urgentes: ¿qué justicia es posible cuando todo se edifica sobre la traición? ¿qué precio estamos dispuestos a pagar por el poder, la coherencia o el amor perdido? En esa tensión arde su fuerza. López no actualiza un mito: lo devuelve al presente como denuncia y advertencia, recordándonos que los dioses pueden callar, pero las Furias siempre vuelven.

Antonio C. Guijosa levanta una puesta en escena de intensa arquitectura dramática que trasciende el mito para convertirlo en experiencia viva y contemporánea. Su dirección, despojada de solemnidad, guía al espectador hacia la vulnerabilidad de los personajes, en un viaje interior donde Jasón se enfrenta a sus culpas y traiciones. No es una tragedia arqueológica, sino un espejo ardiente del presente. El relato se articula con pulso cinematográfico, hilvanando flashbacks que viajan entre pasado y futuro sin perder consistencia teatral.

El ritmo, ágil y sin concesiones, encadena cada escena como un latido trágico que arrastra al público al vértigo de lo inevitable. La escenografía de Mónica Teijeiro convierte el Teatro Romano en un territorio vivo; la iluminación de Carlos Cremades talla claroscuros que bordean lo humano y lo espectral; el vestuario de Rafael Garrigós aporta coherencia sobria; y los recursos audiovisuales intensifican el clima de ensoñación y pesadilla. Mientras, la música de tragedia y el sonido de Manuel D. Durán funcionan como un acompañamiento que subraya sin imponerse. Todo converge en un engranaje impecable, capaz de sostener la densidad emocional de la obra.

Guijosa logra un delicado equilibrio entre lo coral y lo íntimo: las Furias como coro implacable y las escenas privadas —de Jasón con Medea, Creonte o Creúsa— como espacios de fragilidad. El resultado es un montaje lúcido y conmovedor, que recuerda que los mitos siguen vivos porque aún sangran en nuestras propias heridas.

En la interpretación, el elenco se erige como un auténtico coro humano, donde cada voz singular sostiene, como un latido, el pulso colectivo de la tragedia. Prodigioso José Vicente Moirón, que compone un Jasón quebrado, despojado de aureola heroica, encarnando la derrota íntima de la ambición; frente a él, Carmen Mayordomo incendia la escena con una Medea volcánica, capaz de oscilar entre la ternura mutilada y la furia devastadora. Juntos forman el eje ardiente del drama, en un duelo interpretativo de réplicas que hacía tiempo no se veía con tal intensidad en el Teatro Romano.

Jasón y Medea(1)
Jasón y Medea

De Moirón he dicho ya, desde su «Edipo Rey» bajo la dirección de Denis Rafter hasta su «Tito Andrónico» por Guijosa, que roza lo insuperable. Esta vez lo confirmo nuevamente: su actuación se alza en Mérida al nivel de Paco Rabal o José M. Rodero en el siglo pasado, o de Pablo Derqui en el nuestro. Y Carmen Mayordomo, con esta Medea desgarrada, nada tiene que envidiar a la grandeza trágica de Nuria Espert; su voz y su presencia están destinadas a permanecer en la memoria del Festival.

Alrededor de ellos, Gabriel Moreno construye un Creonte de poder sombrío; José F. Ramos aporta la solemnidad del heraldo trágico en su Orfeo; Alberto Lucero, como Pólux, encarna la hermandad rota, sosteniendo la tensión entre lo íntimo y lo colectivo; Lucía Fuengallego ilumina la fragilidad de Creúsa; y Camila Almeda encarna el peso de la madre y de la justicia implacable. Todos se desdoblan también como Furias, y todos están, sencillamente, fenomenales.

La fuerza de las actuaciones reside en la tensión entre lo íntimo y lo coral: los personajes respiran con voz propia, pero se funden en la polifonía de las Furias, conciencia colectiva que vigila, acusa y condena. Así, el conjunto actoral no sólo interpreta, sino que se convierte en el latido mismo de la tragedia: un espejo de nuestras pasiones y de nuestras deudas. En «Jasón y las Furias», el elenco no actúa: arde. Y en ese incendio nos recuerda que los mitos nunca mueren, porque siguen quemando en nuestra propia culpa.

El público, que siguió la representación con un silencio casi religioso durante poco más de hora y media, estalló finalmente en aplausos prolongados, con numerosos ¡bravos!, que según el «aplausómetro» del reportero Eloy López se prolongaron durante cinco minutos.

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