Reportajes y crónicas

Encuentro con Arrabal en Don Benito

Este fin de semana, Fernando Arrabal, el célebre intelectual —dramaturgo, novelista, poeta, ensayista y cineasta—, visitó Don Benito para ofrecer una lectura de su obra en la Casa de la Cultura, dentro del programa del «Aula Literaria Guadiana», iniciativa impulsada por la Asociación de Escritores Extremeños, bajo la dirección del escritor pacense Ángel Borreguero Carrasco y del periodista y cineasta villanovense Diego González. En esta ocasión, el Aula contó con la colaboración de los centros de enseñanza secundaria de la ciudad y la Concejalía de Cultura.

El acto, presentado por Borreguero, comenzó con una sustanciosa introducción a la vida y la obra de este autor singular que, a sus noventa y tres años, se desplazó desde París —la ciudad donde reside desde hace décadas— hasta esta tierra extremeña que, paradójicamente, aún no había pisado. La visita, inesperada y profundamente simbólica, se convirtió en un auténtico acontecimiento cultural, celebrado en un salón de actos repleto, donde el público escuchó con admiración y aplaudió cálidamente al que muchos consideran el dramaturgo europeo vivo más representado del mundo.

Borreguero evocó entonces la vida de Arrabal marcada por una herida que atraviesa la historia: su padre, militar de convicciones republicanas, se negó a secundar el golpe de Estado de Franco. Fue condenado a muerte —pena luego conmutada por treinta años de prisión—, pero logró fugarse y nunca más se supo de él. Aquella ausencia, como una sombra persistente, acompaña la obra del escritor, quien también debió huir de aquel régimen opresivo, marchando muy joven a París. Allí, junto a Alejandro Jodorowsky y Roland Topor, fundó el Movimiento Pánico, vinculado al surrealismo y al teatro del absurdo, alcanzando un reconocimiento internacional que aún perdura.

La figura y la obra de Arrabal, tan influyentes en aquellos los años, no me eran desconocidas. Desde los montajes parisinos de los «Efímeros Pánicos», a finales de los sesenta, su nombre resonaba como el de un creador que desafiaba los límites del cuerpo y la mente. Nuestros caminos, además, se cruzaron en la década de los setenta: coincidimos primero en Caracas, durante el Festival Internacional de Teatro Iberoamericano y la IV Conferencia de Teatro del Tercer Mundo (1975), y más tarde en un Congreso Internacional de Teatro de Barcelona (1980), donde él fue invitado especial. Por entonces, yo trabajaba en la Federación de Festivales de Teatro de América, con sede en Puerto Rico, codirigiendo eventos y participando en mesas redondas en distintos países.

Recuerdo que en aquellas jornadas se debatía con pasión sobre el teatro español bajo la censura franquista, sobre aquella generación de autores que llamábamos «la más premiada y menos representada» de la escena nacional. Entre sus nombres destacaba el extremeño Martínez Mediero, que logró estrenar, no sin dificultades, obras como «El último gallinero», galardonada en el Festival de Teatro de Sitges. Y cuando la conversación derivaba hacia el teatro del exilio, el nombre de Arrabal surgía siempre, inevitable y luminoso: el más importante, el más carismático, el más libre. Aquel que aprendió a leer y escribir en Ciudad Rodrigo y fue galardonado a los diez años con el Premio Nacional al Superdotado. Figura que después desbordó los límites de lo convencional, tanto en la vida como en la literatura y el arte.
Su infancia turbulenta, entre Melilla, Ciudad Rodrigo y Madrid, su «ceremonia de la confusión» —por la cual fue detenido por la policía franquista en 1967— y la oleada de protestas internacionales que aquel hecho provocó, terminaron por consagrarlo como símbolo de la libertad creadora frente a la opresión.

A lo largo de su trayectoria, Arrabal ha publicado novelas, libros de poesía, ensayos y textos teatrales, traducidos a numerosos idiomas. Su célebre «Carta al General Franco», publicada en vida del dictador, fue una de las más audaces denuncias de la represión franquista, y consolidó su voz como la de un creador libre e inclasificable.

Desconozco como ha podido venir a Don Benito, aunque sé que en tiempos recientes, España ha reconocido al fin la magnitud de su obra. Este mismo año, Arrabal fue distinguido con la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, concedida por el Rey Felipe VI y el ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, «en atención a los méritos y circunstancias que le concurren». Un homenaje que llega como acto de justicia poética hacia quien, desde el exilio, mantuvo encendida la llama del pensamiento y del arte insumisos. Sé también que en junio fue recibido en La Moncloa por el presidente Pedro Sánchez, y participó en el programa La revuelta de La 1, muestras de una vigencia intelectual que el tiempo no ha mermado.

Tras la presentación, Arrabal se levantó del asiento y se dirigió hacia el escenario. Llevaba sus inconfundibles gafas dobles, la pajarita desanudada y una indumentaria casi payasesca, mezcla de ironía y ternura, como si el propio teatro hubiera decidido vestirse de sí mismo. Desde el primer instante mostró un sorprendente desparpajo escénico, y nos obsequió con una narración dramatizada —monologada al modo didáctico de Darío Fo o El Brujo— en la que entrelazó humor, memoria y lucidez.
Bromeó e ironizó sobre episodios de su vida, entre ellos la concesión de algunos premios recientes, como la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica, y recordó divertidas anécdotas con Picasso y Dalí, amigos suyos que, según decía con malicia, «se llevaban cordialmente mal».

Durante el coloquio, tuve la fortuna de que me concediera la única pregunta que permitió. Le pedí que evocara sus aventuras junto al torero y artista extremeño Diego Bardón, miembro del Movimiento Pánico y partícipe tanto en «Los Efímeros» como en su película «El árbol de Guernica». Arrabal sonrió y relató con entusiasmo algunas escenas compartidas: entre ellas, la más hilarante, cuando ambos participaron en un maratón, entrando en la meta corriendo de espaldas —una extravagancia habitual de Bardón—. Con picardía, Arrabal confesó que solo se incorporó a la carrera trescientos metros antes del final, pero cruzaron la meta juntos ante el aplauso del público y la sorpresa de los organizadores, que incluso les otorgaron una medalla por su originalidad.

Al término del acto, pude conversar brevemente con él. Estaba visiblemente agotado por la intensidad de su representación, pero aún conservaba esa chispa de gratitud y emoción. Sonrió al saber que, en 1980, había representado su obra «Pic-Nic» —junto a «El convidado», de Martínez Mediero, también prohibida durante el franquismo—, puesta en escena por los alumnos de la Cátedra «Torres Naharro» de la Diputación de Badajoz, que entonces yo dirigía. Aquella coincidencia, evocada tantos años después, pareció alegrarle profundamente.

La presencia de Fernando Arrabal en Don Benito no fue solo un acto literario: fue un gesto de reconciliación entre el creador y la tierra que lo vio partir en silencio, entre la memoria y la palabra. En su voz vibraban los ecos de una vida atravesada por la pérdida, la ironía y la lucidez; en su mirada, aún brillaba la inocencia del niño que quiso comprender el mundo a través del juego y la imaginación. Su visita nos recordó que el arte —como la libertad— es una forma de resistencia y de ternura, un modo de permanecer en pie cuando todo invita a rendirse.
Aquella tarde, en el corazón de Extremadura, Arrabal volvió a celebrar «la ceremonia de la confusión», no como provocación, sino como afirmación de vida: la confusión fecunda del arte que desordena para iluminar, que incomoda para despertar, que sobrevive para recordarnos que aún somos capaces de asombro.

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