Cuando el esperpento se hace familia
Hay obras que huelen a encierro, a humedad antigua, a secretos que fermentan lentamente hasta hacerse oír. «Atra Bilis», coproducción de La Estampa Teatro (Extremadura), Hilo Producciones (Cantabria) y Sótano B (Asturias), respira precisamente en un velatorio ese aire: un tufo denso de familia envenenada, humor oscuro y tragedia doméstica que, lejos de caer en lo puramente grotesco, destila una lucidez incómoda y adictiva. Es la nueva puesta en escena dirigida por Sandro Cordero, que regresa con la intensidad de una tormenta que no solo retumba fuera de la casa, sino también dentro de ella. La pieza de la madrileña Laila Ripoll —convertida ya en un pequeño clásico desde su estreno en la Sala Cuarta Pared en 2001— confirma que pocas autoras saben explorar con tanta precisión la podredumbre emocional de la familia y el humor negro que nace de esa misma herida. El velatorio del esposo de Nazaria no es aquí un rito solemne, sino un campo de minas donde cada palabra estalla en rencor, celos o memoria torcida.
La Casa Grande se convierte en un espacio asfixiante: más que escenario, una tumba doméstica donde los objetos religiosos parecen reliquias huecas incapaces de consolar a nadie. En ese ambiente cerrado, la convivencia de cuatro mujeres, las hermanas Nazaria, Daría, Aurora, junto a la criada Ulpiana, revela que lo verdaderamente inquietante no es la muerte, sino la vida compartida. Ripoll construye un ecosistema donde la violencia cotidiana convive con una comicidad feroz: un humor que no aligera, sino que oscurece. Cuando las hermanas discuten entre crucifijos y tormentas, el público reconoce una mezcla perturbadora de risa y desamparo, como si asistiera a un velatorio donde el protocolo no basta para tapar la miseria.
La dirección de Cordero acierta al potenciar el carácter farsesco sin traicionar la verdad emocional. Su manejo del ritmo —pausas densas, estallidos verbales, silencios que cortan el aire— sostiene la tensión interna de la pieza. El espacio escenográfico de Carlos Lorenzo y Nuria Trabanco y la iluminación de Félix Garma crean una atmósfera de encierro casi espectral, mientras el vestuario de Azucena Rico añade un toque de decadencia que encaja con la España negra que la obra convoca.
El trabajo del elenco es sobresaliente. Laura Orduña, Cristina Lorenzo, Bea Canteli y Concha Rodríguez dan vida a estas cuatro mujeres con una energía devastadora, logrando que sus personajes, aunque deformados por el rencor, resulten extrañamente humanos. Cristina compone una Nazaria seca, autoritaria, endurecida por los años, pero fisurada por un temor que asoma en cada reproche. Laura dota a Daría de una comicidad amarga, casi involuntaria, que convierte cada gesto en una pequeña detonación emocional. Bea ofrece una Aurora vulnerable, extraviada en su propio desconcierto, cuya fragilidad aporta una nota de humanidad inesperada en medio del veneno familiar. Y junto a ellas, destaca la escena interpretada por la extremeña Concha Rodríguez (Ulpiana) en la que se rebela contra sus señoras, uno de los grandes momentos del montaje. Es un punto de inflexión: un terremoto íntimo que pulveriza la rutina de humillación y devuelve a la criada una dignidad que todos —incluido el público— habían aprendido a negar. No hay grandilocuencia: hay un «basta» nacido desde el fondo del cuerpo, cargado de años de silencio. Ese instante ilumina la obra entera con una luz incómoda; convierte la risa previa en algo más amargo, como si el público descubriera de pronto el precio del humor.
La representación dialoga con Valle-Inclán, García Lorca y Juan Mayorga: del primero toma la deformación grotesca, del segundo la casa-cárcel y el duelo ritual, y del tercero la intuición de que el horror cotidiano es el más revelador. Pero Ripoll y Cordero combinan estas influencias con un sainete oscuro que evita la solemnidad y abraza la crueldad con inteligencia teatral.
El resultado es un espectáculo que engancha, inquieta y divierte a partes iguales. Una comedia negra que ilumina, con una lucidez hiriente, cómo la maldad y el autoengaño florecen mejor cuanto más pequeño es el espacio que los contiene. «Atra Bilis» vuelve, y lo hace con un filo renovado: afilado, cómico, cruel y profundamente humano. Lo maravilloso es que, pese a su tono feroz, el público no sale con una sensación de pesadumbre sino con una rara mezcla de placer estético y desasosiego. Como si hubiera asistido a una tempestad que arrasa, pero también limpia. El humor actúa como desinfectante: lo quita todo, lo revela todo. No sorprende que la función fuera la más aplaudida de la Muestra.

