Críticas de espectáculos

Cuando el texto reina y la música abdica

Esta semana, el Teatro Romano casi logró estremecerse con la quinta propuesta de la 71ª edición del Festival: «Cleopatra enamorada, el musical», una creación del extremeño Florián Recio, dirigida escénicamente por el catalán Ignasi Vidal, con canciones originales de Shuarma —exlíder del desaparecido grupo Elefantes—. La producción, a cargo de La Gran Belleza Producciones, fundada por el también extremeño Pedro L. Sánchez Macarro, ofrece una relectura de la reina de Egipto alejada del gastado mito de la «femme fatale», construido desde la mirada masculina y el exotismo condescendiente de siglos de imaginarios coloniales. En su lugar, se nos presenta a una mujer emocionalmente compleja, abordada desde una subjetividad sensible y contemporánea, que reivindica a Cleopatra como un símbolo de resistencia cultural y de soberanía narrativa.

Desde aquella «Marco Antonio y Cleopatra» que José Tamayo llevó al mismo escenario en 1980 —con Massiel y José Luis Pellicena— hasta la versión más reciente, en 2021, dirigida por José Carlos Plaza y protagonizada por Ana Belén y Lluís Homar, esta tragedia ha sido objeto de diversas y personales reinterpretaciones. Shakespeare dibujó en ella a un Marco Antonio maduro, atrapado entre el hedonismo egipcio y el deber imperial, ardiendo en una pasión que lo conduce, junto a Cleopatra, a la ruina y al heroísmo.

Sin traicionar del todo esa estela, la versión realizada por Florían Recio, en sus 24 escenas escritas —con una estructura coral que amplío aliento—, no es, por fortuna, una mera postal de museo ni una dramatización nostálgica de los últimos días de Alejandría. Tampoco cae en la trampa fácil del melodrama amoroso entre emperadores cansados y reinas decorativas. Al contrario: la obra se inscribe con firmeza en una tradición trágica donde las ideas pesan más que los suspiros, y donde los cuerpos —deseados, envejecidos, políticos— se convierten en el campo de batalla entre el mito y la Historia. Aquí, el telón no cae sobre la imagen desgastada de una Cleopatra seducida y abandonada, sino sobre una mujer que —como Isis alzando su corona— reclama su lugar en el imaginario, no como víctima del poder, sino como narradora de su propio final.

Imagen de Cleoprata enamorada, el musical
Imagen de Cleopatra enamorada, el musical

El lenguaje de la obra es un festín de lirismo y tensión. Hay poesía, pero también hay carne, sangre, sudor político. Las palabras caen como estatuas derribadas y, a la vez, flotan como velos rituales. A ratos, la obra canta; a ratos muerde. Lo mítico y lo humano se dan la mano sin disolverse el uno en el otro. El uso del coro —rescatado con inteligencia de la tragedia griega— no es un adorno arqueológico: es el eco colectivo de lo que ya no será, pero aún retumba. Marco Antonio, perdido entre copas y glorias marchitas, se traviste de Dionisos, como si la embriaguez pudiera salvarlo del deber. Roma, mientras tanto, aparece como ese poder serio y severo que gana todas las guerras pero pierde todos los símbolos. Porque Cleopatra, en su última mirada, derrota a Augusto sin siquiera nombrarlo.

Y es que «Cleopatra enamorada, el musical» no sólo reescribe la historia: reescribe el lenguaje del poder. Le arrebata el cetro al conquistador y se lo entrega a quien se atreve a mirar de frente a los dioses, a los hombres y a sí misma. Lo más temible de esta Cleopatra no es su belleza, sino su lucidez. En definitiva, estamos ante una tragedia de resonancias profundas y formas refinadas. Una obra que, con gesto elegante y mirada incisiva, libera a Cleopatra del cliché y la sitúa donde realmente pertenece: no en el harén de los vencidos, sino en el panteón de quienes comprendieron que, al final, el poder no está en las armas ni en los ejércitos, sino en el relato que sobrevive al polvo de las ruinas.

La puesta en escena de Ignasi Vidal se presenta ambiciosa, decidida a teñir la historia con un lenguaje escénico propio, casi obstinado en su afán de singularidad. Y aunque no todo brilla como el oro del Nilo —que a veces no es más que oropel—, el intento resulta valiente y, por momentos, seductor. Brilla con mérito la espectacularidad del aparato escenotécnico: la escenografía de David Pizarro, bañada en la luz precisa y evocadora de Sergio Gracia, se conjuga con el vestuario intemporal de Jesús Ruiz, que viste al mito con telas que susurran eternidad. La dirección de actores logra desenvoltura coral sobre el extenso escenario romano, y los personajes, lejos de ser estatuas en vitrina, se humanizan: Cleopatra se presenta como madre, reina, amante y estratega, llena de contradicciones y dignidad.

No todo, sin embargo, merece la corona de laurel. Las coreografías de Amaya Galeote flirtean con lo trivial, más cercanas al lenguaje de discoteca con fondo rockero que a la decadencia sensual de una bacanal imperial. Y lo más disonante del conjunto es la inserción de las canciones compuestas por Shuarma, que parecen haber sido insertadas con calzador, como si el libreto no las pidiera pero el compromiso las impusiera. No elevan; interrumpen. Y en un musical, eso es casi una traición al género. Se espera que la música no solo acompañe, sino que incendie; aquí apenas chispea. La sencillez melódica de Shuarma, aunque honesta, no alcanza a convertirse en ese personaje invisible que debería latir junto al drama. Es una lástima: el espectáculo clama por una banda sonora que no solo se escuche, sino que permanezca, vibrando en la memoria como un eco antiguo.

En el terreno interpretativo, el montaje se apoya en un elenco sólido, donde sobresale Natalia Millán, quien le presta a su Cleopatra esa organicidad suya tan bien administrada, con una lozanía escénica admirable. Canta, baila y actúa con fluidez, habitando el personaje con solvencia emocional y carnal. A su lado, Álex O’Dogherty encarna a un Marco Antonio con presencia, pero sin el fulgor necesario para igualar la intensidad de su compañera. En las canciones, su voz apenas arde; en las coreografías de las bacanales, más que libertino, parece ligeramente incómodo, como si en lugar de vino romano le hubieran servido agua con gas.

En torno a ellos orbitan los personajes secundarios, menos visibles pero bien resueltos, como los jóvenes príncipes Cesarión (Iván Clemente) y Selena (Habana Rubio), hijos de Cleopatra y herederos de un imperio que se desmorona entre versos y traiciones. La sacerdotisa Berenice (Virginia Muñoz) aporta mística contenida, mientras que la sirvienta Marcina (Beatriz Ros), traidora y traicionada —en ese orden o tal vez al revés—, encarna con solvencia su destino de peón sacrificado. Paco Morales, por su parte, da vida a Demetrio, el militar serpentino que cambia de bando con la naturalidad con que algunos cambian de toga. Todos cumplen sus cometidos con profesionalismo, sin desentonar ni pretender brillar donde no hay sol.

No, no ha sido un espectáculo redondo. Pero en su imperfección habita precisamente su valor: lo que alcanza —y no es menor— es capaz de invitar tanto al deleite estético como a la reflexión serena. Y eso, en una época saturada de entretenimiento de consumo rápido, donde lo inmediato se impone sobre lo esencial, ya roza el gesto revolucionario. Tal vez el público, que casi colmaba las gradas de piedra romana, supo intuirlo. Porque aplaudió con generosidad no sólo lo que fue, sino también lo que pudo ser y se atrevió a intentar. Y eso, a veces, conmueve más que la perfección misma.

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