Dos tragedias, dos miradas
Esta semana, el Teatro Romano acogió dos espectáculos como parte de un acuerdo de colaboración entre el Festival de Mérida y el Festival del Teatro Romano de Ostia Antica (Italia). Por un lado, se representó «Ifigenia», de Silvia Zarco dirigida por Eva Romero, que el año pasado cerró con fuerza la 70ª edición del Festival. Por otro, se presentó «Edipo rey» de Sófocles, en versión de Gianni Garrera y con dirección de Luca de Fusco. Esta producción, a cargo de la Fondazione Teatro di Roma, se estrenó a comienzos de este mes en el Festival italiano. Ambos espectáculos corresponden al tercero y cuarto montaje de la 71ª edición del certamen emeritense.
REGRESA «IFIGENIA»: LA TRAGEDIA QUE SIGUE CONMOVIENDO
Basada en las tragedias de Eurípides («Ifigenia en Áulide» y «Hécuba») y Esquilo («Agamenón»), la obra reelabora el mito de Ifigenia, hija de Agamenón, cuya vida queda marcada por un sacrificio impuesto por la diosa Artemisa, como precio para que la flota griega pueda partir hacia Troya.
Zarco, filóloga clásica, compone un texto fiel al espíritu de la tragedia antigua, pero cargado de una sensibilidad contemporánea. Con una prosa de pulso poético, aborda grandes temas universales —el destino, la violencia, la lealtad, el dolor—, otorgando especial protagonismo a las figuras femeninas, que surgen del texto como espejos de una humanidad herida. Clitemnestra, Hécuba, Ifigenia y Políxena aparecen aquí no solo como víctimas, sino también como portadoras de una fuerza moral que las eleva incluso en medio de la barbarie.
Lejos de reducciones ideológicas o lecturas simplificadas, la propuesta de Zarco preserva el carácter trágico original, respetando la complejidad de los personajes. Aunque se perciben ecos de una mirada feminista, lo que prevalece es una profunda reflexión sobre la dignidad frente al destino, donde estas mujeres, firmes y serenas, aceptan su final con una grandeza que conmueve.
La dirección escénica de Eva Romero apuesta por la contención expresiva y la intensidad emocional, dejando que la palabra se imponga con claridad y fuerza. La escenografía simbólica de Elisa Sanz —con sus imponentes rocas bañadas por la luz medida de Rubén Camacho— y la música hermosa de Isabel Romero, componen un espacio escénico austero, poético y poderoso, donde la tragedia fluye con naturalidad hacia su clímax inevitable. En esta representación, la directora ha aligerado el texto suprimiendo una escena y modificando la imagen del cuadro final, cuya embrollada resolución no termina de integrarse plenamente en la coherencia estética del conjunto.
El reparto sigue brillando con interpretaciones sólidas y entregadas. Juanjo Artero ofrece un Agamenón atormentado, atrapado entre el deber y la culpa. Bely Cienfuegos, imponente como Clitemnestra, y María Garralón, conmovedora en su desgarradora Hécuba, destacan en un elenco donde también sobresalen Néstor Rubio (impresionante como Aquiles), Alberto Barahona (como Ulises), Rubén Lanchazo (Poliméstor/anciano), Maite Vallecillo (Corifeo/esclava troyana) y otros. Cada uno de ellos late con una energía distinta, contribuyendo a un ritmo de actuación equilibrado y coherente. El silencio casi reverencial del público y los calurosos aplausos finales confirmaron una obra que logra emocionar por su fidelidad al espíritu clásico, su belleza literaria y su poderosa carga emotiva.

UN «EDIPO REY» EN CLAVE DE SUEÑO, ESPEJO Y PSICOANÁLISIS
La versión de Edipo Rey presentada por la Fondazione Teatro di Roma bajo la dirección de Luca De Fusco ofrece una lectura ambiciosa y profundamente simbólica del clásico de Sófocles. Lejos de una representación tradicionalista, esta propuesta se instala en el cruce entre la tragedia griega, la estética surrealista del pintor belga René Magritte y la introspección freudiana, componiendo un espectáculo que apuesta por la densidad visual y conceptual, aunque no sin ciertos riesgos.
Uno de los mayores aciertos del montaje es su clara intención de desmarcarse del registro arqueológico para apostar por una reinterpretación viva, onírica y perturbadora del mito. La escenografía con proyecciones en una pantalla octogonal —donde se acumulan cuerpos y se desplazan nubes— no solo alude al inconsciente de Edipo, sino que sumerge al espectador en un universo inquietante, saturado de símbolos desdoblados y multiplicados. Aquí, el recurso visual no es un mero adorno: es parte integral del discurso dramático.
La presencia de Magritte se percibe en los vestuarios, los objetos y las apariciones oníricas, como el bombín del mensajero o la jaula aérea de Tiresias, que evocan figuras conocidas del imaginario surrealista. Esta operación visual, si bien poderosa, roza lo redundante: la iconografía magrittiana, ya presente en el lenguaje escénico, no necesitaba ser reiterada de manera tan literal. La acumulación simbólica tiende por momentos a saturar la lectura, más que a potenciarla.
Donde la propuesta cobra alguna fuerza es en su sugestiva dimensión psicoanalítica. Edipo no es aquí sólo un rey trágico sino un sujeto escindido, enfrentado a su propio inconsciente. El reconocido actor Luca Lazzareschi, en una actuación multifacética, no solo interpreta a Edipo, sino que encarna también —con matices diferenciados— las voces que habitan su mente fragmentada: el adivino Tiresias, el mensajero, y, de forma implícita, diría que al mismo Freud. Este desdoblamiento escénico revela una concepción del personaje como un palimpsesto de voces interiores, un Ulises moderno devorado por la necesidad de saber. Este Edipo Rey no busca solo narrar el mito; busca desmontarlo, interrogarlo y revivirlo como un espejo inquietante de la condición humana contemporánea.
La puesta en escena de De Fusco —director napolitano de amplia trayectoria— alcanza un equilibrio parcial entre la intensidad dramática del texto y una estética visual ambiciosa. Destacan especialmente la escenografía y el vestuario de Marta Crisolini, la iluminación de Gigi Saccomandi y el impecable trabajo audiovisual de Alessandro Papa. Sin embargo, el montaje incurre en algunos excesos: la supresión del coro —una decisión frecuente en adaptaciones contemporáneas— y el uso de un lenguaje por momentos demasiado coloquial en la traducción de Gianni Garrera, atenúan la densidad poética del original de Sófocles. Tampoco todo en lo visual resulta armónico: la acumulación simbólica puede tornarse abrumadora y ciertos recursos escénicos se repiten innecesariamente. A ello se suma un problema técnico (del Festival) que afectó a parte del público: las pantallas laterales que ofrecían la traducción al español estaban mal ubicadas, dificultando la lectura a quienes se encontraban en algunas zonas de la orchestra.
Las interpretaciones de un elenco, con experiencia en obras grecolatinas, fueron sólidas. Además de la excelente de Lazzareschi, destaca Manuela Mandracchia como Yocasta, quien aporta una ambigüedad emocional potente. Su personaje oscila entre el deseo y la sospecha, entre el tabú y el amor materno, encarnando tensiones que aún hoy resuenan como heridas abiertas. En su duelo verbal con Edipo se condensa buena parte de la carga emocional de la obra, revelando la intimidad que se esconde tras el horror.
El espectáculo se cierra con un Edipo que se ciega no solo ante su crimen, sino ante su humanidad revelada. La propuesta de De Fusco no es una simple actualización del mito: es un ensayo escénico sobre la culpa, el inconsciente y la búsqueda de la verdad. Con una estética cargada y un enfoque psicoanalítico (aunque no todos los espectadores lo perciban, en parte por la barrera idiomática del italiano),
A pesar de sus inconvenientes, el público aplaudió con sinceridad —algunos incluso con ¡bravos!— la calidad visual del montaje y las buenas interpretaciones del elenco.

