Críticas de espectáculos

Aciertos y desaciertos

Salomé», ha sido el octavo espectáculo teatral del 69 Festival de Teatro de Mérida, representado en el Teatro Romano. Una propuesta de coproducción de la compañía Pentación (del director del evento Jesús Cimarro) y el Festival de Teatro Clásico de Mérida. La obra, escrita y puesta en escena por la veterana actriz, directora y dramaturga Magüi Mira, cosecha un espectáculo muy controvertido entre la poesía y la complejidad, con aciertos y desaciertos. En el Festival, «Salomé» se representó por primera vez en 1985, con una versión de Terenci Moix, dirección de Mario Gas y la actuación de Nuria Espert (en Salomé), sin convencer al público y a la crítica. En contraste, en la edición de 2014, se representó la ópera «Salomé» de Wilde/Strauss, producida por Pentación bajo la dirección de Paco Azorín, que obtuvo un gran éxito.

La decapitación de San Juan Bautista ha sido objeto de múltiples interpretaciones en distintos campos artísticos (hasta en la película «Salomé» de 1953 que narra un romance con aire mojigato de la protagonista y un soldado romano, basada en un libro de William Sídney, que interpretó Rita Hayworth). En el teatro, de «Salomé», cual princesa oculta entre las sombras de la historia, conocemos la tragedia escrita en 1891 por Oscar Wilde -inspirada en los temas bíblicos relatados en los evangelios de San Marcos y de San Mateo, en uno de los «Trois Contes» (1877) del francés Gustave Flaubert y, supuestamente, de unos lienzos del pintor Moreau- y también algunas versiones sobre esta obra (especialmente la de R. Strauss que logró montar una joya de ópera del expresionismo alemán representada en muchos lugares del mundo).

El mosaico humano escenificado, con lugar para gobernantes reales de Galilea (a principios del siglo I), nos conducen a una mixtura intensa de actitudes morales en un ambiente pútrido, donde cabe la venganza, el miedo, los conflictos políticos, o la seducción, ejemplificada de manera asombrosa en la exposición de una danza oriental de la hermosa Salomé, responsable junto a su madre Herodías, tras el beneplácito interesado del tetrarca Herodes Antipas, quien se halla embriagado por la lujuria. Esta danza culmina con la decapitación del asceta del desierto Jokanaan (San Juan el Bautista), un profeta que azota las conciencias y desafía con acusaciones a los jerarcas, entre ellos a la ambiciosa Herodías, mujer del tetrarca enredada en el incesto y la intriga. Las tramas, aunque mantienen un lógico reflejo religioso de la esencia trascendida en los hechos narrados en los textos bíblicos, opta desde su estilo realista por la semblanza histórica, el retrato terrenal, y la incisión psicológica de personajes. No por conocido tal enfoque no deja de aportar interés al asunto.

La «Salomé» de Magüi Mira no es más que una versión libre que se zambulle en las olas de la obra wildeana y sus fuentes, aferrándose marinera a su brújula en un mar de interpretaciones. En su travesía, la dramaturga valenciana hace algunos malabarismos muy particulares en el argumento –sobre todo en el de una Salomé rebelde- que trastocan aún más la historia evangélica, dando vida a parlamentos evocativos, diálogos resonantes y situaciones cautivadoras. Algunos estuvieron hábilmente elaborados, destilando poesía en su esencia (la escena de Salomé abrazando la cabeza del Bautista chorreando de sangre estruja y conmueve). Sin embargo, otros exhibieron una enmarañada complejidad, dificultando su apreciación y disfrute. Lo peor, es cuando entreteje hechos superfluos, tal vez intentando alargar la obra (cabe señalar que el original de Wilde se desarrolla en un único acto). Y como en sus anteriores versiones –de «Las amazonas» y «Penélope»- desafía las convenciones con obsesión invariable, tratando de reorientar exaltada el tema feminista –hasta más allá de lo que abusivamente llaman «lo políticamente correcto» que tanto gusta al Festival- que viola la regla de la obra clásica.

Estos remiendos creativos simplones, donde se aventura a caminar por cuerdas flojas que incluso podrían sacar una carcajada a las estatuas del Teatro Romano, se dieron al empezar la obra con un desfile inicial de los personajes, engalanados como modelos en una pasarela, saludando con risas cómplices al público (que aplaude sin saber lo que verá). Y al final, pues otro pegote muestra una escena congelada, una imagen que metaforiza el matriarcado, donde la reina corrupta somete al rey decadente pisándole el culo. Mientras tanto, el Bautista entona su canción poniendo el broche final de la obra. Tal vez, el irónico Wilde se hubiera reído hasta las lágrimas ante esta fiesta extravagante de «creatividad».

Una escena de Salome
Una escena de Salome

La puesta en escena de Mira demuestra un hábil manejo de la composición dramática en sus elementos técnicos fundamentales, arropando la obra. La escenografía (de Curt Allen y Leticia Gañan) es atractiva y respeta la grandeza del monumento romano, mientras que la llamativa disposición de las luces (de José Manuel Guerra) añade un toque visualmente impresionante. Los trajes singulares (de Helena Sanchis) y la música excepcional (de Marc Álvarez) también hilan la experiencia con maestría. Sin embargo, en las coreografías solo resalta la de los Guardias de Herodes (de Pedro Almagro), en los movimientos de un coro móvil que despliega un sorprendente juego escénico, enfoque que ya utilizó la directora con éxito en su montaje de «Pluto» en el Festival de 2014.

En la coreografía de Salomé (de Cienfuegos Danza) en «la danza de los siete velos», uno de los momentos cumbres de la obra, la estética flaquea, se tambalea la belleza, cuando el personaje encaramado sobre una mesa -cargada de flores y frutos- ve limitado sus movimientos, lo que resulta una acción visualmente empobrecida. Pero la complejidad surge en la dirección de los actores, donde la amalgama de situaciones que abarcan desde una tragedia desgarradora hasta el intento de diversión reminiscente de un vodevil, junto con la tragicomedia que emana del abuso de poder al que se enfrentan los personajes, se torna enredada. Esta distorsión no contribuye a la cohesión estilística, ni a la creación de una atmósfera teatral óptima, dejando además un ritmo desequilibrado en su resultado.

En la interpretación, se notó un esfuerzo mayúsculo en los actores por dar excelencia a sus roles. Belén Rueda (Salomé), demostró una actuación fenomenal a pesar de ciertas limitaciones de la puesta en escena. Su desempeño en esta ocasión supera su notable debut como Penélope de hace tres años, situándose al nivel de las destacadas actrices de tensa fibra dramática que han dejado su huella en el transcurso de este Festival. Pablo Puyol (San Juan Bautista) da una solvente replica a la protagonista luciendo organicidad escénica y poderosa y nítida voz (tanto en los diálogos como en las tres canciones que interpreta). Sergio Mur (Sirio), travestido de estrella poética y rutilante cumple bien en sus narraciones. Luisa Martín (Herodía) y Juan Fernández (Herodes), sin embargo, no convencen demasiado en la obra trágica con sus roles hilarantes sobreactuados. Y destaca el coro (Manuel Prieto, Paulo Mendoza, Iván Cerezo, Alejandro Villanueva, Benjamín Lozano, Ulises Gamero, José Antonio Calero, Pepe Mira, Nacho López y Pablo Rodríguez), cuya plasticidad y belleza de voces, movimientos y gestos añaden el toque fantástico que eleva la obra, moviéndose por la escena como una sinfonía visual pintada en el lienzo efímero de la representación.

El teatro llenó en el estreno y aplaudió (con algunos ¡bravos! Incluidos). Pero se notó que hubo muchos invitados, pues se representaba la producción del director del Festival.


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