Una singular distopía erótica
Azul bosques» se alza como una distopía erótica tan singular como inquietantemente cercana, un espejo deformante que refleja rutinas que preferiríamos no reconocer. Coproducida por El Desván Producciones (Extremadura), Giradas Producciones (Castilla La Mancha) y Elena Artes Escénicas (Madrid), la obra del mexicano David Gaitán despliega un interesante monólogo expandido —no fácil de entender— que respira al mismo tiempo expediente oficial, confesión íntima y un extraño eco de diario personal intervenido por el Estado.
Aquí, el sexo deja de ser espacio de libertad para convertirse en trámite administrativo: descargas, bonos, rangos, calificaciones… El deseo reducido a tabla contable, el cuerpo convertido en dato fiscal. La frialdad del sistema es tan meticulosa que roza lo cómico, como si la pasión hubiera sido tercerizada a un ministerio especializado en apagar incendios emocionales.
Y, sin embargo, el deseo —ese saboteador profesional— siempre encuentra una rendija para volver a encenderse. El acto clandestino de dibujar, casi infantil, casi primitivo, emerge como un gesto político inesperado. Una revolución hecha a lápiz que descompone un engranaje diseñado para no admitir grietas. El sistema teme más a un trazo a mano alzada que a un manifiesto.
El protagonista es deliciosamente humano: obsesivo, contradictorio, necesitado de aprobación, siempre un poco fuera de lugar. Su viaje no está hecho de epopeyas, sino de esa cotidianidad rota en la que todos hemos caído alguna vez. Su deterioro se muestra con precisión quirúrgica: la compulsión por ganar, la dependencia de lo anónimo, la torpe fascinación por la autoridad, y ese impulso irracional —pero profundamente humano— de buscar el cuerpo que lo marcó.
El conflicto central no es laboral ni romántico: es la colisión entre anonimato impuesto e intimidad espontánea. El encuentro sexual —magnífico en su tensión y su rareza— demuestra que ni el mejor gobierno puede legislar el temblor del pulso ni la química caprichosa de dos cuerpos que se reconocen sin permiso.
La obra alterna subjetividad y reportes fríos, creando un teatro-documento que perturba. Sensores, cámaras y gráficas sustituyen al diálogo tradicional, produciendo una atmósfera de vigilancia tan eficaz como sofocante. Cuando la analista empieza a sentir —gravísimo delito en un sistema perfecto— entendemos que lo omnisciente también tiene grietas. Basta un dibujo para desestabilizarlo todo.
El lenguaje corporal, medido casi como un ritual, convierte la memoria táctil en un acto de resistencia. La obra apuesta por un símbolo pequeño para detonar un cambio enorme. Y el humor aparece, agudo y negro, retratando la burocracia del placer con expresiones que podrían estar impresas en cualquier formulario estatal: «Sexo nivelado, felicidad garantizada». «Gracias por las modificaciones a la regla».
El Estado se presenta como un padre amoroso, pero ejerce un control quirúrgico. Cuando prohíbe la imagen del protagonista, lo convierte sin querer en mito. Y en el concurso final, la masa reproduce los movimientos prohibidos: una rebelión sin discursos, sin pancartas, solo contagio.
«Azul bosques» es inquietante, sensual, lúcida y nada moralista. Transforma el deseo en lenguaje, en arma y en memoria; abre un territorio fértil para la experimentación escénica y para dos intérpretes valientes, Blanca León y Rodrigo Casillas, cuyo trabajo destaca por la precisión física y la intensidad de sus movimientos. Bajo la adaptación y dirección de María Heredia, la obra se convierte en un viaje audiovisual de ritmo poderoso, donde el uso de la tecnología 3D estereoscópica —integrada con delicadeza y atrevimiento— abre pasajes visuales tan atractivos como inesperados. El resultado es un espectáculo arriesgado y, a su modo, necesario.

