Críticas de espectáculos

Clitemnestra o el crimen / Marguerite Yourcenar / Sabrina Gilardenghi

Autora – Margarite Yourcenar. Clitemenstra – Carolina Defossé. Vestuario – Cecilia Salgueiro. Escenografía – Valeria Abuin. IluminaciónProducción – Paola Costamagna. – Laura Soifer. Edición de videos – Lucía Rud. Dirección – Sabrina Gilardenghi

 

La sala está en penumbras, previamente nos han advertido, por si no la conocíamos, acerca de la historia que vamos a presenciar: Clitemnestra: “Finalizada la guerra de Troya, Agamenón, jefe de tropas del ejército griego, vuelve a Argos triunfante. Al llegar al palacio de Micenas, su esposa Clitemnestra, luego de la cena de bienvenida, asesina a su marido y posteriormente mata a Casandra –princesa troyana que Agamenón había escogido como parte del botín, hija del derrotado rey Príamo y conocida por sus dotes de profetisa-. Según La Orestíada (Esquilo, s. V a.c.), el rencor original de Clitemnestra surge del sacrificio de Ifigenia, hija de este matrimonio (además de Electra, Crisotemis y Orestes) quien había sido ofrecida por su padre en beneficio de los dioses para ganar Troya.

El público funciona como grupo de jueces. El personaje reivindicado da a conocer sus razones. El juicio final queda en la opinión personal, el destino de Clitemnestra lo conocemos todos.”

Estamos sentados, predispuestos a oficiar de jueces, expectantes a participar de esta versión de Clitemnestra. Una versión de otra versión, interpretación de interpretación: Clitemnestra, mito griego teatralizado por Esquilo, en versión literaria de Marguerite Yourcenar, llevada a escena esta vez bajo la dirección de Sabrina Gilardenghi y encarnada por Carolina Defossé.

Entonces comienzan las proyecciones. Imágenes que representan algunas escenas de la historia de Clitemnestra según han sido llevadas al cine en diversas ocasiones. Otra vez, versiones de versiones. Como si todo fuera una gran preparación, una puesta en claro de que lo que vamos a ver no es sino una más de entre todas las versiones de Clitemnestra, y que, a pesar de la constante reposición, adaptación y actualización de su historia, ésta sigue padeciendo el mismo destino.

Las imágenes se plasman dentro de un círculo que se proyecta sobre los tres paneles blancos que servirán de marco en la escena, en un círculo que pareciera reforzar la idea de Destino ineludible y circular al que se condenará a Clitemnestra una y otra vez, desde la mitología griega de la que nació hasta nuestros días, eternamente.

Apagón.

Y, por fin, aparece ella. Nuestra Clitemnestra en cuestión. Se presenta apelando directamente al público. Avanza, se sale del límite propuesto por las luces en el escenario y se adelanta hacia nosotros.

Así, nosotros que de antemano, aún antes de ingresar a la sala, fuimos convocados como jueces, por lo que suponemos deberíamos disponer del poder de juzgar, comenzamos siendo interpelados por el personaje en un claro intercambio de roles: es ella quien de entrada nos juzga por nuestra contemplativa actitud.

Es desde la actuación que se nos pide que no seamos sólo testigos del relato y la justificación del crimen que ella nos confesará en la cara. Ella, mirándonos fijamente a los ojos, hablándonos directamente uno a uno, explicándonos sus motivos, señalándonos, intimidándonos, nos contará su historia, toda su historia, con todos sus detalles, no sólo “la historia oficial” que leímos antes de entrar o vimos proyectada; y, a cambio, nos reclamará la mirada y la escucha activa.

Nos está instando a no comportarnos como meros testigos de una versión más de esta historia, sino a asumirnos como partícipes de su relato, tomando un punto de vista, una posición. Esto no se reduce a asumir una opinión determinada y fija: culpable o inocente, víctima o victimaria; sino a transitar con ella su historia, casi a meternos en su piel.

Ella nos da su voz y nos entrega su cuerpo. Ese cuerpo que se contorsiona en un constante vaivén entre la jovencita enamorada y la mujer envejecida humillada por el regreso de su esperado esposo con una amante, entre la madre que consintió el sacrifico de una de sus hijas y a cambio fue invisibilizada y la mujer que gozó de las delicias del poder y de la adoración de su joven amante.

No. No se nos pide ni se trata de “entender” o justificar su acción. Se trata de transitarla con ella, a partir de su cuerpo que es casi el único elemento con el que contamos en escena, salvo por una silla y un soporte para algunos objetos, vestidos, binchas y el aclamado cuchillo, que ella irá manipulando a lo largo de la obra. En la escena el cuerpo de la actriz sufre constantes transformaciones, esta pequeña mujer que va cambiando algunos de sus vestidos y tocados mientras revive su historia, se agiganta o se vuelve frágil según el modo en que ella nos va guiando, entre la mujercita joven, enamorada y tierna frente a su amado y la asesina que no parpadea en clavar cada una de las cuchilladas, como poseída.

Vuelven entonces a surgir unas imágenes, se proyectan esta vez unos campos incendiados. Llega el momento del relato del crimen.

Ella describe la sangre que brotaba del cuerpo de su marido. Esa sangre, roja como el fuego que vimos proyectarse. Él se desangra. Ella arde. Ninguno se consume. Como nos dirá Clitemnestra de Agamenón antes del apagón final: “¿Qué más puedo hacer? Es imposible matar a un muerto”, sabemos que ella también renacerá del fuego una y otra vez, para volver a arder, para volver a quemar. Y nosotros ya no tendremos opción: debemos abrir los ojos y mirar, aunque nos queme la vista.

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