Críticas de espectáculos

CARTA DE AMOR

Un montaje solemne, con intenciones litúrgicas, aflora desde las profundidades del Reina Sofía. El texto de Arrabal alumbra la ceremonia; el clérigo Pérez de la Fuente construye un espacio escénico con vida propia, abovedado, silencioso, siniestro, místico; la Valdés se transforma en madre, deja en la galería subterránea, para el escaso público, un trabajo memorable, legendario en su breve recorrido. Arrabal quedó patidifuso, encantado con el «milagro» de una representación que ha desatado un torrente de alabanzas y críticas orgásmicas. La trayectoria de Arrabal va camino, a empujones, del merecido laurel. El resistente Pérez de la Fuente, capitán del CDN, tras hacer un digno «Cementerio», ha acudido, una vez mas, al ahora bendecido genio melillense. Nos deja un monólogo deslumbrante, sacramental, con aroma de incienso, y al modo de un ejercicio espiritual, con la venia y vena de Arrabal. Filtra el tiempo de la obra y usa pocos pero acertados elementos escenográficos. La epístola es un texto magistral; memoria selectiva, rencorosa, reproches y amor visceral, tragedia, condena, culpa y perdón. Obra y vida se confunde, con gloria, en Arrabal. Su literatura es una alucinante terapia que ataja, siempre en código cristiano, su memoria sangrante. Y es cierto que en «Carta de Amor» confluye Arrabal. La carta es una expiación dolorosa que reconcilia a la madre y al hijo. España duele, late tras la madre; la «madrastra historia» es el obstáculo histórico, guerra civil que alimenta la tragedia, el suplicio chino, de la familia Arrabal. El oportunismo quiere ver en esta reconciliación, el abrazo de las dos Españas. Aquí, suponemos, radica la «misión» del montaje público. Lejos o cerca, transita la simbología de la carta, su lirismo y su precisa sensibilidad. Pero todo hubiese sido en balde sin la Valdés. Su mitológica reencarnación debe añadirse a los anales del teatro. Sufre, siente sus palabras, la destila con oficio y absoluta dedicación, en cuerpo y alma. La actriz fetiche del director hace un papel inolvidable y valedero de una tranquila jubilación. Sin embargo, no viví esa experiencia religiosa que avanzaba la glosa literaria (esa ibérica propensión a la mística). Sigue siendo, no obstante, un montaje excepcional y digno de un elogio desinteresado. Por otra parte, uno cree que las heridas de España ya han cicatrizado, a pesar de algunos empeños melancólicos. Estimo que la intención del director no es hacer patriotismo o propaganda nacional.

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