Zona de mutación

Dramaturgia del pájaro sobre un mar de alquitrán

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la lechuza de minerva ataca de nuevo

La lechuza de Minerva ve de noche. Es la linterna adecuada para develar lo que la oscuridad encubre. Por un error de traducción histórico, quedó para la posteridad la famosa frase de Hegel “el búho sólo levanta vuelo al anochecer”. Se refería a la lechuza de Minerva, que al convertirla en búho, creaba el primer pajarraco travesti de la historia, y para colmo, con ínfulas filosóficas, sólo comparable al optimismo verbolálico que la tradición, occidental y machista, suele adjudicar y exclusivamente disculpar a las suegras. El gran filósofo de Jena aludía con el ser alado de la penetrante mirada, a la actividad reflexiva, la misma que en magna exaltación, representa para los tiempos ‘el pensador’ de Rodin. La pesadez del titán intelectual de Rodín parece decir que el vuelo mental es a costa del hercúleo y matérico músculo de brazo y mano que sostienen la paradojal cabeza del pensador. Es en las culturas americanas precolombinas donde la lechuza, entre otras variantes benignas, estaba asociada al mal agüero, cosa que sobrecogió especialmente a los conquistadores y que como terror exótico, sembró los malos deseos de unos sobre otros, ya en los cenáculos civilizados. Creencia que domina legendariamente sobre otras, hasta nuestros días. Que nadie la contradijera, revela la necesidad de su función. La contraparte de esto es que si la lechuza ve de noche, por razones de poder, sabemos, no ha sido raro que se la mandara matar o se la obligara a abatir su vuelo. El arte como forma de pensamiento y de conocimiento, entra por ende dentro de las políticas de administración de la oscuridad. Por eso a la entrada de los túneles de la ignorancia, es preciso vigilar que la lechucita amiga, esté asentada en nuestro hombro, para recién ahí, acometer lo hueco.

 

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volar en las tinieblas

Cualquier pájaro, al volar, gradúa el obstáculo que le ofrece el viento, combinándolo a sus atributos; quiere decir que en la memoria de vuelo, el ave no olvidará ni el aire ni tampoco el obstáculo que ha vivido en cada remontaje a los cielos. Tampoco el riesgo posible de su no volar. Cada remontaje produce la desesperación por la opuesta posibilidad. Entonces digamos que en la armonía y proxemia buscada hay una memoria también del fracaso, de la desproporción. Es de ahí que puede hacerse del deseo de perfección, una decisión, una elección consciente, una voluntad de depurar lo que solemos llamar auto-realización. ¿Qué podríamos refinar sin esa memoria inscripta en el cuerpo? Entonces, esa voluntad de trabajar nuestros errores, ¿no modula la distancia, ajustando resistencias para acercarnos a las consumaciones, al beso amoroso, al conocimiento, a la belleza y la armonía? Pero, asumir lo efímero ¿no deja a la muerte trabajando para nuestras perfecciones? ¿El memento mori (“recuerda que vas a morir”) de lo efímero no trabaja también en sentido opuesto como: “recuerda que vas a vivir”?

El actor jamás es el personaje por eso un personaje puede tener miles de actores. En la actuación el actor (pájaro que vuela sobre un mar de alquitrán) subido al personaje debe superar un trance oscuro. El doble, el actor, en el momento de la actuación tiene de oscuridad a la persona real que es, a sus espaldas y simultáneamente, un trasfondo y hasta un traidor. El actor transforma a esa persona real en algo desconocido y lejano, que se convierte en la base de la seducción y deseo por apreciar los abordajes de ese ser misterioso y desconocido, en el que tanto suelen afanarse los paparazzis de las revistas amarillas, sin lograr doblegar. No faltan verdaderos intelectuales que sienten un gusto snob y perverso ‘por el carácter bizarro’ de estas publicaciones. Es que no les queda más que comer lodo en el lado oscuro del objeto. No podrían decir una palabra de la historia de la luz. Lo que hace tolerable lo efímero del arte teatral, es que corporiza a la vida. Esa corporización se acepta como un retorno, como un renacer, una re-encarnación. El actor como doble también duplica la subjetividad secreta de cada espectador. Esto quiere decir que un actor en el ‘aliento de veda’ (paráfrasis del ‘area de veda’ con que Gastón Breyer[1] califica al escenario) que es el personaje, es el que tiene la última palabra.

La palabra que el actor emite puede llegar al espectador como en un susurro exclusivo, personalizado, que tiene la reciprocidad de los reclamos perceptivos más privados y exigentes del espectador. Esa intimidad sólo puede llegarle por la palabra, aunque la verdad de ese susurro dure el volido de una mosca. Todo lo que esa palabra anima, desanima luego cuando ya no está. El teatro se asocia a la muerte en ese silencio, lo que al mismo tiempo sirve para que algunos detractores sistemáticos de este arte milenario, connoten de él una idea poco seria y rigurosa de vetustez. Esto ni siquiera es vuelo bajo, es regodeo de pájaro rastrero, que goza de su no volar o justificando su imposibilidad de hacerlo. Ocurre que lo que surge como símbolo efímero de vida, debe afrontar la sensación de muerte en su interrupción, aún cuando sea un descanso para la compañía. La secreta intimidad del espectador se hace ‘abyecta’ y viciosa cuando no escatima medios para reproducir las condiciones de aquella exclusividad. Es la tentación del espectador con la que acosa, pulpifica y manipula al actor. El actor, por su lado, necesita testimonio público para volver a reincidir. Esto quiere decir que actor de un solo día no hay. El segundo día empieza su experiencia, su conocimiento. El público negocia con él y él afronta delicadas decisiones. La voluntad fuerte que necesita el actor se impone por su natural doblez. Si la persona del actor domina al actor, el público sólo verá su oscuridad engalanarse. La prensa amarilla, la industria de la banalidad, ganan. El peso de la decisión del actor es matar la oscuridad. Y sin embargo, después de matarla, él sabe que vuelve a ella, pero en ella está la esencia de su reciclaje, de la que no hay noticias ni faroles salvadores en la prensa amarilla.

 



[1] La escena presente, Gastón Breyer. Editorial Infinito, 2005.

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