Mirada de Zebra

Duración

Del telegrama al WhatsApp. De la carta al email. De la bicicleta con pedales a la bicicleta con motor. De trepar a pie hasta la cima del volcán Etna a recortar el viaje mediante el teleférico. De consultar la enciclopedia de gruesos tomos, a preguntar a Google. De la compra en el mercado al pedido online. De cocinar a fuego lento, a que te traigan la comida cocinada a la puerta de casa. De esperar a ver un capítulo de tu serie favorita semana tras semana en un canal de televisión, a tragarte todos los capítulos de golpe un domingo gracias a una plataforma digital. 

 

De un tiempo a esta parte reducir los tiempos de ciertos procesos se ha convertido en un valor en alza. Hemos asumido la regla de tres con extrema facilidad: a mayor rapidez en obtener el producto, mayor satisfacción del cliente. Sin embargo, lo que funciona en el álgebra del capital, donde las ecuaciones juegan con productos, plusvalías y rentabilidades, pero dejan fuera a las personas, no siempre funciona en el álgebra de la simple existencia, donde las ecuaciones tienen a la persona como “X” a despejar y son aún un misterio sin resolver. Y sucede con frecuencia que acortar ciertos tiempos, en lugar de sumar, resta color y profundidad a ciertas experiencias.

Uno de los ejercicios clásicos de mindfulness es la meditación de la pasa que consiste en disfrutar comiendo una pasa durante cinco minutos. Es decir, algo que en el discurrir atropellado del día a día puede ocupar apenas unos segundos, aquí se prolonga a conciencia para intentar exprimir la experiencia en todos sus matices. Durante ese largo tiempo que le dedicamos a la pasa descubrimos su gama de olores, sus diferentes texturas, desde la fina y suave capa que la recubre hasta sus hondas rugosidades, para finalmente degustar la explosión de sabor que su interior guarda, así como la estela de gustativa que nos deja en la boca una vez se ha perdido campanilla abajo. El ejercicio no es un mensaje subliminal para practicar el budismo (de donde probablemente proviene) ni siquiera es un consejo para practicar a diario (deberíamos dejar de dormir si a cada alimento que ingerimos le dedicásemos tanto tiempo), pero revela que en el acelerar cotidiano tendemos a negar experiencias placenteras a nuestros sentidos.

Los rituales son otro ejemplo donde es necesario respetar ciertos periodos largos para que un determinado acontecimiento alcance su clímax. El antropólogo Victor Turner describió que todo ritual comienza con una fase de separación, que se caracteriza por una serie de acciones programadas que permiten al individuo disgregarse gradualmente de la situación cotidiana en la que vive. Y esta fase preliminar o de preparación puede ser larga, a veces bastante más que el acto central del ritual.

La ceremonia de la toma de la ayahuasca, por ejemplo, en un formato habitual (aunque depende del chamán o chamana que guía) comienza tres días antes de la ingesta. En esos días de preparación previa se empieza una dieta estricta donde esencialmente se prohíbe el consumo de azúcares y todo tipo de carnes. La puesta a punto continúa el mismo día de la toma, cuando se accede a un determinado lugar previamente escogido con delicadeza y se reciben las instrucciones precisas de quien guía la ceremonia. Parecen actividades meramente protocolarias, pero esos tres días previos (que a veces pueden ser semanas) son esenciales para preparar el cuerpo y la mente de cara a la toma del brebaje que apenas durará un abrir y cerrar de gaznate. Y no es difícil imaginar que la experiencia que causará ese trago fugaz necesita de esos días previos para alcanzar su plenitud, y que no será comparable a tomar la pócima como si fuese un chupito de tequila al llegar a casa.

Lo que es válido para los rituales se puede aplicar también al efecto placebo. Al fin y al cabo, para que una sustancia químicamente inocua pueda producir un determinado efecto necesita de un ritual de sugestión previo, suficientemente largo y cuidado, donde el paciente elaborará una creencia firme sobre la capacidad curativa de lo que no es más que un tipo de azúcar bien envuelto. Lo que la química no puede hacer, lo hará su cerebro. Pero para que eso ocurra el cerebro necesita una larga ceremonia previa de embaucamiento: que el o la médico le atienda con atención, con bata blanca (el vestuario sugestivo apropiado), que le hable de las bondades de ese medicamento especial, y que incluso le diga que el laboratorio farmacéutico tardará unos días en elaborar la fórmula específicamente desarrollada para él.

Las prácticas rituales (incluidas aquellas que se dan al margen de lo religioso y espiritual) evidencian que los tiempos prolongados en ciertas actividades tienen la capacidad de alterar nuestro pensamiento, de modificar la realidad que percibimos, algo que a nivel celular se produce probablemente con la conexión de nuevos circuitos neuronales. 

En teatro esto es algo que reconocemos, pues se sabe que un entrenamiento actoral que se prolongue más allá de los límites del cansancio permite, en determinadas circunstancias, llevar a un estado de sensibilidad particular al actor o actriz. Ese lugar donde los sentidos hallan su propia inteligencia tras romper amarras con el excesivo control mental. Roberta Carreri lo explica así en su libro “Rastros: Training e historia de una actriz del Odin Teatret”: 

Enfrentarnos voluntariamente a situaciones que nos empujan a superar el cansancio nos permite conocer el camino hacia ese pozo del que extraemos las energías necesarias para llenar nuestra presencia escénica”.

En una conversación reciente con Sophia Treanor, asistente de Mary Overlie durante los últimos diez años, me decía que en la práctica de los Viewpoints no había entendido profundamente el concepto de “forma” (la forma corporal que queda esculpida en el espacio) hasta que un día Mary la tuvo 45 minutos en una determinada posición estática mientras analizaba su cuerpo, mientras percibía y anotaba mentalmente cosas como “el ángulo de la rodilla es de unos 40 grados, la distancia entre mi dedo índice y pulgar no llega a un centímetro, un tercio de mi antebrazo se apoya sobre mi pecho, etc.”. “Sólo entonces percibí realmente que yo era forma, sin ningún pensamiento añadido”, decía. Esos 45 largos minutos manteniendo una escultura con su cuerpo habían, de alguna manera, alterado las conexiones de su sistema nervioso para llegar a una nueva compresión de un concepto que había trabajado durante años, pero sin dedicarle un tiempo tan largo y específico.

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En la famosa frase de Anton Chéjov, tan recurrente como consejo de escritura, «si en el primer acto tienes una pistola colgada de la pared, entonces en un acto posterior debe ser disparada”, siempre me ha parecido que era el tiempo quien cargaba la pistola de significado (literal y metafóricamente). Si ves una pistola durante una breve acción ésta puede pasar desapercibida, pero si estás observando repetidamente una pistola colgada en la pared del fondo durante toda la obra, como espectador no parece descabellado acabar gritando: “¡Que alguien la dispare, por favor!”. En un lenguaje silencioso, como el que utiliza la publicidad subliminal, un determinado objeto expuesto ante nuestra mirada durante largo tiempo puede convertirse en objeto de deseo. No cambia el objeto, cambia nuestra percepción de él gracias al paso del tiempo.

El cine de Tarkovski es un ejemplo icónico de cómo una duración prolongada de los momentos permite depositar la historia en la memoria con un peso especial. Según cuenta el teórico de cine David Bordwell en su libro “The way Hollywood tells it”, los planos de una película actual duran un promedio de cuatro a seis segundos. Por contraste, Stalker de Tarkosvki dura 163 minutos y tiene apenas 142 cortes: la duración media de cada plano es de 69 segundos (más de un minuto), y muchos planos duran más de cuatro minutos. La duración de planos especifica en números algo que una mayoría de espectadores zanjaría diciendo “¡Esta película es lentísima!”. Pero si uno es capaz de traspasar lo que en un primer impulso rechazaríamos por aburrimiento y entra en ese universo de Tarkovski, donde el tiempo fluye en ese ritmo pocas veces visto en cine, lo que se camufla como lentitud se convierte en un deslizarse dentro de unos cuadros pictóricos a recordar. Siempre que veo una película de Tarkovski se me queda en el carrusel de ahí arriba durante las semanas siguientes, dando vueltas y vueltas para volver y volver. Si pensamos que no es la gota, sino el largo repetir del goteo lo que orada la piedra, diría que en Tarkovski no es el plano en sí, sino su duración la que permite a sus imágenes incrustarse en la memoria.

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Siento una admiración especial por las historias que saben alargar el tiempo para hacer emerger un momento particular, un instante que adquiere su máxima dimensión precisamente gracias a ese impulso temporal previo, a esa latencia narrativa que le precede.

En la serie “Band of Brothers” (Hermanos de sangre) el momento más emotivo, en mi opinión, se produce en el noveno episodio, el anteúltimo. Esta serie bélica narra la historia de un batallón del ejército de Estados Unidos hacia el final de la II Guerra Mundial, desde que desembarca en Normandía hasta que llega a la casa de verano de Hitler, ya muerto. Está rodada con tal realismo que de vez en cuando te agachas para esquivar un disparo o cierras los párpados para que la sangre no te salpique en tus ojos. Ya me entienden. Bueno, pues después de ocho capítulos con el cuerpo encogido de sortear balas, atravesar bosques y habitar trincheras, llega un momento crucial: cinco soldados avanzan sigilosamente entre árboles, rifle en mano, y al llegar a un claro, paran y bajan sus armas. En su mirada se percibe que aquello que están viendo les paraliza. Se hace el silencio. Imaginen ahora la densidad de ese silencio después de ocho horas de bombas, metralletas, cuerpos desmembrados y gritos de dolor. 

Lo que descubrimos después, continuando la atmósfera de silencio, es que aquello que están observando los soldados es el primer campo de concentración y tras las vallas, los prisioneros en uniformes rayados, apenas sostenidos por sus huesos, e infinidad de cadáveres alrededor. El capítulo se titula “Why we fight” (Por qué luchamos). Y, efectivamente, en aquel mundo tan estrecho donde la vida se reduce a sobrevivir y matar, uno se olvida de toda razón. Y créanme, el horror nazi y el impulso para combatirlo no pueden emerger con mayor contundencia en ese silencio, después de ocho capítulos de estruendo de guerra. Los creadores de la serie trazan con maestría el alma humana frente a una barbarie que deshumaniza gracias al uso del contraste “estruendo-silencio” amplificado por la duración del tiempo.

Sabemos de la importancia del contraste en el arte gracias, esencialmente, a las artes visuales donde el uso discrepante de los colores guía la atención de quien observa. Un ejemplo clásico: ante un escenario lleno de sillas negras, si hay una silla roja llevaremos nuestra mirada irremediablemente hacia la silla roja. Es decir, nuestro sistema nervioso está programado para percibir la diferencia, aquello que resalta entre lo ordinario, aquello que transgrede la norma establecida, aquello que produce tensión en nuestros sentidos. Y sucede que lo que entendemos intuitivamente en el terreno de lo visual, también se puede trasladar en términos de duración de tiempo. Un momento particular emergerá con mayor o menor relieve en función de cómo contrasta temporalmente con lo que precede, es decir, en función de la duración de aquello que ha sucedido previamente. De la misma manera que estiramos el arco para lanzar la flecha más lejos, podemos alargar el tiempo de un preludio para que un determinado instante aparezca con su particular brillo, como alzado en su esencia. 

Me viene a la mente “Room” de la SITI Company, de esos espectáculos que uno sitúa en su pódium particular de experiencias teatrales. Lo vi hace nueve años, pero aún guardo el primer gesto de la actriz intacto en la memoria. Sobre la escena tan sólo el personaje, Virginia Woolf, y una silla. Y los primeros 20 minutos (aproximadamente) el personaje de pie, quieto, sin mover nada más que los músculos del habla para contarnos su historia, para desgranarnos entre recuerdos y metáforas fragmentos de su vida. Y entonces, tras esos largos minutos de estatismo escultural, en el momento en que el personaje narra los abusos sexuales de los que fue víctima de pequeña, el personaje mueve una mano. Como se pueden imaginar, después de ese largo lapso donde sólo hemos visto el minúsculo articular de los labios, el movimiento de una mano es un efecto especial grandioso que captura completamente tu atención. No puedes dejar de mirar la mano, esa mano que lentamente se sitúa a la altura de su sexo para luego cerrarse en puño expresando la mutilación sufrida y toda la rabia contenida desde entonces. Ahora mismo sigo viendo aquel gesto de la mano con extrema nitidez, como si viajase sin esfuerzo nueve años atrás en el tiempo. Pero lo hago no tanto por el gesto en sí, sino por la larga quietud precedente que había preparado el terreno para hacer del siguiente gesto algo memorable.

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En esta época de tiranía de lo mensurable donde tendemos a pensar como economistas sin serlo, donde el valor de las cosas sólo cuenta si se puede traducir en cifras, aquello que se alarga en el tiempo parece que se devalúa, que es sólo sinónimo de espera, de pérdida de tiempo, de latencia improductiva. Difícilmente asociamos los tiempos prolongados a periodos de cultivo, a un lapso aparentemente estéril pero esencial para que algo nuevo ocurra al margen de la frenética mecánica del día a día. 

El escritor alemán Peter Handke escribió un largo texto titulado “Poema a la duración” precisamente para reivindicar lo contrario: la duración como equivalencia de esos momentos de plenitud existencial que, de vez en cuando, tenemos la fortuna de vivir. Y ahí hablaba sobre la duración de la siguiente manera:

Esta duración ¿qué era?

¿Era un intervalo de tiempo?

¿Algo mensurable? ¿Una certeza?

No, la duración era un sentimiento,

el más efímero de los sentimientos;

a menudo pasaba más rápido que un instante,

imprevisible, ingobernable,

inasible, inmensurable.

En el inicio del poema Handke asume que para hablar de la duración con el sentido que quiere hacerlo no puede escribir ni un artículo, ni una obra de teatro, ni una historia. Para Handke sólo el lenguaje de la poesía, tan elusivo como la duración a la que alude, puede capturar esa particular impresión del paso del tiempo. Y, en efecto, entender las duraciones prolongadas como parte esencial de ciertas experiencias vitales parece algo que sólo concierne a ámbitos como la meditación, los rituales, la poesía o a determinadas creaciones artísticas. Aunque quizá podamos expresar todo lo anterior utilizando el lenguaje financiero para que también lo entienda el enemigo: a veces es necesario invertir un tiempo extenso para obtener un momento que guardaremos en una de las mejores vitrinas de la memoria.

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