Críticas de espectáculos

Edipo / Paco Bezerra / Luis Luque / 67 Festival de Teatro Clásico de Mérida

Un Edipo más para la reflexión 

Sexto espectáculo del 67 Festival estrenado en el Teatro Romano. Una co-producción del Teatro Español de Madrid y Pentación Espectáculos, con un texto del -joven y laureado- dramaturgo Paco Bezerra sobre «Edipo«, el personaje clásico de la familia griega de los Labdácidas que más veces hemos visto en la larga historia del Festival, en adaptaciones o versiones sobre los hechos y diálogos, en las distintas obras, de la trilogía del gran Sófocles: «Edipo rey» (tragedia de destrucción), «Edipo en Colono» (melodrama) y «Antígona» (tragedia de sublimación).

 

De ellos, «Edipo rey» ha sido el más representado, tal vez porque sea uno de los más indiscutibles textos clásicos de la literatura universal (desde que Aristóteles lo situara como una de las cumbres del teatro griego en su Poética). Un modelo de tragedia escrita hace más de 2.300 años que, aparte de tratar el tema -por antonomasia del estilo clásico- de la agresión a la vida, trata también el incesto y la justicia; esto es, tres conflictos del drama universal: el ético de Edipo consigo mismo, el social del gobernante con su pueblo y el personal con su cuñado Creonte. Todo un material dramático de gran belleza y dignidad, que refleja carácter y emoción, y que interesó a muchas compañías que presentaron sus propuestas al Festival. Entre ellas, resultaron innovadoras: la de José L. Gómez en 1982 (versión de García Calvo, dirigida por el griego Stavros Doufeixis), la del grupo portugués La Comuna en 1988 (dirigida por Joao Mota en el anfiteatro) y la extremeña Teatro del Noctámbulo (versión de Miguel Murillo y dirección de Denis Rafter) que elevó el listón por la insuperable interpretación -como Edipo– de José Vicente Moirón (nominado ese año para los MAX).

Bezerra, que debutó en 2018 con una versión libre y minimalista sobre «Fedra«, ha revivido, con parecido sistema de estructura dramática, un «Edipo» para la reflexión. Un texto de la figura del rey de Tebas donde el discurso -más cercano al «Edipo en Colono» que es pura deliberación- tercia, encarnando la célebre máxima délfica «Conócete a ti mismo» como exhortación paradójica y tarea infinita, por querer formular preguntas más que expresar una veredicto sobre la tragedia (una propuesta filosófica valiosa pero que no es nueva en el Teatro Romano, pues ya la vimos en la trilogía montada por el director francés G. Lavaudant en 2009, proyectada como una pesadilla expresionista, aunque con poco acierto escénico).

En el planteamiento de Bezerra, la palabra intensa, lapidaria y atormentada, sin apenas acciones, engrana los hechos del autor clásico que reflejan los conceptos, sentimientos y reacciones de cada conflicto con una narrativa escénica -estilada con buena dosis de halo poético- puesta en boca de unos personajes que sugieren más de lo que aparentan en el ámbito de un mundo espectral. Un tratamiento muy particular, con cierta simbología críptica de la actualidad (la peste tebana son aquí las llamas de los bosques que asedian las ciudades), siendo la parte más intensa e interesante el monólogo final, toda una síntesis del viaje circular de Edipo en sueños sobre su propio destino.

Un monólogo desgarrado de un lirismo seco, anti-sentimental, en el que concluye su tesis reflexiva contando -de cara al público- la verdad de su historia: «Hola, me llamo Edipo… y maté a mi padre y forniqué con mi madre… y una noche al descubrir lo que me deparaba el futuro… hui de casa y me puse a caminar durante años… hasta que un día me topé con un hombre sin rostro… que me hizo entender que era yo mismo… y que la historia de mi vida no es una historia… es una pesadilla horrible y angustiosa… de la que, por más que lo intento, no consigo despertar«.

La puesta en escena de Luis Luque -quien anteriormente había dirigido la «Fedra» mencionada de Bezerra– es muy irregular, apenas logra la resonancia y el ritmo intenso de tragedia en el juego escénico, que resulta por momentos bastante estático y oscuro (el diseño de luces es deficiente). La atmósfera trágica y reflexiva sólo se consigue al final, en el momento álgido del monólogo de Edipo. Pero también, hay momentos de creatividad (la composición que hacen los actores de La Esfinge) y otros de simpleza reiterativa (en las entradas y salida o subida y bajada de los actores por una escalera no visible). La imagen y la declamación del coro son bastante desmayadas.

Pero lo peor, es la manía de este director -siendo la tercera vez que lo hace en Mérida- de exponer toda la acción en el centro de la escena, delante de un espacio/pantalla escenográfico. En este caso, de proyecciones donde flotan nubes oníricas y rostros fantasmales, un pegote que en el Teatro Romano no se digiere bien -y él lo sabe- porque ensombrece el monumento en su belleza y posibilidades de creatividad escénica (que ya demostraron con las nuevas tecnologías algunos escenógrafos, a partir de la «Agripina» de Fermín Cabal/Eugenio Amaya, en 2002). Ello indica, reiteradamente con descaro, que el limitado espectáculo -de 80 minutos que dura la obra- está pensado para la gira de Pentación (del director Cimarro) en otros espacios de mediano formato.

En la interpretación, los ocho actores del reparto: Alejo Sauras (Edipo), Jonás Alonso (Yelmo), Julia Rubio (Esfinge), Mina El Hammani (Yocasta), Álvaro de Juan (Creonte), Jiaying Li (Tiresias/Mujer ciervo), Alejandro Linares (Mensajero) y Andrés Picazo (Esclavo) cumplen su roles más o menos correctamente. Pero sólo destacan Alejo Sauras y Jonás Alonso en los diálogos y en el monólogo concluyente, declamando con equilibrio tonal y la potencia de sus voces. Creo que sin ese selecto recitado final, interpretado regiamente por estos dos actores, a mucho público la función le hubiese resultado un peñazo.

José Manuel Villafaina

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