Zona de mutación

El Mirador

«Si hacemos algo –abrir una puerta, digamos- y pensamos después en lo que hicimos, es ridículo; en cambio, si observamos desde un mirador la reproducción de lo mismo, no hace falta nada para extraer una sucesión, una forma común, incluso un sentido» («Los diarios de Emilio Renzi» de Ricardo Piglia). Esta conjetura pone en el tapete el lugar que se ocupa en una situación: dentro o fuera de ella. En el acto teatral, el espectador puede estar afuera, como el autor de una novela, o adentro como narratario (Genette) de la enunciación del actor-narrador. Un depositario (activo o pasivo) de la acción escénica, que es influida energéticamente y por presencia, del espectador. Nunca la escena es indiferente a la misma, y quienes lo atestiguan acabadamente son los propios actores. Entonces, el estar afuera del espectador teatral termina por ser un agente que incide, sino en el relato, en su estructura formal, en su masa perceptiva general. La participación espontánea, el espectador no sabe bien por que la hace y no falta que a posteriori, la valore como parte de un ridículo al que no debió prestarse. Una sensación de ridículo alimentado por una no menor sensación de banalidad, superfluidad.

Hay un estar adentro, pese a todo, en el hecho teatral, que ambientaliza el cuadro psico-emocional de manera envolvente a todos quienes participan del encuentro. Participar de una performance teatral, de la que no se sabe demasiado, pone en particular a los espectadores en el plano de vivir una experiencia aunque no todavía el contenido de ella, como dice Massumi. O en las palabras de Piglia, en hacer algo en un plano otro, que devuelto a la realidad real, no puede menos de producir una sensación de vacuidad, de ejercicio banal y resignable. Sin embargo es con la masa del ridículo que se cuecen los emplazamientos teatrales, concéntrico a un posición que adentra, que incluye e involucra.

Mirar de afuera, no es porque se esté afuera en realidad, sino más bien, es la estratagema, de poner un anillo más amplio al del espacio y el tiempo que nutrían el encuentro conjurado como momento teatral. Una coartada para no quedar inmiscuido, que no es sino una prerrogativa lindante con la arbitrariedad. Una manera de sobrevolar lo ya visto, de pretender abarcarlo con la reflexión o el pensamiento. El mirador, que lo constituye no la platea, la butaca, la grada, sino la instancia ulterior que da derecho a mentar, explicar, interpretar lo vivido. Esta triquiñuela témporo-espacial, hace de los encadenamientos de los fragmentos escénicos, de las múltiples sensaciones experimentadas, una figuración que pretende reivindicarse como momento consciente y con ello, como prerrogativa logocéntrica por sobre el trance germinal y original de la experiencia teatral.

Tal vez se pretenda como no-ridículo el hecho de manipular la importancia de las etapas que guarda la experiencia artística, y reclamar que el ‘mirador’ de Piglia sobrepasa en importancia al nonsense espontáneo que nos tiene de protagonistas ridículos, justo en el momento en que se trata de dar contenido a la pulsión que no se explica. Será un prurito, un puritanismo racionalista que acomoda antropológicamente la experiencia, a la capacidad exterior de anudar sucesivamente y en cadena, declarando unido aquello que aparece atomizado.

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