Un cerebro compartido

El proEnglish Theatre de Kiev

En su poema “España en Paz” y hablando de la Gran Guerra, Antonio Machado escribía “¡Señor! La guerra es mala y bárbara; la guerra / odiada por las madres, las almas entigrecen; / mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra? / ¿Quién segará la espiga que junio amarillece? /…/ Es bárbara la guerra y torpe y regresiva; / ¿Por qué otra vez a Europa esta sangrienta racha / que siega el alma y esta locura acometida? / ¿Por qué otra vez el hombre de sangre se emborracha?”

La guerra entigrece el alma. Hace unos días veía en un diario nacional la foto de Anabel Sotelo, hija de nicaragüense y de ucraniana, frente al proEnglish Theatre de Kiev, una sala en la capital ucrania, que mantuvo la actividad hasta que comenzó la guerra y hoy sigue con sus puertas abiertas habiéndose convertido, como se lee en el artículo, en una especie de mazmorra cultural. Una, diría yo, reducto para las almas no entigrecidas.

Imagínese, de un día para otro, la ciudad en la que vive se ve amenazada por fuego real y al sonar de las sirenas, se le conmina a correr al metro, o en este caso, al sótano, donde está ubicado el teatro. Esta imagen es tan surrealista que podría ser el comienzo de una obra de teatro. Entiendo que no se debe frivolizar, pero no puedo evitar que mi mente me lleve a la película Stargate y entender el escenario de este teatro como la puerta a otros mundos para las almas no enfermas y valientes, es más, me atrevería a decir que ese escenario hoy se ha convertido en el más importante del mundo occidental. La necesidad de que la cultura nos salve salta de la ficción a la vida.

Decía el novelista y ensayista francés André Maurois que la cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió. En este caso, en esta absurda guerra (todas lo son), parece que no hubiera poso, que todo haya sido olvidado. Y sigo sin entender el proceso mental por el que los descerebrados que todos tenemos en mente se obstinan en ser recordados con adjetivos oscuros que definen al ignorante y prescindible irresponsable destructor de la herencia cultural. En fin, a lo nuestro. El escenario nos salva de la guerra. ¿Metáfora? Pues no, realidad. ¿Qué hacer en este caso, irse de Kiev o refugiarse en un teatro subterráneo? ¿Es posible que la necesidad de respirar mundos paralelos nos atraiga como un imán a las tablas de un teatro hasta el punto de dar la espalda a la realidad? Siendo así, nuestra realidad es la que inventamos en escena, no la que vemos encendiendo la tele.

Otro ejemplo de una factura sobresaliente lo vemos en una ficción de HBO, “Station Eleven” donde Shakespeare y su Hamlet son el eje salvador de un grupo de supervivientes en un mundo postapocalíptico. La serie plantea un escenario parecido: vivir para representar el teatro de Shakespeare en un mundo que ha experimentado un colapso total. Los protagonistas representan obras del actor y dramaturgo inglés como razón de ser donde encontrar algo de normalidad.

Parece que el teatro está en la esencia salvadora de muchos de nosotros. La investigación Cerebral Transcultural es un área que investiga hasta dónde y cuánto influyen los marcos culturales en el hombre y su desarrollo y no puede descartarse que esta sea una vía real sobre la que pavimentar el proceso evolutivo del cerebro humano. Es mandatorio entender la necesidad de significar uniendo como lo hace el teatro y no destruyendo como hacen las guerras. El teatro es capaz de hacernos desarrollar una capacidad de abstracción que, reconozco que he aprendido con este ejemplo del teatro de Kiev, supera toda metáfora y teoría. 

Si la banda sonora es la de las sirenas antiaéreas, sobrevivamos con Shakespeare o con Lorca, no permitamos que el alma entigrecida nos haga analfabetos. El teatro es el lugar para sobrevivir. Y dicho esto, querido lector, reconozco que yo, casi con toda seguridad, habría tomado rumbo a la estación del tren que me aleje del desastre.


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