Y no es coña

En términos y tiempo

De alguna manera y de forma literal, vivimos de juntar letras. Las palabras forman parte de nuestras señas de identidad. Elegimos un verbo u otro consciente o inconscientemente que acaba siendo fundamental para la definición de lo que intentamos decir, comunicar, transmitir, convertir en idea fuerza, en concepto o en dogma. No hay nunca, nada inane en un sintagma. Salga del catecismo, el libro rojo, los chistes de cuñados o los mil tratados para escribir una obra de teatro. Cada frase se encadena con la siguiente y acaba formando un mundo, una transfusión de señuelos para la supervivencia. Sea en una ley publicada en el BOE, un poema romántico, una obra de teatro que se encuadra de manera aleatoria en lo postdramático, un discurso de investidura, los anuncios de cervezas o las crónicas, críticas o previas del día después que van trufando nuestra vida desde los periódicos digitales, los blogs espontáneos, podcast, redes sociales y otros elementos de intercambio de ilusiones del mundo contemporáneo.

Mi cuerpo, mi corazón, el oxígeno que llega a mis canales de distribución para distribuirlo por todos mis órganos fundamentales para mantener lo que se conoce como vida, me está mandando mensajes cifrados, encriptados, a veces de una nitidez asombrosa, para pedirme un tiempo de silencio. Sencillamente. No escribir nada más que aquello que sea necesario e imprescindible. O sea, seleccionar las energías para ir creando un perfecto misterio. Dicen quienes me rodean con sus conocimientos en materias alrededor de lo que significa humanidad, en verso y en prosa, que me expongo demasiado, que no pongo nunca filtros en los momentos de dirigirme a los demás. En lo personal, en vivo y en directo, y en lo social y público, sea a través de estas homilías o en ese vicio que mantengo parapetado en un seudónimo desde hace treinta y tantos años y que me lleva a escribir, y publicar en un diario de papel, cada día, es decir, todos los días del año menos los tres que no salen diarios, un artículo.

Tomo en serio todas las recomendaciones porque un corazón que “pierde fuerza” según los galenos especialistas, marca. Y si esa falta de fuerza se manifiesta con un cansancio irreverente, hay que prestar atención al cuerpo y el alma. Por lo tanto, entre recomendaciones facultativas, amistosas, terapéuticas y telúricas, hay días que se levanta uno con ganas de poner un punto y seguido a casi todo. O, dicho de otra manera, no sirve de casi nada seguir insistiendo en lo que parece obvio, y lo es para un porcentaje de lectoras de estos artilugios luneros, porque nadie atiende. Se parece demasiado a un onanismo refractario.

Esta entrega, por ejemplo, venía provocada por los lugares comunes que utilizamos quienes hacemos crónicas, críticas o como deban llamarse esas piezas en las que se habla de un espectáculo. Me cuesta mucho escribir algo que sobrepase los quinientos caracteres sobre las obras que veo, y en el último mes no he ido, por este cansancio crónico que me atrapa, al teatro. Pero leo algunas críticas y me descorazono. Soy de quienes creemos que no vivimos el mejor momento de la creación teatral. Ni mucho menos. Hay demasiadas obras que inciden en una burbuja de la mediocridad. No hay una zona crítica que ayude algo al esclarecimiento. Ausentes las firmas referenciales en los grandes medios, crece lo poco elaborado. Y en todos los casos, los de siempre, los de ahora y los de nunca, cuando es evidente que no se sabe qué decir recurren a frases hechas sin mucha consistencia. ¿Qué quiere decir que unos intérpretes están en estado de gracia? No me contesten, que hay que recurrir a lecturas bíblicas. Y cuando alguien señala que un actor o actriz, “se come el escenario”, ¿a qué se refieren? Yo me hacía el interesante escribiendo: “una iluminación objetiva.” No da más por hoy. Quizás abstraerse en una trampa leguleya. En términos y tiempo. ¿Qué querrán decir con esto?

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