Zona de mutación

Esa obstinada manía de creer

 

La esperanza es anterior al conocimiento,
el marco mental de los ‘aún no conscientes’,
un producto de la imaginación, no un
producto de la razón.
‘Ethics’, Baruch Spinoza (1)

 

la fe escénica

Si ponemos la percepción escénica más que en un plano ficcional en un plano de comunicación paranormal que responde a una comunicación no-sensorial o de lo que en parapsicología llaman del tipo B, deberemos proceder a una simple cuestión de cambio de paradigma, sobretodo si consideramos que la comunicación inter-actoral empieza antes desde una plataforma imaginaria, esto es, no sensorial. Hasta allí puede aceptarse que ese período fuertemente sellado por una convención, necesite de la ‘fé escénica’. Pero si seguimos el paradigma parapsicológico, la fe escénica ha de hallar una culminación, un fin. A partir del cual se abre el de una fisicalidad, el de una materialidad objetiva similar al que los científicos paranormales reivindican para ciertos fenómenos que no han podido ser develados desde los grandes relatos newtonianos. Esa ‘materialidad’ supera necesariamente la fe o no precisa de ella. En todo caso, certificar que funciona por ella, es un mal signo. Con lo que al final, todo arte es el extremo de una fe. El arte es decolonial de esa fe judeo-cristiana para todo ‘oxidental’ que no quiere oxidarse. En los análisis de los ‘procesos inter-accionales’ de un antropólogo como Lewin aparece considerado el tema de la cohesión, que es un poco lo que para solventar un diálogo dramático, deben afrontar dos actores/actrices. En el teatro, el campo de diálogo es un campo de cohesión, una zona de fuerza, una fuerza. Con lo que la fe es un acto que marca la magna intuición de lo virtual y aún inexistente e improbable. Pero hay un momento en que la fisicalidad de esa zona de fuerza material de la escena, requiere la mensura y la valoración que se le destina a magnitudes concretas, en tanto son objetivas y no abstrusos buñuelos de éter. Y lo que no es menos objetivo, es el campo subjetivo que demanda de mi gusto, de mis sentidos.

Por supuesto que logramos mayor intensidad de las magnitudes en la cohesión, en la empatía o simpatía, en el acuerdo más que en un estado contrario. Acá vemos al actor, más que sujeto a una fe, como parte de un proceso de aquilatamiento conjunto. Esa democracia escénica tiene más chances de favorecer la chispa mágica de inspiración grupal que el ‘laissez-faire’ escénico o la obediencia a la autoridad. Por supuesto todo grupo, todo equipo de trabajo tiene también su campo de dudas, lo que no es raro que además, estalle en prejuicios difíciles de doblegar. Es el momento en que algunos mimosos dicen: “Dios me abandonó”, y para hacerla corta, como los perdedores-petulantes que son, se hacen realistas, positivistas y decretan que ninguna obra debe salirse del principio-medio-fin ni durar más de una hora y media, ya que como acaba de demostrar un instituto norteamericano, la atención de cualquier cristiano a partir de la media hora, se torna discontinua, inocua y no se sabe cuánto más. “Los delirios de Brook, Mnouchkine, Wilson, con sus obras multihorarias, son síndromes de una decadencia espiritual, de un extravío de vanguardistas aburridos”. Es decir, deponer la sensorialidad ganada en los campos de fuerza imaginarios, ficcionales, obliga a una fe que va contra-corriente del reloj de la historia. Se sustenta en su irracionalidad o se fundamenta en su materialidad des-fundamentada previamente, lo que es una derrota que fingimos no ver. Este es otro tipo de perdedor, el perdedor autosolventado de optimismo. Pero es un error. Dejar librado a que, como la naturaleza es sabia, el sistema primario auto-organiza y arregla todo, es otro error. Apelar a una fe para solventar el bloqueo de la comunicación sensorial, según lo afirmado arriba, en el contexto escénico adquiere una verdadera dimensión paranormal, es un saciarse en el error, conformarse con él, cuando sabemos que permitiendo tal bloqueo, no hay arte verdadera ni posible.

la fe y el amor

Nada impide que uno pueda ser un ateo de lo más creyente. En lo que creo no es en lo que creo sino que creo en la posibilidad misma de creer. “Creo que creo en lo que creo que no creo. Y creo que no creo en lo que creo que creo” dice el gran Oliverio Girondo. Creo en lo que creo que no creo que creo que creo, podría ser una paráfrasis. Quizá pueda decirse que a lo que nos referimos es a libertad. Asumiendo que a mayor libertad de creencia, mayor limitación a ser aceptada por otro, donde lo que le queda al otro quizá sea la belleza de mi creer, pero no mi verdad o mi Dios a medida, ni el sentido de mi creer. Uno podría decir: “Hay que ver qué bonito que cree… o qué linda manera de creer”. Y ese gusto del otro por la belleza de creer quizá afiance mi individualidad, lo cual es muy espiritual, aunque tal cosa no demuestre que dios existe. Por supuesto que este procedimiento no impide que las religiones en su creciente secularización, tiendan a desaparecer o se invistan como un valor estético-cultural-espiritual en la diversidad, liberadas de su demanda de absoluto, de demostrar la verdad. La miseria de los hombres se refleja en empobrecimientos. Los que los padecen, los que los causan. Puedo reconocer en las chicas que adornan o potencian con sus curvas y desnudeces los programas televisivos, el cine y el teatro, a partir del criterio que supone de nuestros infalibles apetitos, un afán por singularizar el deseo que como hombre debemos sentir por ellas (en un mecanismo de típico machismo en el que se suelen plantear estos juegos), y aún cuando pudiéramos distinguir tales signos diferenciales, no podremos sortear el marco mercantil y cosificante en el que navegan sus cuerpos. Ese es el precio de un deseo virtual, que debemos asumir sin satisfacer o en todo caso, nos daremos una compensación onírica en la noche. El valor de nuestro deseo, para nada edificante, aumenta la cotización de la mujer deseada no sólo en función de no cambiar de canal sino en la intensidad erótica de nuestro seguimiento, sin que por ello, cada una de ellas aumente sus capacidades individuales (mucho menos las nuestras), lo que ultraja toda posible reciprocidad en el barro de la mercantilización y el empobrecimiento erótico-amoroso. Cotización es tener valor, y aunque parezca puritano no decirlo, decirlo equivale a prostituirlas porque nuestras miradas pagan lo que las chicas cotizan. Así que desembolsamos de nuestros bolsillos mentales las monedas miserables, entrampados en un machismo del que renegamos, pero que están disponibles frente al televisor para rendir como sementales catódicos. ¿Y el amor? Por favor, a quién le importa el amor. ¿Al Papa? Lo que el Papa defiende prohibiendo la píldora a las chicas no es el amor, lo que cuida (porque no tiene un pelo de tonto) es la religión, o en último caso, la Iglesia. Como dice Max Horkheimer: “el concepto de fe es en realidad un invento del protestantismo para no permitir que la ciencia o la superstición, sean la única alternativa. Para salvar la religión, el protestantismo inventó un tercero: la fe”.

 

[1] Citado por Ágnes Heller y Ferenc Fehér en ‘El péndulo de la
modernidad’, Ediciones Península (1994).

 

 

 

 

 

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